Diez (posibles) razones para la tristeza de pensamiento
Hasta donde sabemos, hasta donde podemos «pensar el pensamiento» -volveré sobre esta frase poco elegante-, el pensamiento es ilimitado. Podemos pensar en algo, acerca de algo. Lo que hay fuera o más allá del pensamiento es estrictamente impensable. Esta posibilidad, en sí misma una demarcación mental, está fuera de la existencia humana. No tenemos ninguna prueba en su favor en ninguno de los dos sentidos. Se mantiene como una categoría oculta de la conjetura religiosa o mística. Pero también puede figurar en las especulaciones científicas, cosmológicas, en la concesión de que una «teoría del todo» está fuera y más allá del entendimiento humano. Así, podemos pensar/decir: «Este problema, esta cuestión sobrepasa nuestras capacidades cerebrales, en la actualidad o para siempre». Pero dentro de estos límites mal definidos, siempre fluidos y tal vez contingentes, el pensamiento no tiene fin, no tiene ningún punto de parada orgánico ni formalmente prescriptivo. Puede suponer, imaginar, jugar con (no hay nada más serio y, en ciertos aspectos, enigmático que el juego) algo sin saber si es, si podría ser otra cosa distinta.
El pensamiento puede imaginar una multiplicidad de universos con leyes científicas y parámetros totalmente diferentes de los nuestros. La ciencia-ficción genera semejantes «alternativas». Una conocida adivinanza lógica postula que nuestro universo tiene sólo un nanosegundo de antigöedad y que la suma de nuestros recuerdos es grabada en el córtex en el momento del nacimiento. El pensamiento puede teorizar que el tiempo tiene un comienzo o ninguno (se contiene un despótico sofisma en la resolución según la cual no tiene sentido preguntar por el momento antes del Big Bang). Puede producir modelos de espacio-tiempo limitado o infinito, en contracción o en expansión. La categoría de las contrafactuales -de las que las oraciones condicionales, optativas y de subjuntivo son la descodificación gramatical- es inconmensurable. Podemos negar, transmutar, «desdecir» lo más obvio, lo más sólidamente establecido. La doctrina escolástica según la cual la sola y única limitación a la omnipotencia divina es la incapacidad de Dios para cambiar el pasado es poco convincente. Podemos fácilmente pensar y expresar ese cambio. La memoria humana hace ese truco cada día. Los experimentos mentales, de los cuales la poesía y la hipótesis científica son destacadas representantes, no conocen límites. Ese humilde monosílabo let [supongamos que] que precede a las conjeturas y demostraciones en la matemática pura, en la lógica formal, representa la licencia arbitraria y la ilimitación del pensamiento, del pensamiento que manipula los símbolos como el lenguaje manipula las palabras y la sintaxis.
El pensamiento humano reflexiona sobre nuestra propia existencia. Sospechamos, aunque no lo sabemos con certeza, que los animales no pueden hacerlo, aun cuando los primates comparten con nosotros alrededor del noventa por ciento del genoma. Podemos elaborar modelos e idear expresiones matemáticas para la «muerte por sobrecalentamiento» de nuestro universo en virtud de la termodinámica de la entropía. O, por el contrario, podemos presentar argumentos en favor de la vida eterna, de la resurrección -un pensamiento espantoso- o mecanismos cíclicos de «eterno retorno» (como en Nietzsche). No sólo innumerables hombres y mujeres corrientes, sino también los engendradores de religiones, metafísicos como Platón y algunos psicólogos como Jung han rechazado el axioma del final, del cero psíquico después del fallecimiento corporal. El pensamiento puede vagar libremente por toda la gama de posibilidades. Puede, incluso antes de Pitágoras, apostar por las transmigraciones del alma humana. No hay, no puede haber prueba verificable ni de lo uno ni de lo otro.
La infinitud del pensamiento es un marcador fundamental, tal vez el marcador fundamental de la eminencia humana, de la dignitas de hombres y mujeres, como Pascal manifestó en palabras memorables («cañas pensantes»). Distingue lo que hay de señaladamente humano en el animal humano. Permite a los gramáticos de
nuestra lengua expresar el recuerdo y el futuro, aunque sólo raras veces nos detenemos a captar la fragilidad lógica del futuro verbal. El pensamiento supone el dominio del hombre sobre la naturaleza y, dentro de ciertas restricciones como la debilidad y las dolencias mentales, sobre su propio ser. Apoya la radical libertad para suicidarse, para detener el pensamiento de forma voluntaria y en un momento libremente fijado. Así pues, ¿por qué esa inevitable tristeza?
La infinitud del pensamiento es también una «infinitud incompleta». Está sometida a una contradicción interna para la que no puede haber ninguna solución. Nunca sabremos hasta dónde llega el pensamiento en relación con el conjunto de la realidad. No sabemos si lo que parece indefinido no es, en realidad, ridículamente estrecho e irrelevante. ¿Quién puede decirnos si buena parte de nuestra racionalidad, de nuestro análisis y de nuestra organizada percepción no se compone de ficciones pueriles? ¿Durante cuánto tiempo, para cuántos millones de personas fue plana la Tierra? Somos capaces, desde luego, de examinar y formular «cuestiones primordiales» -¿Cómo surgió el cosmos? ¿Tiene sentido nuestra vida? ¿Existe Dios?-. Este impulso a la interrogación engendra la civilización humana, sus ciencias, sus artes, sus religiones. Pero no hay nada que identifique más íntimamente a Marx con la inocencia de la Ilustración que su afirmación de que la humanidad sólo se hace preguntas para las que no habrá respuesta. Lo contrario es lo que más se acerca a la verdad. Es «Pilatos burlón». En frentes absolutamente decisivos no llegamos a ninguna respuesta satisfactoria, mucho menos concluyente, por inspirado y coherente que sea el proceso de pensamiento, ya sea individual o colectivo, ya sea filosófico o científico. Esta contradicción interna (aporia), esta destinada ambigöedad, es inherente a todos los actos de pensamiento, a todas las conceptualizaciones e intuiciones. Escuchad atentamente el tumulto del pensamiento y oiréis, en su centro inviolado, duda y frustración.
Éste es un primer motivo para el Schwermut, para la pesadumbre.