Image: Luis Buñuel, la forja de un cineasta universal 1900-1938

Image: Luis Buñuel, la forja de un cineasta universal 1900-1938

Letras

Luis Buñuel, la forja de un cineasta universal 1900-1938

30 octubre, 2013 01:00

Luis Buñuel, de joven, bebiendo de un porrón en la playa de Creus, durante su visita a Dalí, en 1929. Foto: Archivo Luis Buñuel

Luis Buñuel (Calanda, 1900 - 1983 México) es, junto con Goya, el aragonés más conocido y está considerado como uno de los grandes creadores del siglo XX. En 'Luis Buñuel. La forja de un cineasta universal 1900-1983', el hispanista Ian Gibson profundiza en las raíces de la obra cinematográfica del artista que, transida de resonancias personales, está cada vez más al alza internacionalmente.

Tras la revisión y análisis de la vasta bibliografía existente sobre Buñuel, y una rigurosa investigación personal de siete años realizada en Calanda, Zaragoza, Madrid y París, el hispanista ha concluido la obra. La infancia del cineasta, su relación con su madre, la temporada que pasó con los jesuitas, sus años universitarios en Madrid junto a Lorca y Dalí, su traslado a París en el año 1925 (donde descubre su vocación y comienza su andadura surrealista). Un 'Chien andalou' y el escándalo de 'L'Âge d'or', la vuelta a España bajo la República, su trabajo con la productora Filmófono, el compromiso antifascista y, empezada la contienda, su actuación semisecreta a órdenes de la embajada española en París. Todo esto escrito a modo de novela es lo que presenta Ian Gibson.

Aquí puede leer un fragmento de 'Luis Buñuel. La forja de un cineasta universal 1900-1983' (Aguilar).

Puños, pistolas y otros ejercicios

Los jesuitas del colegio del Salvador llevaban la cuenta rigurosa, semana por semana, del comportamiento de todos sus alumnos (Piedad, Conducta, Aplicación, Aliño, Urbanidad), con notas que iban desde «a» («muy bien») y «ae» («casi muy bien») hasta «o» («mal»). El «Informe» de Luis correspondiente a marzo de 1911 le otorgó una «a», cada semana, en Piedad, Aliño y Urbanidad (menos una «ae» en la última). Pero en Aplicación recibió tres «ae» y sólo una «a», y, en Conducta, cuatro «ae», lo cual ya parecía indicar algún problema. Una nota escrita al final lo explicaba escuetamente: «Va sacando una fatal afición a reñir con todos y a pegarles».

Tal afición le venía de antes, como demuestra un mensaje del pequeño matón escrito al parecer en 1909, cuando tenía 9 años: «Para mañana a las 3 de la tres [sic] de [la] tarde os espero a los dos solos en el callejón que hay en la facultad si no podeis ir en el colegio me la pagarais [sic] los dos juntos».

El cineasta contaba que los destinatarios de aquella amenaza, los hermanos Diego y Fernando Madrazo, entregaron el papelito al prefecto que, a su vez, se lo pasó a Leonardo Buñuel con las notas del mes, «que, por otra parte, eran muy buenas».178 Al principio del curso 1911-1912 Luis medía 1.436 milímetros.

Según el informe oficial de su profesor de gimnástica, su «constitución física» era entonces «buena», el «desarrollo del esqueleto» también, pero el muscular «débil». Esta deficiencia, si es que de verdad fue así, no tardaría en corregirse. Al final del curso su talla era de 1.452 milímetros y su perímetro torácico, en la inspiración, se había expandido de 816 milímetros a 850, circunstancias que contribuyeron presumiblemente a estimular su quizá innata tendencia a la autoafirmación enérgica. Añadiremos que, al iniciar su servicio militar en 1921, el recluta tendría una estatura definitiva de 1.714 milímetros.

Otro alumno del Salvador, Pablo Cistue de Castro, había vivido de niño en Independencia, 29, al lado de la casa de Luis, y había acudido con él a la pequeña escuela de los corazonistas en el piso de arriba. En 1933 recordaba que el Buñuel «de los 8, de los 10, de los 12 años era el terror, por su fuerza y su resistencia, de todos sus compañeros de colegio. Era el invencible, el de los puños de acero, el de la voluntad de hierro».

Tenía, además de su tendencia a pegar a todo el mundo, aptitud musical, probablemente heredada de su madre y, hay que inferirlo, estimulada tanto por ella como por el entrañable tío Santos Cerezuela, a quien ayudaba a veces a decir misa en Calanda y en cuya casa solía parar cuando no estaban los suyos.

Por esta época empezó a estudiar violín, «por oposición» a su padre, decía, que hubiera preferido el piano. Leonardo Buñuel -hombre práctico al fin y al cabo- había terminado cediendo, reconociendo, por más señas, que el violín aventajaba al piano en un aspecto que no era moco de pavo: se podía llevar a cualquier sitio.182 Luis así lo hacía... o, mejor, lo hacía por él su niñera. Porque si lo único que se permitía a sí mismo llevar en la mano por la calle el atildado indiano era su paquetito de caviar -para otros bultos estaban los criados-, al hijo le estaba terminantemente prohibido transitar por la vía pública con su pequeño instrumento musical. Así era la «buena sociedad» de la Zaragoza de entonces.

José Repollés cuenta que fue en Calanda donde Luis aprendió a boxear, a los 12 o 13 años. En el patio de la casa de la calle de San Roque había colocado un saco de arena, «y allí el tío daba cada puñetazo que, claro, toda la gente del pueblo acudía allí, a la puerta, a ver aquello». Era la primera vez que se enteraban de que había algo en el mundo llamado deporte.

Entre los papeles que se conservan del joven Buñuel hay uno que nos dice mucho acerca de los afanes atlético-pugilísticos, y del talante organizador, del futuro director de cine. Es el programa, escrito de su puño y letra, de una función prevista para el domingo 24 de agosto de 1913, dentro de una «temporada de lucha greco-romana» que se iba a dar en el «teatro L.B.P.», o sea el «teatro Luis Buñuel Portolés». Los participantes, cuyos apodos profesionales constaban debidamente, serían los siguientes (respetamos la ortografía y la puntuación):

Luis Sancho; Luchador Zaragozano
Pascual Barberán; Elefante Aragonés
Rafael Serred; Luchador Turolense
Luis Buñuel; León Calandino
Mariano Sauras; Oso Calandino
Antonio Sauras (a) La serpiente
José Sauras (a) luchador Alcañizano
Emilio Sauras; (a) El boticario.

El reverso de la hoja da cuenta de las luchas previstas: 1ª, Buñuel contra M. Sauras; 2ª, Emilio Sauras contra José Sauras; 3ª, «Lucha libre o cat-chas-cat-can» [sic], con Pascual Barberán y Buñuel. Finalmente se indica que el tribunal será formado «por distinguidos sportmans [sic]» y que el árbitro será Emilio Serred.Lo que no sabemos es cuál fue el resultado de la competición, si es que realmente se llegó a celebrar.

El nombre del teatro nos recuerda sendas cancelas de Villa María, la encantadora casa de recreo de los Buñuel en las afueras del pueblo, y su mansión modernista frente a la iglesia, con las iniciales del orgulloso propietario. Tal padre, tal astilla. Hay que suponer que la función se iba a desarrollar en uno de los múltiples espacios de que disponía la casa familiar y su ampliación en la calle de San Roque.

El programa especificaba la talla y el peso de cada luchador. El Buñuel de 13 años ya mide 1,68 metros, nada mal para su edad, y pesa 67 kilos. Por algo se ha autobautizado «León Calandino».

Luis solía esperar con impaciencia frenética el fin de año, que siempre significaba el gozo de poder pasar una breve temporada en el pueblo donde viniera al mundo. «Resumen de mi estancia en Calanda. Diciembre 25 de 1913. Navidad» reza, con hermosa caligrafía, la portada del cuadernillo en que, antes de salir de Zaragoza, decidió dejar constancia de todo lo que le ocurriera allí durante las fiestas. Fueron once días y cumplió a rajatabla, con su meticulosidad habitual, el compromiso adquirido. El documento demuestra que ya escribía con soltura (sin que le preocupara apenas la puntuación de su narración), y confirma su intensa sociabilidad y su talante mandón.

Son días llenos de actividades, pasados, cada uno de ellos, en compañía de un pequeño grupo de amigos, sobre todo Joaquín y Carmen Simón, una chica de nombre Carmen Quintana y los llamados Pepito (o el Pepe) y el Campos. La mayor parte del tiempo se entretienen jugando, o bien en casa de los Buñuel o en la de Joaquín. Hay naipes, un juego que denominan la lotería, billar, paralelas, la baraja, pajaricas, el escondite, el intento de coger pájaros en cepos... También «tiran al sable» y se cuentan cuentos. Y lo pasan fetén.

El Día de los Inocentes Luis decide gastar una broma: «Compré para engañar a Aurelia (criada) y a Carmen polvos de Euforvia [sic] que hacen estornudar a cualquiera pero, advertidas estas dos, el único que fui inocente fui yo pues habiéndolos probado haber [sic] si era verdad que se estornudaba estuve dos horas sin poderme contener».

Hay alguna que otra excursión. Un día sale a las afueras del pueblo con su escopeta al hombro como Dios manda. Va a visitar la finca olivarera de la Fuensalada:
Por la mañana al vestirme me puse las polainas la canana con once cartuchos y el sombrero de campo, pues íbamos a la Fuen Salada a ver matar los cerdos y al mismo tiempo a ver si tiraba algunos tiros a los tordos pero sólo nos saltaron unas garzas y cuervos que antes de vernos casi echaban a volar por otra parte pájaros nos salieron a millares y no les quería tirar pero cansado de no haber disparado un tiro fui a tirar a un pinzón pero el intenso frío la nieve y el viento tan terrible que hacía me entumecieron los dedos de tal modo que no pude disparar.

Y se libró el pinzón. Aquella noche Luis se acuesta «habiendo pasado el día muy bien por una cosa que yo me sé». ¿Tenía tal cosa que ver con Carmen Simón, por quien el diario deja deslizar que se siente atraído? ¿Un beso, quizá? El autor del dietario no lo aclara.

Un día los amigos se ponen a leer un libro titulado Marcof. Tal vez se trataba de una edición española de Marcof le Malouin, obra folletinesca de Ernest Capendu publicada en París en 1892.187 Después se entregan a una actividad muy del gusto de Luis: «Me fui a casa de Joaquín en donde estuvimos jugando toda la tarde [...] con una vegiga de cerdo colgado del techo para pegarle puñetazos». En otros momentos acompañan el Viático, o sacan y revelan fotografías. «Como era la última noche», apunta el 10 de enero, «decidimos jugar a todos los juegos que habíamos jugado durante mi estancia en Calanda y me fui a cenar, luego vino el Joaquín y estuvimos una hora de tertulia y nos fuimos a dormir pasando este día regular por el pensamiento que no se apartaba de mí de marchar al día siguiente».

El día siguiente es, efectivamente, el último. El adiós más triste es el de la casa de Joaquín, «en donde con gran sentimiento me despedí de sus papas, con muchísimo más de Carmen luego de las muchachas y por último fui a casa en donde antes de comer aun estuvimos jugando un rato el Pepe, Joaquín y yo, la hora del viage se iba acercan[do] en que comí aun dige por última vez adios a Carmen que salió a despedirme al balcón y después de despedirme de todos partí llevando conmigo dulces recuerdos que no se me olvidarán nunca».

La intención literaria queda clara en la última frase, a la que sigue, debajo, la palabra «Fin». Recibimos la impresión de un joven de 13 años muy seguro de sí mismo, muy en su piel.

Los jesuitas del Salvador distribuían entre los alumnos, a principios de cada año académico, un hermosamente diseñado Calendario escolar. De formato pequeño, llevaba indicaciones sobre la distribución del tiempo para internos, externos y mediopensionistas, un aviso a los padres sobre sus obligaciones hacia el colegio, y una severa recomendación a los alumnos para las vacaciones (asistencia todos los días a misa, recibir con frecuencia los Santos Sacramentos de Penitencia y Comunión, mostrarse siempre, y ser, «verdaderos hijos de la Virgen Santísima», apartarse «de lecturas peligrosas», etcétera). A cada quincena del año le correspondían dos páginas: la izquierda relacionaba los santos del día, las fiestas de la Iglesia, etcétera; la derecha era un «Memorándum».

Se han conservado los calendarios escolares de Luis correspondientes a 1913-1914 y 1914-1915. Utilizó el «Memorándum» a guisa de dietario (y a veces la página izquierda), apuntando escuetamente cosas que había hecho o visto; entre ellas, títulos de películas, obras de teatro, zarzuelas y óperas, visitas a monumentos o lugares de esparcimiento. Con frecuencia introducía dibujos. «Me vestí de largo», apuntó con satisfacción el 19 de octubre de 1913. Por lo que toca a las vacaciones navideñas que acababa de pasar en Calanda, el calendario consigna que, después de volver a Zaragoza, se carteó con frecuencia durante algunos meses con Joaquín y Carmen Simón. A veces, sorprendentemente, en francés, idioma que se le daba bien -lo demuestran sus «notables» con los jesuitas- gracias a su temprana iniciación en la pequeña escuela de los corazonistas. Joaquín y Carmen Simón luego desaparecen de la vista y uno se pregunta qué fue de sus vidas.

La famosa excursión a la Foz-Calanda

El camino viejo de Calanda a Foz -poco más de dos kilómetrosbordea la Huerta Alta, fértil vega del Guadalopillo donde hoy se cultiva sobre todo, y con gran éxito, el melocotón. El río discurre a los pies de La Clocha entre una vegetación tan densa que casi oculta la corriente. Paraje hermosísimo, regado todavía por las acequias de los árabes, y lleno de interés para el naturalista y el geólogo. Por aquí apenas suele pasar un coche, y los turistas, si alguna vez se dignan visitar Foz, lo hacen directamente desde la carretera general.

Un verano, no sabemos en qué fecha con exactitud, el Buñuel de 13 o 14 años organizó, al parecer sin decir nada a los mayores, una excursión al pueblo de sus ancestros paternos. Lo sabemos gracias a su hermana Conchita, que evocó aquella «gran aventura» de su infancia en un artículo publicado en 1961 y luego incluido por Buñuel, sin comentarios, en Mi último suspiro. Acompañaron a Luis y Concha, según ésta, unos primos suyos y alguna hermana.

En Foz el padre tenía tierras y colonos. Al salir de Calanda, pues, sabían que serían bien recibidos por aquellos contornos. Así resultó. Hubo parabienes, galletas... y vino. Vino dulce que les provocó euforia y les infundió ganas de visitar el cementerio del pueblo. Una vez dentro del recinto el futuro cineasta montó un espectáculo muy suyo. «Recuerdo a Luis tendido en la mesa de autopsias», escribe Conchita, «pidiendo que le sacaran las vísceras. Recuerdo también lo que tuvimos que batallar para ayudar a una de nuestras hermanas a sacar la cabeza de un boquete que el tiempo había abierto en una tumba. Había quedado empotrada de tal modo que Luis tuvo que arrancar el yeso con las uñas para liberarla».

No contentos con la visita al camposanto, y todavía bajo los efectos del vino, lo que querían ya, nos asegura Concha, era «saltar al fondo de una sima profunda y estrecha, gatear por un túnel y salir a la primera caverna». La única oquedad posible, aunque Conchita no la nombra, era la Cueva Morena, ubicada entre los «cabezos» de la muy escarpada y rocosa ladera sur de La Clocha, cerca de Foz. Allí, según recuerdan hoy algunos vecinos, solían jugar hasta hace algunas décadas todos los niños del pueblo. Parece difícil que los Buñuel no fueran acompañados aquella tarde por algún ribereño, pues la estrecha boca de la cueva, a ras de tierra, es de acceso difícil (hoy la tapa un lentisco enorme). Otra posibilidad es que Luis, por una visita anterior, ya conociera el camino. Alcanzada la entrada, siempre según Concha, sólo tenían para guiar sus pasos en la oscuridad el cabo de una vela recogido en el cementerio. Y, claro, ¡no tardó en apagarse! «Luego, de pronto, nada, ni luz, ni valor, ni alegría. Se oía batir de alas de murciélago. Luis dijo que eran pterodáctilos prehistóricos, pero que él nos defendería de sus ataques. Uno de nosotros dijo que tenía hambre, y Luis se ofreció heroicamente a ser comido. Él era ya mi ídolo, por lo que, deshecha en llanto, pedí que me comieran a mí en su lugar: yo era la más pequeña, la más tierna y la más tonta del primer grupo de hermanos.»

Conchita da a entender que les llegó la salvación al ser «encontrados» en la cueva por unos adultos, lo cual a ella le produjo a la vez júbilo y miedo... miedo al castigo que les esperaba en casa. Creía recordar que, en el viaje de vuelta a Calanda, iba Luis inconsciente-«no sé si por la insolación, por la tajada o por táctica»- en el fondo del carro que tiraba Nene, el caballo.

No hubo castigo. Durante algunos días los padres sólo leshablaron de usted, pero, a espaldas de los reos, Leonardo relataba la peripecia con orgullo a las visitas, «exagerando las dificultades y exaltando el sacrificio de Luis». Pero ¿qué diablos de sacrificio? Si, con excursión tan atrevida, la finalidad del hijo había sido quizá emular las andanzas del padre allende el mar y afirmar su derecho a tener las suyas propias, el indiano correspondió, según parece, con la debida admiración hacia las hazañas de su primogénito tozudo, emprendedor y mandón. De todas maneras, dada la renombrada fantasía narradora de Conchita, habría que tratar su versión de los hechos con cierto escepticismo. Cabe además que tuviera presente, al evocar aquel episodio -y aunque fuera a nivel subliminal- el sonado precedente de la aventura de don Quijote en la cueva de Montesinos, cerca de las manchegas Tablas de Daimiel.

Mar y montaña

Un hombre de la categoría social de Leonardo Buñuel, con seis hijos, no podía seguir veraneando sólo en Calanda, donde además hace un calor infernal durante la canícula. Incumbía estar de moda e ir pensando también en temporadas de playa. El 15 de julio de 1914 -con Europa ya al borde de la Gran Guerra- el Heraldo de Aragón anunciaba en «Notas de Sociedad», su sección habitual de primera plana: «Entre los que han abandonado la ciudad con sus familias figuran: A sus posesiones de Calanda y San Sebastián, D.Leonardo Buñuel, su distinguida esposa y preciosas hijas».

Parece ser que fue aquel mismo verano cuando Luis visitó, en la comarca cántabra de Vega de Pas, no lejos de Santander, a uno de sus amigos más íntimos de Zaragoza, Tomás Pelayo Horé, luego compañero de instituto, cuyo padre tenía allí una casona. Era, según cuenta en Mi último suspiro, su primera salida de Aragón. «Al atravesar el país vasco», dice, «descubrí, maravillado, un paisaje nuevo, inesperado, totalmente distinto del que había conocido hasta entonces. Veía nubes, lluvia, bosques encantados por la bruma, musgo húmedo en las piedras... Fue una impresión deliciosa que siempre perdurará. Soy un enamorado del Norte, del frío, de la nieve y de los grandes torrentes de las montañas». No por nada barajaría años después la posibilidad de vivir en Suiza.

En Vega de Pas había una numerosa pandilla de adolescentes, ribereños y forasteros, entre los cuales destacaba Luis por su precocidad física. Una de las muchachas fue Bertila de la Vega Revuelta, natural de la comarca, quien, a sus 96 años, todavía recordaba con nitidez el poder de seducción del calandino: «No representaba la edad que tenía y decían de él que estaba domesticando a las moscas porque tenía algunas costumbres raras. Pero, por lo demás, se pasaba el rato muy bien con él, porque también tocaba el violín, y Pilar, la hermana de Tomás Pelayo, tocaba el piano. Una vez cantamos la misa de Perossi y Luis nos acompañó con el violín».

En cuanto a San Sebastián, su famosa playa ofrecía inmejorables oportunidades para investigar los misterios y los encantos del cuerpo femenino. Buñuel recuerda en Mi último suspiro que en las casetas de baño era fácil escrutar por un discreto agujero, practicado ad hoc, a las mujeres que se desnudaban al otro lado, y que éstas contraatacaban introduciendo en el pecaminoso orificio uno de los largos alfileres de sombrero entonces de moda. ¡Un auténtico peligro para las pupilas de los mirones! Para protegerse los chicos colocaban un pedacito de vidrio en el hueco. El cineasta diría que aquellos alfileres de San Sebastián inspiraron la divertida secuencia del ojo de la cerradura en Él.

Aprendiz de músico y hombre de teatro

A principios de abril de 1915 Luis estuvo otra vez en Calanda, como todos los años, para pegarle fuerte al tambor en el prodigioso maratón sonoro de veinticuatro horas que arranca al mediodía en punto del Viernes Santo. Metódico como siempre, llevó consigo su calendario escolar. Lo que más llama la atención es la entrada correspondiente al 1 de abril, Jueves Santo: «Toqué el violín por la noche en el miserere».

Conchita Buñuel alegaba que fue hacia los 13 años cuando, enloquecido con el instrumento, su hermano había empezado a tomar clases. Por Mi último suspiro sabemos, además, que en Calanda pertenecía a un «coro musical» de siete u ocho aficionados, entre ellos el rector del colegio de los escolapios en Alcañiz (que tocaba el contrabajo), y que dieron una veintena de conciertos en la localidad y sus alrededores.

Por todo ello no es extraño que, unos años después, creyera tener vocación de músico profesional, vocación a la cual se opondría con energía el padre.

Habría que añadir que Luis no podía ser indiferente ante el fenómeno de la jota, tan profundamente arraigada en el subconsciente de los aragoneses como el flamenco -con el que tiene un reconocido parentesco- en el de los andaluces. Apenas hay ocasión festiva aragonesa en que no brote espontánea o bailada o ambas a la vez-, sobre todo en el campo. En Calanda, tierra de olivos variedad empeltre cuyo aceite, a juicio del Buñuel posterior, era el más fino de España, había una variante, hoy perdida, que se conocía como «jota olivarera» y se cantaba durante la recogida de la aceituna. En los olivares de su padre la escucharía muchas veces. Era «dulce, melodiosa y delicada», contrastando con las notas «vibrantes y recias» de la jota convencional.

Otra variante del cante aragonés por antonomasia, no aludida en sus entrevistas o escritos (tal vez por el repentino pudor que a veces le asaltaba) es la llamada jota guarra o bestia o de picadillo, cuyas letras son únicas -dentro del inmenso corpus de la música popular española- por su divertida, si bien cruda, a veces crudísima, salacidad. Según José Repollés, a Luis le encantaban, como no podía ser de otra manera.

El joven Samuel Beckett, por no se sabe qué proceso de ósmosis literaria, estaba al tanto de una de las más llamativas jotas guarras, reproducida, para asombro de Camilo José Cela, en More Pricks than Kicks (1934):

No me jodas en el suelo
como si fuera una perra
que con esos cojonazos
me echas en el coño tierra.

Una copla en la misma línea, no citada por Beckett pero cabe suponer conocida de Luis, reza así:

Tú preñada y yo en la cárcel,
ahora sí que estamos bien:
tú no tienes quién te meta,
yo no tengo quien me saque.

Buñuel recordaba otro canto tradicional de su tierra calandina, el de la Aurora, oído muchas veces durante su infancia, entre sueño y vigilia, desde la cama. Lo entonaban cada verano los muchachos que recorrían las calles en plena noche para despertar a los segadores, que tenían que empezar su dura faena antes de la salida del sol. «Canto magnífico, mitad religioso y mitad profano, venido de una época ya lejana -rememoró-. Aquel canto me despertaba en plena noche en la época de la siega. Después volvía a dormirme.»

Alma musical la suya, sin duda.

Y teatral, gracias en primer lugar a la liturgia católica. Alicia Buñuel (dos años menor que Luis) dijo que su hermano, cuando era pequeño, «se pasaba la vida vestido de cura y diciendo misa arriba, en un granero». Y Leonardo (nacido en 1909) que improvisó un altar y una casulla «hecha con tela de colchón y una estela dorada». Alicia, María y Conchita y una mescolanza de primos y amigos tenían la obligación de asistir, a guisa de feligreses, a aquellas misas. La afición a disfrazarse de cura (o monja) no abandonaría a Luis en décadas.

También tenía un retablillo, comprado por los padres, según Conchita Buñuel, en una de sus frecuentes visitas a París y cuyos personajes de cartón pintado, que no medían más de diez centímetros, se movían por alambres.204 Manuel Mindán Manero cuenta que aquellas sesiones, con guion original de Luis o cogido de algún libro, terminaban a veces con otra de «sombras chinescas». Entonces el novel director descorría las cortinas, colocaba en su lugar una sábana tensa, «y desde el fondo de la alcoba proyectaba sobre ella luz de una linterna mágica; unas veces combinaba imágenes que daban como resultado un conjunto absurdo o grotesco; otras veces, superponiendo sombras de objetos interpuestos entre la linterna y la sábana, conseguía resultados inesperados».

Un día sentó detrás de la sábana a un niño de nombre Pepe Sauras -siempre había algún representante de la numerosa familia Sauras en los espectáculos de distinta índole organizados por Luis-, y le empezó a recriminar por su torpeza en clase. No había más remedio, ¡tenía que abrirle la cabeza para ver qué impedimenta llevaba dentro! Coger escoplo y martillo y empezar la intervención fue todo uno. Al ir apareciendo las imágenes en la sábana daba la impresión de que al pobre Pepe le hacía el cirujano improvisado un amplio agujero en pleno cráneo. Luego Luis fue sacando fuera las cosas que allí encontraba -trapos, esponjas y objetos por el estilo-, después de lo cual no quedaba más que coserle la testa al paciente y anunciar que la operación había terminado con éxito. ¡En adelante Pepe podría estudiar con provecho, liberada su cabeza de tanto lastre!

Mindán Manero descubrió que Luis no tenía inconveniente «en dar un susto mortal con tal de llevar a cabo una de sus originales travesuras». Una de éstas consistió en vestirse de cura una noche -con la sotana, el manteo y la teja del tío Santos Cerezuela- y bajarse a dar una vuelta por el pueblo así disfrazado. Por aquellos días se había escapado de Alcañiz un cura loco. Quizá lo sabía Luis, quizá no. De todas maneras, al pasar delante de una mujer que, sentada delante de una puerta, llevaba un niño de pecho en brazos se lo arrebató y se fue con el mismo. La reacción de la madre fue histérica. Al darse cuenta de la enormidad de lo que hacía, el disfrazado le devolvió el crío, disculpándose: «¡María, María, que soy yo, Luis; que sólo era una broma!».

José Repollés relataba que, a raíz de aquella travesura, el joven Buñuel tuvo problemas con la Guardia Civil. Y en otras ocasiones algo posteriores. En una de éstas, cuando cazaba zorros con su amigo Pedro Sauras, con un pañuelo «estilo baturro» atado en la cabeza y rifle al hombro, la Benemérita lo confundió con un bandido escapado y lo detuvo. No era sorprendente porque, como dice Repollés, Luis tenía «facha» de facineroso... y ganas de provocar.

Los reos fueron llevados a la casa cuartel del pueblo de La Ginebrosa, situado al pie de la sierra del mismo nombre, sin que Buñuel dijera nada, y allí, ante la claudicación de Sauras, se descubrió el error cometido. El cineasta no olvidaría nunca sus roces con los civiles, y los resucitaría con jolgorio en su filmografía. No faltaría tampoco en ella algún cura desquiciado; por ejemplo, con el que tropiezan, camino de Santiago de Compostela, los dos peregrinos de La Voie Lactée (La Vía Láctea).

Ahora que ha salido a relucir el pueblo de La Ginebrosa señalemos que a Buñuel le gustaría achacar su afición a la ginebra-que se extrae del enebro (juniperus)- al hecho de haber nacido cerca de una sierra donde prolifera el benévolo arbusto.208 Sierra, además, en cuya falda septentrional se encuentran las ruinas de un impresionante monasterio de carmelitas descalzos abandonado a mediados del siglo XIX a raíz de la desamortización de Mendizábal y conocido popularmente como El Escorial de Aragón. Cabe pensar que el Desierto de Calanda -los carmelitas solían designar «desiertos» las soledades donde levantaban sus conventos, lejos del mundanal ruido- sería objeto de excursiones, y quizá alguna aventura, durante la infancia del futuro cineasta.

Volviendo a los juegos dirigidos por el primogénito mandón -a quien más adelante, con la llegada del fascismo italiano, su hermana Alicia le pondría el apodo de Mussolini-, también los había en que el resto de la prole se solía llevar la peor parte. En el entretenimiento designado Cafés, por ejemplo, donde Luis, haciendo ahora el papel de barman, les servía unos brebajes repugnantes que les obligaba a tragar so pena de algún castigo peor.

Teatro, ópera... y más cine

Gracias a los apuntes del Buñuel adolescente en los dos calendarios escolares que han sobrevivido, sabemos que ya para finales de 1914 frecuentaba con asiduidad los teatros y los cines de Zaragoza. Aquel diciembre acude al lujoso Salón Doré (inaugurado dos meses antes en el paseo de la Independencia, número 14, muy cerca de su casa) para ver Salambó, según un anuncio de la prensa «el triunfo más grande de la cinematografía», y una cinta que garantizaba emociones fuertes, Aventuras extraordinarias de Saturnino Farandola en sus viajes a las cinco o seis partes del mundo, países conocidos, así como a los desconocidos; no se pierde el espectáculo ecuestre que se está ofreciendo en el Circo; y en Parisiana disfruta con dos comedias: La alegría del vivir (de Antonio Paso y Joaquín Abati) y Los gansos del Capitolio (de Emilio Mario y Domingo de Santoval).

A mediados del mes se inaugura en el teatro Principal, donde como hemos dicho los Buñuel tienen palco, una temporada de la compañía dramática dirigida por Francisco Morano. Después de pasar las vacaciones en el pueblo Luis acude once veces al coliseo, donde, entre otras obras de menor calado, ve dos de Calderón de la Barca -La vida es sueño y El alcalde de Zalamea- y el drama romántico del duque de Rivas Don Álvaro o la fuerza del sino.

A los zaragozanos les encandilan la ópera y la zarzuela, y Luis, llevado por su padre a partir de los 13 años,213 no es una excepción a la regla. En febrero y marzo de 1915 la temporada de Carnaval en el Principal corre a cuenta de una compañía que acaba de cosechar grandes éxitos en Madrid. Sus primeras figuras son el famosísimo barítono Emilio Sagi Barba y la tiple Rosario d'Ori. Buñuel apenas se pierde una obra: Margot (de Gregorio Martínez Sierra y Joaquín Turina), La Favorita y Lucía de Lammermoor de Donizetti, el Fausto de Gounod (dos veces), Rigoletto, La sonámbula de Bellini, El barbero de Sevilla y Carmen. Tampoco falta al beneficio, la última noche, de la D'Ori, quien, según el Heraldo de Aragón, «con su belleza, donaire, su voz angelical y su arte exquisito se ha captado unánimes simpatías entre nuestros dilettanti, que la han proclamado como su diva favorita».

Luis también patrocina durante estos dos meses Parisiana, donde un artista multifacético llamado Donnini asombra al público con sus transformaciones y sus ventriloquias. Tal frecuentación de teatros, que coincide con los considerables fastos del carnaval zaragozano, es acicate para que el futuro director de cine dé rienda suelta a su ya empedernida afición a salir a la calle enmascarado. En su calendario escolar correspondiente a enero y febrero de 1915 encontramos, sucesivamente, las siguientes anotaciones: «Me vestí de Bohemio» (después de ver la obra de teatro Raffles), «Me disfracé de Pierrot», «Me disfracé de dominó el lunes», «Me disfracé de cazador» y, otra vez, «Me disfracé de Pierrot». Tanta actividad nocturna no le impide tocar el violín en casa de su amigo Tomás Pelayo o de su tía Felisa, ni seguir acudiendo, como suele hacerlo, a la Fuente de la Salud, balneario y lugar de esparcimiento situado Huerva arriba en las afueras de la ciudad. A veces lo hace en bicicleta. Al mismo tiempo cumple con sus obligaciones de buen alumno del colegio del Salvador. Recibimos la impresión de un joven dotado de tremenda vitalidad a quien todo le interesa, empezando, quizá, con su físico personal (el 22 de febrero consigna que, para celebrar su cumpleaños, se ha afeitado y se ha cortado el pelo).

Por lo que le tocaba al cine, cuesta trabajo creer que no se apresurara a ver la cinta El esplendor de Rocambole, estrenada con gran éxito en marzo (en el Ena Victoria), y aún más que se perdiera, en el Salón Doré, Nelly, la bailarina de la taberna negra, protagonizada por la diva italiana Francesca Bertini.217 Se trataba, según el cineasta, de «la Greta Garbo de su época», a quien en Mi último suspiro le parece ver todavía «retorcer llorando el cortinaje de su ventana».

La Bertini no era la única actriz italiana que suscitaba entonces el fervor de los zaragozanos, pues casi tan populares son Lydia Borelli y Pina Menichelli.

Buñuel recordaba haber visto por la misma época cintas del prolífico cómico francés Max Linder, así como «las sentimentales y ajetreadas aventuras» de Lucille Love y el Conde Hugo (Grace Cunard y Francis Ford), cuyos seriales hacían furor.219 Entre ellos La moneda rota, evocada por Ramón J. Sender en su novela autobiográfica La «Quinta Julieta». Hugo, según el narrador de ésta, «era un atleta que repartía una notable cantidad de puñetazos para salvar de situaciones arriesgadas a la heroína». El serial emocionó durante el invierno de 1915-1916 a unos cincuenta mil espectadores de la capital aragonesa.

Otros dos no olvidados por Buñuel eran los popularísimos Judex y Fantômas.

El 15 de abril de 1915 apuntó en su calendario que, después de un paseo con Tomás Pelayo, había ido al cine, sin especificar el título de la película.222 Aquella noche el Doré proyectaba La carrera de la gran rueda, en la cual, según anunciaba el Heraldo de Aragón, «una abnegada e intrépida mujer realiza el más estupendo ejercicio que haya sido registrado por la cinematografía». «Jamás se ha visto un espectáculo tan lleno de emociones como el que se produce en esta película», aseguraba el diario. Parece lícito inferir que era la cinta que viera aquella tarde el joven Buñuel: un Buñuel ya contagiado por el entusiasmo que iban suscitando las carreras de coches.

La vida se aceleraba entonces a un ritmo vertiginoso, ciertamente, espoleada por la Gran Guerra. Los periódicos españoles estaban repletos de información acerca del fenómeno y llevaban a menudo reportajes sobre los últimos raids aéreos, efectuados al margen de la contienda. Por otro lado, Henry Ford ya había lanzado al mercado su Ford modelo T, que no tardaría en hacerse celebérrimo. En Mi último suspiro Buñuel cree recordar que en 1908 sólo había un automóvil en toda Zaragoza, y que en Calanda el primero no llegó hasta 1919, comprado por un tal Luis González, «hombre liberal, moderno e, incluso, anticlerical» (se trataba del alcalde del pueblo).224 Es difícil creer que Leonardo Buñuel resistiera por mucho tiempo la tentación de adquirir un automóvil, tanto por la utilidad del invento en sí cuanto por su valor como nuevo y potente status symbol. Según José Repollés, se hizo pronto, de hecho, con su primer coche: un Renault comprado en Zaragoza al poeta Alberto Casañal y pilotado por Campos, su mayordomo.

«Vehículo que, por cierto, un día», añade, «yendo Luis con el tal Campos, pues se les metió una avispa. Total, que volcaron. Por un milagro se salvaron». ¿Es fiable el testimonio? No lo sabemos. Sólo que los coches iban a ser una de las pasiones de Luis Buñuel.

Si al joven de 15 años le gusta acudir a los cines y a los teatros de Zaragoza, los calendarios escolares revelan que también frecuenta con sus amigos cuatro conocidos establecimientos de esparcimiento social: el Olivan Bar, la famosa cafetería Ambos Mundos (situada frente a su casa en el paseo de la Independencia), El Mercantil y El Moderno. El 21 de abril de 1915, después de acudir al primero, va otra vez al cine, probablemente para ver un episodio de El tres de oros, cuyas entregas se proyectaban entonces en el Ena Victoria y el Salón Doré.

Disciplina, rebeldía

La afición de Buñuel a las armas de fuego empezó temprano y sería vitalicia. «Me cogieron el revólver», apuntó el 1 de diciembre de 1913 en su calendario escolar.228 ¿Un revólver a los 13 años? Era, según Mi último suspiro, un pequeño Browning que siempre llevaba encima, por supuesto de manera encubierta (y hay que suponer que sin balas). Un día lo utilizó para alejar a dos «golfos» que se metieron con él y un amigo. Quizá fue el episodio apuntado en su calendario escolar el 2 de mayo de 1915, cuando el gánster en potencia y sus compañeros Ventura y Sauras habían reñido, tras una excursión a la Fuente de la Salud, con, precisamente, «unos golfos».

Es posible que «Ventura» fuera Rafael Sánchez Ventura, aragonés por los cuatro costados nacido en Zaragoza en 1895, hijo de una familia muy acomodada propietaria del Casino Montes Blancos, amante de los Pirineos (su madre era de Huesca), algo pianista, algo poeta, ingenioso, socarrón, atraído por el anarquismo (tan arraigado en la capital maña), «dominador de lo agrio de la palabra» y esporádico colaborador y compañero de Luis, en España y fuera, a lo largo de cinco décadas.

En cuanto a «Sauras», parece imposible identificarlo a estas alturas dada la extensión de aquella familia calandina tan vinculada, incluso por enlaces matrimoniales, con los Portolés.

A veces Luis cogía la pistola grande de su padre y hacía prácticas clandestinas de tiro en el campo, utilizando a su amigo Tomás Pelayo como versión zaragozana del hijo de William Tell.231 Un día se disparó a sí mismo, torpemente, un tiro en la mano y, según contaba su hermana Alicia, empezó a exclamar: «¡Virgen del Pilar, sálvame! ¡Virgen del Pilar, sálvame!».

En su apego a la Pilarica, así como en su tozudez y su socarronería, Luis era buen calandino y buen aragonés. En 1908, nada más ingresar en el colegio del Salvador, había sido admitido en la Congregación mariana, reservada para alumnos que «se comprometían, bajo la advocación de la Inmaculada Concepción, a un especial cultivo espiritual».233 «Pertenecí a la Congregación mariana e incluso formé parte de la Junta (con la medalla oval de la Inmaculada y la cinta ancha con los colores azul y blanco)», recordaba, orgulloso, en 1966.234 La ternura que nunca dejó de merecerle la Virgen quedaría hermosamente reflejada años después, casi se podría decir inmortalizada, en La Vía Láctea.