Schiller o la invención del idealismo alemán
Rödiger Safranski
13 abril, 2006 02:00Retrato de Friedrich von Schiller, de Gerhard von Kögelgen (1808-1809), Goethemuseum
Safranski ha sabido sintetizar del modo mejor el núcleo mismo de la inspiración artística, poética, filosófica y científica de Schiller. Y lo ha hecho, tal como corresponde al género biográfico, a partir del impulso vital nuclear del personaje tratado, el que gobierna su trayectoria biográfica. Se trata de uno de los más grandes dramaturgos del teatro europeo, que es también el influyente pensador que se halla en los orígenes mismos del idealismo alemán, y cuya impronta se graba de forma indeleble en figuras como Hülderlin, Hegel o Schelling.Schiller gobierna su vida -y su obra- a partir de la intuición inquebrantable de la libertad. De una libertad que puede llegar a determinar y dominar, a través de su concreción en la acción, el propio carácter. Y lo que es todavía más sorprendente y llamativo: el propio cuerpo. Schiller creía firmemente en que la libre disposición espiritual generaba y gestaba la propia naturaleza corporal. A partir de sus primeros estudios filosóficos y científicos, y sobre todo de su fecunda actividad como médico, anterior a su dedicación exclusiva a la literatura, advierte una correlación psico-física que, sin embargo, gravita en el espíritu (y en su capacidad para la libertad). El cuerpo es una criatura del espíritu. En él se encarna la Idea. La idea de libertad. Una idea genial, sorprendente (sobre todo en su recepción en nuestro contexto filosófico). A mi modo de ver, una idea verdadera.
El idealismo filosófico halla así, a partir de un itinerario riguroso, y en la experimentación en el más exigente terreno, el más expuesto siempre a falaces conclusiones materialistas -la práctica de la medicina, los estudios de los órganos corporales, la autopsia de los cadáveres- su mejor prueba. El propio cuerpo de Schiller, aquejado de enfermedades de latente gravedad, era una perspectiva privilegiada para poner a prueba, en el más difícil de los escenarios, su propia convicción.
ésta pudo expandirla en su propia vida, en el impulso tormentoso (Sturm und Drang) que le llevó a desafiar el poder principesco y a conquistar el corazón del público alemán y europeo con su teatro, con su poesía, con sus textos filosóficos y con sus investigaciones históricas. Esa fe en la libertad y en el espíritu fue también plasmada en sus dramas: a través de los grandes conflictos entre inclinación y deber, o entre iluminación carismática y responsabilidad moral. Así sucede en sus principales dramatis personae: Karl Moor (en Los bandidos), Fiesco (en la obra teatral con este nombre), Luisa Miller (en Intriga y amor, Kabale und Liebe), el Conde de Poza, Felipe II, su tercera esposa, el Gran Inquisidor, la Princesa de éboli y Don Carlos (en la obra de este nombre); Juana de Arco (en La doncella de Orleans); María Estuardo, Guillermo Tell (en las obras respectivas); Wallenstein (en El campamento de Wallenstein, Los Piccolomini y La muerte de Wallenstein).
Desde Los bandidos hasta Guillermo Tell, pasando por Don Carlos y por su obra maestra, la trilogía Wallenstein, se va recorriendo en este libro la vida y la obra de este gran escritor. Estamos ante una de las mejores biografías que se pueden recordar. Sabe descubrir, con intuición poderosa, el núcleo unitario vital del cual brota, en forma de razón seminal, el espléndido y frondoso arbor vitae en el que se sustenta la actividad literaria, filosófica y de historiador de Friedrich Schiller.
Safranski es un verdadero maestro de Alemania (título que dedicó a su magnífica biografía sobre Heidegger): un maestro de este género a veces poco valorado, y que en esta obra -espontánea y sencilla en su perfección- se supera a sí mismo. Nos había deleitado con la magistral obra sobre Heidegger (y con biografías de Schopenhauer y Nietzsche). En este libro alcanza, creo, su trabajo más maduro y perfecto, escrito al compás de la celebración del aniversario de la muerte de Schiller, hace ahora dos siglos. Una efeméride que debería despertar el interés, también en España, por la obra de este grandísimo escritor.
La polifacética obra del amigo de Goethe, con quien éste mantiene una importante correspondencia epistolar durante su estancia en Jena, cerca de Weimar, en los años finales de la corta vida del dramaturgo, filósofo, historiador y poeta, no se conoce bien en España. Se conoce más y mejor por sus espléndidas obras de estética filosófica, en la órbita kantiana (De la gracia y de la dignidad, Poesía ingenua y poesía sentimental, Cartas sobre la educación estética del hombre) que por sus estudios históricos sobre la guerra de los Treinta Años, sobre la insurrección de los Países Bajos contra el dominio español, o sobre los orígenes del monoteísmo antiguo. Incluso se conocen más esos tratados de estética filosófica que la imponente obra teatral de Schiller. Por desgracia nuestra no suele ser representada con la asiduidad intensa que merece, pese a que son, quizás, el más valioso legado clásico de la modernidad en el terreno del drama trágico (después de Shakespeare y de Racine, o de nuestro Calderón de la Barca).
Ha contribuido a ello, quizás, cierta campaña de la derecha cultural española tradicional, que ha visto en este grandísimo dramaturgo uno de los principales responsables de la leyenda negra (especialmente a través de su soberbio drama Don Carlos). O también el tinte germánico de sus obras. Así por ejemplo el escenario centroeuropeo de la gran conflagración mundial que tuvo por protagonista especial a Wallenstein, durante la guerra de los Treinta Años, y que puede parecernos quizás lejano, pese a que derivó de él nuestro declive político y espiritual, tras la Paz de Westfalia. También puede deberse al carácter interior -más afín al protestantismo que a nuestro alegre catolicismo (poco dado a la reflexión moral, o a la reflexión tout court)- de los escenarios íntimos que se descubren en los grandes personajes teatrales de este gran dramaturgo.
Nuestra cultura es, además, refractaria a todo idealismo. Estamos poco familiarizados con una cultura idealista de la libertad. Nuestra cultura española se suele hallar polarizada por extremos inconciliables: la más excelsa vía mística, o la locura quijotesca, y el realismo más ramplón (y menos mágico). Y eso sucede en arte, en religión, en literatura, en poesía, en teatro, en filosofía; en la moral y en la propia vida.
Un magnífico vendaval de idealismo de la libertad, unida a una intuición poderosa sobre los poderes naturales/ sobrenaturales de los grandes caracteres, transpiran estas obras teatrales excelentes de Schiller. También en sus más celebrados poemas advertimos ese élan poético, idealista y metafísico. Por ejemplo, en su Oda a la alegría (esa "centella del Elíseo") que Beethoven volverá eternamente famosa, y que en su "¡Abrazaos, millones!" pide y urge a la proclamación, junto a la igualdad y la libertad, del ideal de fraternidad. Estamos en la antesala misma de la Revolución Francesa.
Poco aficionados a ese teatro excelente que escenifica conflictos de deberes, o luchas entre libertad y necesidad, se conoce en nuestras latitudes esa obra dramática, sobre todo, a través de las grandes escenificaciones operísticas de los mejores compositores italianos de ópera del pasado siglo. Así sucede en medios melómanos, donde Schiller aparece como el inspirador operístico de Guillermo Tell (con el que Rossini pone punto final a su creación operística), o de María Estuardo (de Donizetti), o sobre todo de las múltiples óperas de Giuseppe Verdi basadas en argumentos schillerianos: Juana de Arco, Los Bandidos, Luisa Miller, Don Carlos. Para Verdi fue Schiller, junto con Victor Hugo y, sobre todo, Shakespeare el principal inspirador de algunas de sus mejores óperas.
Quizás sería la citada efeméride la ocasión de afrontar, también en las tablas españolas, algunos de estos grandes dramas de Schiller, que no han perdido en absoluto su significación dramática ni su interés estético y moral.