Miguel Ángel: "El vulgo siempre ama lo que debería aborrecer"
Acantilado publica Los diálogos de Roma, donde Francisco de Holanda recoge sus conversaciones con un Miguel Ángel sentencioso y reflexivo
8 febrero, 2018 01:00Retrato de Miguel Ángel
Impagable nos parece un libro en el que Miguel Ángel emite sus opiniones sobre pintura. Es una deuda contraída con Francisco de Holanda, figura de un amplísimo radio de acción en el terreno artístico. Cuando era apenas un adolescente, empezó a curtirse como iluminador de libros. Pero un viaje a Italia expandió su tremendo potencial. Su paso por il bel paese hizo de él un pintor, un arquitecto, un ingeniero, un urbanista, un cartógrafo y un tratadista del arte. En fin, "un humanista en todas sus dimensiones", como apunta Isabel Soler en el prólogo de Diálogos de Roma, que lanza ahora Acantilado, donde Francisco de Holanda recoge por extenso sus conversaciones con Miguel Ángel entre las ruinas de la capital italiana. En sus encuentros el tema primordial era la pintura y sus circunstancias. Y tal era la sintonía entre ambos interlocutores que sus charlas se prolongaban hasta que caía la noche. "No nos queríamos separar hasta que las estrellas nos mandaban recogernos", recuerda Francisco de Holanda.Pero contextualicemos estas charlas antes de entrar en su contenido. ¿A qué había ido Francisco de Holanda a Italia? Pues tenía una misión diplomática concreta que cumplir. Se la encargó el monarca luso Juan III. Aprovechando sus buenas mañas para el dibujo, debía ilustrar "las fortalezas y las obras más insignes" del país para que sirvieran de referencia a su regreso a la corte portuguesa. Tenía entonces sólo 20 años y se 'incrustó' en el séquito de Pedro Mascarenhas, embajador en la Santa Sede. "Fueron tres años muy intensos los que estuvo, desde el verano de 1538 hasta fines de 1540", precisa Soler, profesora de literatura portuguesa en la Universidad de Barcelona, que también ha traducido el texto original, insertando útiles incisos que aclaran y actualizan los múltiples nombres propios de artistas y lugares que salen a relucir. Francisco de Holanda permaneció en Roma 18 meses. Su estancia itálica también abarcó Nápoles, Ancona, Venecia y Milán.
"Durante ese periplo italiano -advierte Soler- trató con Miguel Ángel, y también Sebastiano del Piombo y Peri del Vaga, con el escultor Baccio Bandinelli, con los arquitectos Jacopo Meleghino y Antonio da Sangallo el Joven, con los miniaturistas Giulio Clovio y Vincenzo Raimondi, con el medallista Valerio Belli, con los anticuarios Blosio Palladio y Angelo Colloci; en Venecia contactó con el arquitecto Sebastiano Serlio, y seguro que le debió de disgustar no poder entrevistarse con Tiziano". Sustanciosa nómina a pesar de esta última decepción. Sobresale, claro, il Divino. Así llamaban a Miguel Ángel en Italia. Una prueba de la alta estima en que tenían al pintor, que entonces contaba 63 años y era el artista más influyente en toda Europa. El detalle no pasa inadvertido a Francisco de Holanda, hijo del miniaturista flamenco Antonio de Holanda y de madre portuguesa. Y precisamente sobre esa consideración tan elevada que reciben los pintores en la tierra natal de Miguel Ángel gira la mayor parte del primero de los cuatro diálogos que conforman el libro. "Sin mostrar estima en Italia por los grandes príncipes, ni por su renombre, tan sólo a un pintor llaman el Divino", dice en un determinado momento el 'corresponsal artístico' portugués.
Ese estatus áulico otorgado a Miguel Ángel es producto de la relevancia social que tiene la pintura en Italia. Ambos reflexionan sobre este aspecto. Y enuncian la obsesión de todo hombre poderoso, ya pertenezca al poder temporal o espiritual (a la Iglesia o la nobleza), de tener a su disposición retratistas para proyectar su imagen pública. La pintura, así, es casi una religión. En aquel caldo cultivo la competencia es más feroz, lo que redunda en beneficio de la calidad. A juicio de Miguel Ángel, sin parangón en otras latitudes: "Así, afirmo que, con excepción de uno o dos españoles, ninguna nación ni gentes pueden ansiar ni imitar la manera de pintar en Italia (que es la del griego antiguo) sin que enseguida sea fácilmente reconocida como ajena, por más que en ello se esfuercen y trabajen. Y si por algún gran milagro llegase alguno a pintar bien, entonces, aunque no lo hiciese por imitar, apenas se podrá decir que pintó como un italiano". Comprobamos que el 'etnocetrismo pictórico' del artífice de los frescos de la Capilla Sixtina es extremo, y seguramente justo.
Tan categórica afirmación nos deja con la intriga de quiénes son esos españoles a los que salva de la mediocridad exterior. En las profusas notas que incorpora el volumen se hace una deducción que permite esclarecerlo con alto grado de certeza. Se dice que al final de su tratado Da Pintura Antiga, al que pertenecen las conversaciones romanas (que suelen publicarse independientemente por su valor específico y autónomo), Francisco de Holanda incluye una jerarquía de pintores por orden de excelencia. Alonso Berruguete y Pedro Machuca ocupan los lugares décimoquinto y décimosexto. Todo este tratado, el primero específicamente sobre pintura que se publicó en la península Ibérica, está muy influido por el criterio de Miguel Ángel. De ahí cabe colegir que son estos dos los exonerados de su desprecio general hacia los 'tramontanos' (así llaman a los de fuera de Italia). Francisco de Holanda admite la inferioridad pero apostilla que se va poco a poco "perdiendo la superficialidad bárbara que los godos y los mauritanos sembraron por las Españas". Su trabajo como 'copista' en Italia precisamente busca impulsar ese progresivo refinamiento. Y acabar, como explica Soler, "con una concepción del arte entendida como oficio mecánico, gremial y corporativista, que no distinguía al artista ni valoraba su singularidad".
El Miguel Ángel que presentan Los diálogos de Roma, citados hasta la saciedad en tesis y estudios sobre el pintor renacentista, es una persona "escurridiza al principio, irónico y hasta mordaz después, en cualquier caso indiscutiblemente seguro de sí mismo", describe Soler. A lo largo de sus intervenciones propende a la sentencia firme e inapelable. Y no se corta de hacer reproches duros. Como cuando lamenta que "el vulgo sin juicio siempre ama lo que debería aborrecer y vitupera lo que merece más alabanza". Arremete también contra los que los que denomina 'malos pintores': "No puedo sufrir su falta de devoción y de respeto con la que pintan las imágenes de las iglesias. Lo hacen sin ningún miedo y de forma tan ignorante que, en lugar de mover la devoción de los mortales, algunas veces provocan la risa". Inevitable acordarse aquí de la anécdota del Ecce Homo de Borja. Los buenos pintores, en cambio, "hasta a los pocos devotos provocan y llevan a la contemplación y a las lágrimas". Él, ciertamente, ha hecho rodar muchas.
@albertoojeda77