La guerra contra el cliché
por Martin Amis
30 octubre, 2003 01:00Martin Amis. Foto: Domenec Umbert
Martin Amis no sólo es uno de los más destacados y consagrados novelistas ingleses en activo: es también una de las más lúcidas mentes de la literatura en lengua inglesa. Anagrama publica estos días su colección de ensayos La guerra contra el cliché, del que El Cultural ofrece hoy en exclusiva a sus lectores un revelador ensayo titulado, de forma shackesperiana, "Demasiado he hollado el charco de sangre". Este ensayo sobre la violencia cinematográfica se incluye en un epígrafe que trata "Sobre masculinidad y asuntos relacionados" en el que la afilada mirada de Martin Amis se fija en personajes tan dispares como Thatcher, Lincoln, Hillary Clinton, Elvis Presley o Andy Warhol. No faltan tampoco las páginas dedicadas al pensamiento sobre la literatura anglosajona. Todo un lujo de claridad y lucidez.
Con anterioridad la violencia no era violenta. La gente habla con frecuencia, normalmente reprobándola, de la manera en que la violencia se ha vuelto "estilizada" en las películas. Pero la antigua violencia también lo era; sencillamente llevaba los suaves guantes de convenciones mucho más amables. En los cincuenta Nabokov aludió a la ineficacia, ya que no dejaban la más mínima señal, de aquellos puñetazos capaces de tumbar a un buey que se atizaban los vaqueros en las películas del Oeste, y a la rapidez con que se reponía el protagonista tras recibir una paliza que habría mandado a Hércules al hospital. Pocos de nosotros estamos en una posición que nos permita decir cuál de los estilos es más real: la invulnerabilidad caricaturesca de la antigua violencia o las no menos caricaturescas salpicaduras de sangre de la nueva. Nos imaginamos que la realidad yace en algún punto intermedio: que es menos dramática, menos coreográfica, y, sobre todo, más rápida. En la vida real la pelea media a puñetazos, por ejemplo, dura más o menos un segundo y consiste en un solo golpe. Al perdedor le queda la nariz rota, al ganador le queda la mano rota, y ambos se van como pueden a urgencias. Pero ¿se imaginan que el gran Stallone se incorporara a la cola en la unidad de trauma, y Chuck Norris recurriera a su botiquín de primeros auxilios? Sencillamente, no funcionaría.
¿Qué sucede, ahora, si reponen una de esas viejas películas y vemos de nuevo lo que en su día fue el colmo de la violencia? Mis primeras ideas claras y realistas de la mortalidad no proceden de la muerte de un pariente o una mascota, sino de la de Jim Bowie en El álamo (1960). El agónico alarido de muerte de Richard Widmark me atormenta todavía. También recuerdo mi audible "¡Ostras!" cuando vi a Paul Newman estrellar la culata de su rifle contra el espejo del Salón Okie, en Hombre (1967). ¿Y quién puede olvidar los variados tormentos que sufre Marlon Brando en La ley del silencio (1954), El rostro impenetrable (1961), y La jauría humana (1966)? (A Brando, famoso por exigir que se tenga en cuenta su opinión, como artista, en las películas que interpreta, debe de proporcionarle cierto placer ser golpeado.) Miremos de nuevo esas escenas y nos maravillaremos de nuestra anterior susceptibilidad. Parecen comedidas, en buena parte, porque lo son (no desde un punto de vista dramático, sino técnico), y también porque, en el ínterin, hemos bostezado y parpadeado durante treinta años de matanzas y escenas de casquería. En otras palabras, hemos quedado irreversiblemente insensibilizados. Macbeth -el Macbeth de Polanski- habla por nosotros cuando dice: "Demasiado he hollado/ el charco de sangre; si quisiera parar,/ retroceder sería tan tedioso como avanzar".
Es interesante que, en la vida real, la insensibilización es precisamente la cualidad que da a los violentos su poder: el de soportar la violencia. En los momentos que conducen a la violencia, los no violentos entran en un mundo lleno de situaciones desconocidas para ellos y que provocan su repugnancia. Los violentos lo saben. Esencialmente, llevan a los no violentos adonde ellos se sienten cómodos. Hacen que éstos dejen su casa, por así decirlo, para ir a la suya.
Cabe observar que la violencia cinematográfica tiene afinidades con el negocio de las armas, y, retomando una vieja frase, muy del agrado de la industria de armamentos nuclear, a menudo es consecuencia de la innovación tecnológica. Bullitt (1968) es merecidamente recordada por su persecución automovilística, la cual, por sorprendente que parezca, no ha sido superada, a pesar de los presupuestos más grandes, los motores más potentes y la actitud de ciertos actores, furiosamente profesionales y dispuestos a pasar años de su vida conviviendo con corredores de carreras y maniquíes utilizados para evaluar el impacto de los choques. Pero había en Bullitt otra escena de las que crean escuela: el asesinato de un tiro de escopeta del testigo protegido, el cual inicia la incomprensible trama. Súbitamente, se abre a patadas la puerta del lóbrego cuarto de hotel; el policía recibe un tiro en el muslo; la cámara se detiene en esta herida y luego gira hacia el chivato moreno, quien retrocede con las manos en alto y se sube al pie de la cama baja. Cuando se dispara la escopeta, sale volando por el aire y se estrella de espaldas contra la pared en medio de un estallido de gotas de sangre. Poco después de que se estrenara la película conocí por casualidad a su director, Peter Yates, y cuando lo interrogué sobre esa escena me explicó su mecánica: la bolsa de sangre, los cables de acero. En los viejos tiempos el actor que paraba una bala, sencillamente, aplastaba una bolsita de salsa de tomate contra la supuesta herida y ponía cara de indignación. Si se trataba del malo, rodaba por los suelos y cerraba los ojos decorosamente. Si se trataba del bueno, se enojaba mucho, y luego aseguraba a la rubia jadeante que la bala sólo le había hecho un "rasguño" o, mejor aún, una "herida superficial". Pues bien, después de 1968 ya no hubo más rasguños, ni heridas superficiales. Con la bolsa de plástico repleta de plasma accionada electrónicamente, los cables de acero, los arneses y demás, la muerte por un tiro de escopeta dejó de parecer algo de lo que uno puede recuperarse velozmente. En este contexto, la La lista de Schindler marca un progreso, o quizás un retroceso. Aquí el tiro de pistola a quemarropa a la cabeza provoca un chorro tubular de sangre seguido por una reverencia trágica en dirección al suelo casi tan de niña y tan teatral como el desmayo de Uma Thurman en Las relaciones peligrosas. Uno se siente seguro de que esta imagen fue el resultado de una investigación cuidadosa, parte del caparazón de verosimilitud que Spielberg necesitaba para ganarse su pasaje artístico al Holocausto. [...]
En general, la escalada de violencia en las películas de guerra no se cuestiona demasiado. Hasta los más melindrosos aceptan que el fondo natural lo conforma una crueldad mecanizada. Ello quizá sea consecuencia de la aceptación por la población civil del axioma de los halcones: "¿Qué esperaban? Es la guerra." Sabemos más y más sobre el horror y la lástima que inspira la guerra, pero aún necesitamos que nos convenzan de lo horribles y dignos de lástima que son, por ejemplo, los robos bancarios, el tráfico de drogas, los asesniatos en serie y las matanzas con motosierra. En la medida en que la violencia en la pantalla crezca como consecuencia de la innovación tecnológica, tenderá a imponerse cada vez más un sistema especializado de valores. Al igual que en la industria del armamento, el especialista, el experto asalariado, no nos brindará ninguna orientación moral. Lo que recibiremos es la explicación: "Todos los demás lo hacen." Y es que, cuando compite con el se-puede-hacer, el no-lo-hagamos quedará siempre en segundo término.
Con todo, los intelectuales de almacén de utilería que trabajan en lugares como Praxis y Visual Concept Engineering, así como los creadores de efectos especiales y animadores, son meros mercenarios: alguien tiene que querer esa particular distribución de la sangre derramada, esa simpática decapitación, ese sangriento destripamiento. Existe una confusa visión de Hollywood que la considera una amalgama de conglomerados industriales, expertos en marketing y ejecutivos dispuestos a todo para conseguir unos "objetivos" empresariales, los cuales se confabulan, a regañadientes, para ofrecer al público lo que éste cree que desea y necesita: más violencia. Pero las cosas no son así. Los "proyectos" circulan por la comunidad cinematográfica hasta que alguien con poder para llevarlos a cabo se vincula a ellos. Después los "desarrollan" guionistas, productores y directores, y luego los envían al piso de arriba, a los "jefazos", los, supuestamente, implacables ejecutivos que saben qué es lo que hay que hacer para ganar dinero. Pero lo que sucede allí es un misterio para todos, incluso para esos ejecutivos. Algunos proyectos salen adelante, otros no. "Las únicas películas que hacen", me dijo una vez un director, "son las que no pueden dejar de hacer." La decisión final, pues, sería el resultado del fatalismo, la vergöenza o la inercia; de intrigas de oficina, tal vez, pero no de una política determinada. De modo que la violencia es obra del director, o del autor. Las películas son violentas porque el talento de quienes las hacen lo quiere así.