Primo Levi, escribir tras Auschwitz
Deportados . Aniversario *
Pasados diez años desde la liberación de los Lager, resulta triste y significativo tener que constatar que, al menos en lo que concierne a Italia, el asunto de los campos de exterminio, lejos de haberse convertido en historia, se encamina al más completo olvido.
Resulta superfluo, en este lugar, recordar las cifras; recordar que se trata de la más gigantesca masacre de la historia, en tan gran medida que prácticamente redujo a cero, por poner un ejemplo, la población judía de naciones enteras de la Europa oriental; recordar que, si la Alemania nazi se hubiese hallado en condiciones de llevar a término su plan, la técnica experimentada en Auschwitz y en otros lugares se hubiese aplicado, con la consabida seriedad de los alemanes, a continentes enteros.
Es delicado, hoy, hablar de los Lager. Uno corre el riesgo de ser acusado de victimismo, o de amor gratuito por lo macabro, en la mejor de las hipótesis; en la peor, de mentir simple y llanamente, o quizá de atentar contra el pudor.
¿Puede justificarse este silencio? ¿Debemos tolerarlo nosotros, los supervivientes? ¿Deben tolerarlo aquellos que, fulminados por el espanto y el rechazo, asistieron, entre golpes, insultos y gritos inhumanos, a la marcha de los vagones precintados, y, años más tarde, al regreso de los poquísimos supervivientes, quebrantados en cuerpo y espíritu? ¿Es justo que se considere cumplido el deber de prestar testimonio, deber que hasta hace poco se percibía como una necesidad y como una obligación inaplazable?
Sólo puede darse una respuesta. No es lícito olvidar, no es lícito callar. Si nosotros callamos, ¿quién hablará? No por cierto los culpables y sus cómplices. Si faltase nuestro testimonio, en un futuro no lejano las proezas de la bestialidad nazi, por su propia enormidad, podrían quedar relegadas al mundo de las leyendas. Hablar, por tanto, es preciso.
Y sin embargo prevalece el silencio. Es un silencio que es fruto de una conciencia insegura, o incluso de la mala conciencia; es el silencio de quienes, viéndose incitados o forzados a expresar un juicio, tratan por todos los medios de desviar la discusión, y sacan a colación las armas nucleares, los bombardeos indiscriminados, los juicios de Nuremberg y los problemáticos campos de trabajo soviéticos: argumentos en sí mismos no faltos de peso, pero del todo irrelevantes si se pretende dar con ellos una justificación moral a los delitos fascistas, los cuales, por su forma y extensión, constituyen un monumento de una crueldad tan extrema que no tiene parangón en toda la historia de la humanidad.
Pero no estará fuera de lugar señalar otro aspecto de este silencio, de esta reticencia, de esta evasión. Que se calle en Alemania, que se callen los fascistas, es natural, y en el fondo no nos resulta desagradable. Sus palabras no nos sirven para nada, nada esperamos de sus risibles tentativas de justificación. ¿Pero qué decir del silencio del mundo civil, del silencio de la cultura, de nuestro propio silencio, ante nuestros hijos, ante los amigos que regresan de largos años de exilio en lejanos países? Este silencio no se debe solamente al agotamiento, al desgaste de los años, a la normal disposición del "primum vivere". No es debido a la vileza. Vive en nosotros una instancia más profunda, más digna, que en muchas circunstancias nos aconseja callar sobre el Lager, o cuando menos atenuar, censurar las imágenes, aún muy vivas en nuestra memoria.
Es vergüenza. Somos hombres, pertenecemos a la misma familia humana a la que pertenecían nuestros verdugos. Ante la enormidad de su culpa, también nosotros nos sentimos ciudadanos de Sodoma y Gomorra; no logramos sentirnos ajenos a la acusación que un juez extraterreno, basándose en nuestro propio testimonio, elevaría contra la humanidad entera.
Somos hijos de aquella Europa donde está Auschwitz: hemos vivido en el siglo en el que se ha torcido la ciencia y que ha alumbrado las leyes raciales y las cámaras de gas. ¿Quién puede estar seguro de que es inmune a la infección?
Y aún queda algo que decir: cosas dolorosas y duras que no sorprenderán a quien haya leído El silencio del mar** Es vanidad llamar gloriosa a la muerte de las innumerables víctimas de los campos de exterminio. No era gloriosa: era una muerte inerme y desnuda, ignominiosa e inmunda. Ni es honorable la esclavitud; hubo quien supo soportarla y salir indemne, excepciones que es preciso considerar con reverente estupor, pero la esclavitud es una condición esencialmente innoble, fuente de una degradación casi irresistible y de un naufragio moral.
Está bien que se digan estas cosas, porque son ciertas. Pero que quede claro que ello no significa reunir a víctimas y asesinos: ello no atenúa sino que agrava mil veces la culpa de fascistas y nazis. Han demostrado para todos los siglos por venir que yacen latentes en el hombre, después de milenios de vida civil, insospechadas reservas de crueldad y locura, y es ésta una obra demoníaca. Han trabajado tenazmente para crear su gigantesca máquina generadora de muerte y de corrupción: no es concebible un delito mayor. Han construido su reino con insolencia, sirviéndose de los instrumentos del odio, de la violencia y de la mentira: su fracaso es una advertencia.
* En "Torino", XXXI, núm. 4 (abril de 1955), número especial dedicado al décimo aniversario de la Liberación, pp. 53-54; una versión más breve en "L'Eco dell'educazione ebraica", número especial para el décimo aniversario de la Liberación, abril de 1955, p. 4.
** Novela publicada en Francia en 1946 bajo el pseudónimo de Vercors (Jean Bruller) en la que se da vida a un resistente francés que regresa a casa al término de la guerra después de haber sobrevivido en un campo de exterminio.