Un día más con vida
por Ryszard Kapuscinski
11 septiembre, 2003 02:00Ryszard Kapuscinski. Foto: Quique García
Una capital africana cualquiera de un año cualquiera. Una ciudad sitiada que abandonan hasta los perros, y un europeo, un periodista, que decide permanecer mientras los demás huyen. El periodista se llama Ryszard Kapuscinski (1932), y recibe el mes que viene el premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades por su trabajo, "valiosos reportajes, agudas reflexiones sobre la realidad circundante y, al mismo tiempo, ejemplos de ética personal y profesional, en un mundo en que la información libre y no manipulada se hace más necesaria que nunca". Porque las suyas son historias esenciales, como la que narra en Un día más con vida (Anagrama), inédito en España hasta ahora y de próxima publicación. Es su libro más personal y literario. El mejor, para él. Sobre Angola (o Liberia, Etopía, Somalia, Nigeria...) Porque cambian los nombres, pero el escenario de muerte y miseria permanece. Porque áfrica sigue siendo un continente rico poblado por millones de seres paupérrimos y desesperados, con un fusil en las manos. Y Kapuscinski estuvo allí.
El movimiento de aquellos buques era para mí una importante fuente de información. Cuando el golfo se quedaba desierto, yo me empezaba a preparar para lo peor. Aguzaba el oído para comprobar si no se aproximaban los ecos del cañoneo de la artillería. Me preguntaba si no habría verdad en lo que se susurraban al oído los portugueses, a saber, que en la ciudad se ocultaban dos mil soldados de Holden Roberto que sólo esperaban una orden para desencadenar una masacre. pero en medio de estas inquietudes, los buques de nuevo volvían al golfo. A sus desconocidos tripulantes los saludaba yo, para mis adentros, como a salvadores: durante un tiempo habría silencio.
En la habitación de al lado se alojaban dos ancianos: el senhor Silva, comerciante en diamante, y su mujer, dona Esmeralda, que agonizaba víctima de un cáncer. Consumía sus últimos días sin auxilio ni posibilidad de salvación porque ya estaban cerrados los hospitales y los médicos se habían marchado. Su cuerpo, retorcido por el dolor, casi desaparecía en medio de un montón de almohadas. Me daba miedo entrar allí. Un día lo había hecho para preguntarle si no le molestaba que por las noches teclease en mi máquina de escribir. Su pensamiento emergió del dolor por unos instantes, sólo los imprescindibles para decir:
-No, Ricardo, a mí ya nada puede molestarme en mi viaje hacia el final. [...]
Enfrente de mí se alojaba una pareja joven: Arturo y María. él era funcionario colonial y ella,a una mujer rubia de ojos nublados y sensuales, tranquila y callada. Esperaban la hora de irse, pero antes debían cambiar el dinero angoleño por el portugués, cosa que se prolongaba durante semanas enteras, dadas las colas kilométricas ante los bancos. Nuestra camarera, una anciana amable y vivaracha, dona Cartagena, me informó con un susurro lleno de indignación de que Arturo y María vivían amancebados. O sea, igual que los negros, aquellos sujetos sin Dios del MPLA [Movimiento Popular por la Liberación de Angola]. En su escala de valores, tal cosa era el peldaño más bajo de la degradación y el envilecimiento del hombre blanco. Dona Cartagena también esperaba la llegada de Holden Roberto. No sabía dónde estaban sus tropas, y me preguntaba en secreto por las novedades. También me preguntaba si yo escribía acerca del FNLA en buenos términos. Yo le decía que sí, que entusiastas. Agradecida, siempre me dejaba la habitación limpia como los chorros del oro, y cuando ya no había nada para beber en la ciudad, me traía -imposible saber de dónde- una botella de agua.
María me tenía por un hombre que se dispone a suicidarse, porque le dije que me quedaba en Luanda hasta el Día de la Independencia de Angola, es decir, hasta el 11 de noviembre. En su opinión, para entonces no quedaría en la ciudad piedra sobre piedra. Todo el mundo estaría muerto y el lugar se habría convertido en un inmenso cementerio habitado por los buitres y las hienas. Me aconsejaba marcharme lo antes posible. Le aposté una botella de vino a que sobreviviría y que nos encontraríamos en Lisboa, en el elegante Hotel Altis, el 15 de noviembre a las cinco de la tarde. Llegué tarde a ese encuentro, pero en la recepción me esperaba una nota de María, diciendo que me había esperado y que al día siguiente Arturo y ella partían para el Brasil.
Todo el Hotel Tívoli estaba repleto hasta los topes, tanto, que recordaba nuestras estaciones de ferrocarril polacas después de la guerra, llenas de multitudes nerviosas o apáticas, y de bultos amontonados, atados de cualquier manera. Por todas parte olía mal, todos los rincones del edificio exhalaban un tufo ácido y una hediondez pegajosa y asfixiante. La gente sudaba de calor y de miedo. Reinaba un ambiente apocalíptico, como de espera de un exterminio. Alguien trajo la noticia de que por la noche bombardearían la ciudad. Otro se había enterado de que, en sus barrios, los negros afilaban los cuchillos para luego probar su eficacia en las gargantas de los portugueses. De un momento a otro iba a estallar una sublevación. ¿Qué sublevación?, preguntaba yo a unos y a otros para informar a Varsovia. Nadie sabía nada a ciencia cierta. Una sublevación y punto; ¿qué sublevación?, ya se vería cuando estallase.
El rumor agotaba a todo el mundo, tensaba los nervios y arrebataba toda capacidad de razonar. La ciudad vivía en un ambiente de histeria, temblaba de miedo. Las personas no sabían cómo arreglárselas con la realidad que ahora las rodeaba. Ignoraban cómo explicarla, cómo domarla. Los hombres se reunían en los pasillos del hotel y celebraban consejos de estado mayor. Los pragmáticos con los pies en la tierra eran partidarios de cerrar el hotel a cal y canto durante las noches. Los que tenían miras más amplias, y una capacidad de contemplar el mundo globalmente opinaban que se debía enviar un telegrama a la ONU pidiendo una intervención. Pero todo esto, como es costumbre en los países latinos, no llegaba a otro puerto que al de la discusión en sí. [...] Por la ciudad merodeaban, sembrando el terror, grupos armados de la policía política portuguesa, la PIDE; venían al hotel y preguntaban quién se alojaba en él. Actuaban con la mayor impunidad; en Luanda no existía poder alguno y ellos querían vengarse por todo: por la revolución de los claveles, por la pérdida de Angola, por sus carreras rotas. Cada vez que alguien llamaba a la puerta, para mí podía ser un mal presagio. Yo intentaba no pensar en ello, única manera de defenderse de situaciones así. [...]
El comandante Ndozi permanece de pie a la sombra de un mango frondoso. Se seca el rostro empapado de sudor. Ganar una batalla significa también un gran esfuerzo físico. Es como talar un bosque. Llama a un grupo de soldados y les ordena enterrar a los caídos. Los nuestros y los del enemigo pueden ser enterrados juntos: nada tiene importancia después de la muerte. Además, el proverbio dice: enemigos en la tierra, hermanos en el cielo. Pregunta si el vehículo ha llevado a Luanda a los heridos. No lo ha hecho porque el conductor espera el transporte de gasolina. Los heridos, tumbados sobre el camión, gimen suplicando auxilio. En el frente no hay un solo médico. Si la gasolina no llega pronto, la mitad de los heridos morirá desangrada. Luego, envía a un explorador en dirección a los ecos de un tiroteo: que compruebe si se trata de una escaramuza con el enemigo en retirada o si los muchachos disparan al aire celebrando la victoria. Cree que tontamente malgastan unas municiones que ya de por sí escasean. Mañana atacará el enemigo y le entregaremos la ciudad porque no tendremos con qué defenderla. [...]
Estamos en el inicio de la guerra y su destacamento sólo cuenta con un mes de vida. Ndozi lleva a sus espaldas años de lucha guerrillera pero la tropa que comanda es nueva, más aún, novata. El soldado bisoño tiene miedo de todo. Traído al frente, cree que la muerte lo acecha desde todas partes. Que todos y cada uno de los disparos no apuntan sino a él. No sabe definir la distancia ni la dirección del fuego. Así que dispara a discreción, con tal de tirar mucho y sin pausa. No busca que sus balas alcancen al enemigo, lo que busca es matar su propio miedo. Tira para acallar ese pánico que paraliza al hombre y no le permite pensar. Es decir, que no le permite pensar en lo que ocurre a su alrededor, en cómo ganar la batalla en que participa su destacamento, porque mientras tanto él se enfrenta a una batalla más importante: tiene que ganar la guerra contra su propio miedo.
Hoy mismo, durante un ataque, me he acercado a uno que, bazuca en mano, acribillaba al cielo. No apuntes al cielo, grito, apunta a esas palmeras que tienes delante, ellos están ahí. Pero veo en su rostro, gris, que no está para localizar a ningún enemigo, que no se enterará de nada de lo que se le diga porque está enzarzado en un combate a muerte con otro enemigo, no aquel que se agazapa tras las palmeras, sino el que está dentro de él mismo. Dispara porque quiere embriagar y entumecer sus sentidos, y una vez logrado ese letargo, sobrevivir al ataque del terror.
Los de los almacenes gritan: ¿Qué habéis hecho con las municiones? Les respondo que han sido gastadas en combate. ¿A cuántos habéis matado? A dos. ¿Media tonelada de balas para dos tristes muertos? Es que no había necesidad de matar a más. Debíamos ocupar la iudad y la orden ha sido cumplida. Nadie de la intendencia se toma la molestia de ir al frente para ver cómo lucha un soldado novato que no conoce la guerra. En plena noche el destacamento se aproxima al lugar en que se halla el enemigo. Justo al romper el alba abrimos fuego.
El soldado inexperto cree que ahora lo más importante consiste en hacer el mayor ruido posible. Dispara como un loco, a ciegas, porque sólo busca estruendo, quiere comunicar al enemigo qué fuerza tanpoderosa se le acerca. Es una forma de advertencia, un intento de causar en el adversario un miedo aún más grande que el nuestro. Y hay algo razonable en un proceder así, pues nuestro contrincante tampoco está familiarizado con la guerra, con el fuego, y, sorprendido por un tiroteo tan violento, se bate en retirada. [...]
Yo empecé a luchar hace diez años, en el destacamento del comandante Batalha. Fue en la Angola oriental. Tuvimos que aprender las lenguas de aquellas tribus y actuar de acuerdo con sus costumbres. Era la condición para nuestra supervivencia; de lo contrario, nos habrían tratado como a unos extraños que habían invadido su tierra. Y eso que todos somos angoleños. pero ellos no saben que este país se llama Angola. Para ellos, la tierra se acaba allí donde está el último poblado cuyos habitantes hablan de esa lengua que les resulta comprensible.
Y ésta es la frontera de su mundo. ¿Y qué hay más allá de esa frontera?, preguntábamos. Más allá de esa frontera, decían, empieza otro planeta, habitado por los nganguela, o sea, los no-hombres. Hay que guardarse muy mucho de esos nganguela porque son muchos, muchísimos, y hablan una lengua que no hay manera de entender y que les sirve para ocultar sus malas intenciones.
Todos nuestros enemigos se alimentan de la ignorancia del pueblo y pagan grandes cantidades para que la guerra entre tribus se prolongue hasta el infinito. Han sobornado a Holden Roberto para que convierta a los bakongos en el FNLA. Han sobornado a Savimbi para que convierta a los ovimbundu en UNITA. tenemos cien tribus y con ellos debemos formar un solo pueblo. ¿que cuánto durará? nadie lo sabe. Tenemos que desenseñarles el odio. Y empezaremos por introducir la costumbre de estrecharse la mano.
Es un país desgraciado, como desgraciadas son las personas cuyas vidas se empeñan en jugarles malas pasadas. A lo largo de los últimos doscientos años, los portugueses no pararon de organizar expediciones armadas con el fin de conquistar la totalidad de Angola. No ha habido paz. Durante quince años hemos estado batallando en una guerra de guerrillas. Ningún país de áfrica ha vivido una guerra tan larga. Ni ninguno ha sido tan destrozado. Nosotros, los guerrilleros, nunca hemos sido muchos. Además, una parte cayó en combate, otros se han ido a la comandancia o al gobierno. De los veteranos, en el frente queda sólo un puñado. Estamos dispersados por todo el país. Faltan hombres.
El ejército que tengo a mi mando está formado por muchachos traídos de la calle directamente al frente. deberían estar en la escuela, pero hemos cerrado las escuelas para tener un ejército, pues estamos obligados a defendernos. Esta guerra nos ha sido impuesta porque somos un país rico, poblado por cinco millones de habitantes pobres, analfabetos sumidos en el oscurantismo que no saben ni cómo manejar un cañón, ni siquiera sin retroceso, de 86 milímetros. Se creen que basta con veinte acrros blindados para seguir siendo dueños de nuestro petróleo y nuestro diamantes, y para devolvernos en un santiamén al lugar que nos toca.
No nos han dado tiempo para nada; tenemos un ejército recién formado, aún verde, que tiene que madurar para la guerra. A mí me dan lástima estos muchachos porque deberían madurar leyendo y escribiendo, para construir ciudades y curar enfermos. Y, sin embargo, tiene que madurar para matar. Tienen que madurar para que en nuestro bando haya cada vez menos tiroteos a ciegas y en el otro, cada vez más muerte. ¿Qué otra salida nos queda en una guerra que no deseábamos?