Leopoldo María Panero, la muerte del último poeta
Quedan el fulgor de sus libros, el fervor de sus lectores y la lección de que caminar contracorriente es posible
6 marzo, 2014 01:00En uno de sus últimos libros, Papá, dame la mano que tengo miedo (2007), se lee "Oh tú, Leopoldo María Panero, alias La Muerte" y enseguida "Yo he muerto más veces que ningún muerto [...] y he muerto sin sepulcro". Esa identificación con la muerte, ese decirse yo-muerto no era en ese momento ninguna novedad, sino que se puede rastrear ya en sus escritos de la década de los 70 del pasado siglo hasta los más recientes repetido una u otra vez de manera obsesiva. Muerte literaria, ficcional, se podría decir, pero también esa muerte tenía su lado de real: las estancias en establecimientos psiquiátricos, las primeras breves y más tarde su lugar de residencia, supusieron una muerte "social" que se ha prolongado hasta, ahora sí dicen las informaciones, su fallecimiento.
Perteneciente a una familia marcada por la literatura, hijo del poeta Leopoldo Panero, hermano de Juan Luis Panero, se diría que estaba destinado a entrar en la nómina de los poetas. Y así fue ya desde niño y su madre, Felicidad Blanc, reprodujo algunos de aquellos poemas, en absoluto infantiles, sino estremecedores en su Espejo de sombras. Decidido a vivir la vida con toda la intensidad y si William Blake escribió que "El camino del exceso conduce a la sabiduría", Panero lo entendió en su literalidad más estricta: bebedor infatigable, dado a las drogas, con comportamientos extravagantes, intentos de suicidio, todo ello narrado en El contorno del abismo, la excelente biografía de J. Benito Fernández, relato superior a muchas novelas, el lugar de llegada sería el internamiento ya aludido.
Por otro lado, Panero se hizo, desde el margen de las instituciones académicas, con una cultura singularísima: lector de Lacan, de Deleuze y Guattari, por citar unos pocos nombres de relieve, en unos años en que en España eran verdaderamente exóticos, sus idearios se entremezclaban con tratados de alquimia y todo tipo de saberes esotéricos, lo que daba como resultado un universo intelectual brillante y caótico. Y lo mismo sucede si se atiende a lo literario: Mallarmé es nombrado y citado reiteradamente en sus obras como la cima de la poesía, y junto a él algunos de los poetas provenzales, Lewis Carroll, Wallace Stevens, su amigo y primer valedor Pere Gimferrer o Góngora, unos pocos nombres para una lista casi interminable, que se completa con Nostradamus o Aleister Crowley, el satanista. El ensamblaje de cada una de esas piezas acaba por conformar, pese a que parece que no habría manera de encajarlas, un rompecabezas estético que no encuentra parangón en la literatura española.
Panero deja en las estanterías de las bibliotecas más de treinta libros de poesía, además de otros doce escritos a dúo, y también traducciones, relatos y ensayos, sin olvidar sus dos apariciones en los espléndidos documentales El desencanto de Jaime Chávarri y Después de tantos años de Ricardo Franco, además de los numerosos vídeos que pueden verse en internet, donde su presencia en páginas que reproducen poemas, entrevistas, etc. es abrumadora.
Si en su vida su posición fue siempre la del rebelde por principio, la de quien encuentra su enemigo a quien hay que derrotar en el sistema, ya sea en lo político, lo social o moral, nada distinto sucede en su escritura. Tanto en las formas, como en los asuntos de los que se habla, como en el lenguaje mismo, sus textos se distancian una y otra vez de lo que es usual, de la norma, lo que, desde muy pronto, vino a construir una marca, la marca Panero, una forma de escribir que se desmarca de lo que se entiende en general por literatura y aun por lo aceptable. El caso es que esa escritura de lo inaceptable ha encontrado numerosos lectores, muchos de ellos entusiastas, y a la vista está que muchos de sus libros son hoy inencontrables y el hecho de que se hayan publicado diversas antologías y recopilaciones de sus obras, que se reeditan es un índice de la calurosa recepción de su palabra.
Desde hace años, por otra parte, su discurso, poético, político, etc., contra los límites accedió a la investigación académica y hoy es común encontrar en publicaciones universitarias y revistas especializadas trabajos que tratan de explicar su inextinguible rareza. Una rareza que contamina cualquiera de los temas que ha llevado al texto. Si recuerda la muerte de su madre, pongamos por caso, el poema se convierte en una extraña elegía: "Señor del mal, ten piedad de mi madre/ que murió sin sus dos tetas/ y sobre la que yo escribí/ y ahora amo", donde la palabra hecha violencia desemboca en una expresión de sentimiento de ternura; si el tema es la escritura misma, dejará dicho que su poesía está tallada en heces, caso, por cierto, de una muy notable presencia de lo escatológico en su escritos. Se puede decir que en cada una de sus páginas hay una transgresión, una extralimitación, lo que permite señalar a este situarse contra lo instituido, lo aceptado, como una de las claves de su obra.
Leopoldo María Panero, el último poeta titulé hace ya unos años un libro dedicado a intentar explicar esta poesía tan luminosa como oscura. Quería sugerir ese título que una vez que Panero había irrumpido en la poesía la había llevado hasta el extremo, había derrumbado la idea convencional de poesía, con lo que con sus libros clausuraba todo un mundo estético e ideológico. Así, en otra ocasión hube de recurrir al término postpoesía para designar su práctica de escritura. Habría ocurrido la destrucción, el apocalipsis, para decirlo con esa expresión tan paneresca, en la poesía y de esas ruinas, de la ruina de la palabra "bella", esa que se tiene tópicamente por tal cosa, se habría edificado otra construcción que, surgida de los restos, de los desechos, no podía sino exhibir sus grietas, la pertenencia a la ruina, ser una construcción de la ruina.
Último poeta también por la tan repetida declaración de yo-muerto a la que he aludido, el último poeta escribiendo el último libro, un libro entonces que, como en un sueño de Borges, contendría, por afirmación o negación, todos los otros y de ahí, entre otras razones, la multitud de citas que se engarzan en sus páginas. En cuanto último poeta la única posibilidad es la repetición de lo dicho, sólo que ungido por la renovación.
Ha muerto el último poeta, quedan el fulgor de sus libros, el fervor de sus lectores y la lección de que en literatura, en arte, en la vida, el caminar contracorriente es posible. Esa lección que nos deja la pagó cara Leopoldo María Panero, es deber de los lectores que el libro que la contiene no se cierre con su muerte, ahora sí, no literaria.