Leopardo negro, lobo rojo
Marlon James nos introduce en la primera parte de esta trilogía fantástica en un mundo construido a partir del folclore africano más mágico
30 septiembre, 2019 01:41En la excelente Breve historia de siete asesinatos (2014), Marlon James (Kingston, 1970) alcanzaba el paroxismo en la escena en la que narraba los minutos previos al fallido intento de asesinato del cantante Bob Marley. Para ello, se metía (y nos metía) en la zumbante y zumbada cabeza de uno de aquellos pistoleros, ciertamente perjudicado por el consumo de estupefacientes. Tan frenética, musculosa y vibrante narración puso de manifiesto, entre otras cosas, el espectacular dominio de la “trampa” que tenía el jamaicano: a través de un recurso estilístico más propio de la literatura popular cuando no del cine (las comparaciones de la novela con la obra de Quentin Tarantino no hacían referencia únicamente a una cuestión temática), James conseguía llevar al lector a la taquicardia.
Por este motivo, el anuncio de que su próxima novela iba a formar parte nada menos que de una trilogía fantástica –al más puro estilo de El Señor de los Anillos de J. R. R. Tolkien– auguraba una vuelta de tuerca a un género harto de reinventarse alrededor de los mismos escombros. Leopardo negro, lobo rojo, la voluminosa primera parte de la saga, nos introduce así en un mundo construido a partir del folclore africano más mágico, rimas y leyendas que, según ha revelado James, han sido resignificadas para la ocasión.
Arquitectónicamente, la novela bebe de aquí y allá, de esa nueva-vieja iconografía encontrable en cualquier novela fantástica que se precie: tierras recónditas pseudo medievales, reyes y súbditos, bestias y humanos, sword & sorcery en definitiva, con el añadido de la etiqueta ‘black’, pues Leopardo negro, lobo rojo saca claramente pecho ahí, en lo que vendría a ser una suerte de reivindicación racial desde la literatura popular. Es justo en este punto donde la sombra de la Pantera Negra de Marvel se antoja de lo más alargada, hasta el punto de que, en ocasiones, puede uno tener la sensación de estar en la Wakanda de Jack Kirby y Stan Lee, en lugar de en las Tierras del Norte, donde se sucede la acción de la novela.
A esta larguísima peripecia aventurera le va faltando el aire cada dos por tres. No termina de aburrir pero tampoco de fascinar
Levantado, con todo, tan sugerente escenario y sentadas las bases de unas claras y legítimas pretensiones, nos encontramos con 800 páginas que tratan de casar una cosa con la otra a través de una peripecia aventurera a la que le va faltando el aire cada dos por tres. No solo de ojos succionados y chistes sobre penetraciones anales vive el lector. Y menos de personajes que cada vez que se encuentran se cuentan una larguísima historia, por más que uno sea consciente de que con lo anterior, al menos formalmente, se pretende homenajear a la tradición oral de la cultura inspiradora de la novela. A más inri, la búsqueda de un niño –motor insólito de toda la narración– huele a McGuffin a la altura de la página 150, no digamos ya cuando se va por la 700. Por no hablar del vaivén de personajes que aparecen y desaparecen para reaparecer justo en el momento en el que tienen que hacerlo (¡cuánto daño ha hecho el deus ex machina en la narrativa contemporánea!), lo cual termina resultando exasperante.
Y es una lástima, porque entre tantas páginas es normal que aparezcan, de vez en cuando, situaciones (esas “diez y nueve” puertas) y personajes interesantes. Rastreador, su protagonista, es de hecho todo un hallazgo, como lo es Ogotriste (–¡ojo, spoiler!– ¿a quién se le ocurre sacrificar a uno de sus personajes más monstruosos y más tridimensionales al comienzo de una saga?) y como lo son también, por ejemplo, los Omoluzus, que aparecen al principio como gran y fascinante amenaza para apenas volverse luego a saber nada de ellos.
Lo malo es que ante cualquier “desajuste” de este tipo, el lector acabará encontrando siempre una clara justificación: ¿Y si en la segunda parte…? Desde luego, no seré yo ya quien trate de averiguarlo llegado el momento, pues si bien lo hasta ahora leído no termina de aburrir, no es menos cierto que en ningún momento llega a fascinar. Nos quedará al menos el consuelo de que esta trilogía narrativa será seguro reivindicada más pronto que tarde por el colectivo LGTBI, lo que sin duda es una buena noticia por muy extraliteraria que sea, y siempre y cuando, claro está, asumamos que Leopardo negro, lobo rojo es una novela para adultos.