Antonio-Gamoneda

Antonio-Gamoneda

Letras

Arden las perdidas

24 abril, 2003 02:00

Antonio Gamoneda

Tusquets. Barcelona, 2003. 125 páginas. 11 euros

Antonio Gamoneda es un poeta necesario. Necesario por incómodo, por radical, porque con cada uno de sus textos, además de todo aquello a lo que nos obliga a enfrentarnos, plantea al límite cuanto la poesía tiene de desvelamiento posible, de construcción de un (des)conocimiento de uno mismo y del mundo.

La obra sucesiva de Gamoneda, ya desde Blues castellano pero sobre todo a partir de Descripción de la mentira y hasta esta nueva vuelta de tuerca que es Arden las pérdidas, más allá de su dificultad inmediata, de su complejidad, de su hermetismo, se nos impone como una mirada diferente edificada sobre la experiencia y que pone al descubierto toda la dialéctica interior, incierta, contradictoria pero inexorable, de la conciencia de la autenticidad frente a ese conglomerado en desorden que llamamos lo real y frente a la conciencia de la caducidad, siempre presente y núcleo central de este último libro.

En la antología Sólo luz (2000) Gamoneda se definía así: “Mi poesía, aun siendo prioritariamente autorreferente, adquiere su completo sentido cuando comporta un discurso inseparable de hechos interiorizados que han proporcionado cuerpo y carácter a mi vida (...) mi poesía (y quizá la de todos, quieran o no quieran) es el relato de cómo avanzo hacia la muerte. Un relato en el que son inseparables, porque son la misma cosa, la realidad y el símbolo”. Arden las pérdidas construye este renovado relato en cuatro secuencias estrictamente imbricadas (“Viene el olvido”, “Ira”, “Más allá de la sombra” y “Claridad sin descanso”), que trazan el argumento de una conciencia de lo vivido, historia personal y colectiva, enfrentado a la realidad corporal e intelectual del acabamiento.

“El resplandor está en la muerte”, decía el poeta en Descripción de la mentira, y ese resplandor es el que alumbra desde el principio la elegía diferente de estos textos en los que contexturas extrañas, desdoblamientos del sujeto y variaciones rítmicas del sentido permiten entrever, entre el frío engañoso de la certidumbre, frío de límites, la herida de esa conciencia de la imposibilidad y del error que traspasa toda su obra.

Enfrentando lucidez y locura, “atravesando olvido”, los retazos plásticos y a la vez abstractos de una intimidad recordada en que es recursivo el protagonismo de lo materno dan paso, al final de la primera sección, a “Ira”, que acoge la memoria rota de la violencia histórica (identificable con la guerra civil desde una lectura biografista) como interiorización de un dolor colectivo recobrado en los añicos de unos textos tensos y desnudos.

Vuelve, en “Más allá de la sombra”, lo más personalizado (“detrás de la oscuridad están los rostros que me han abandonado”) y con ello, nuevamente, la conciencia del error en el que la existencia resuena como “un grito negro, un alarido ante la eternidad”. La luz crepuscular de esta inscripción de la conciencia de la vejez, no más humillante que segura, se organiza, en los versículos distintos, más amplios e irracionalistas, de “Claridad sin descanso”, en una secuencia que va alternando la narración visionaria en pasado (“Vi” es el término anafórico unificador) con las reflexiones en presente que instalan el extrañamiento, la inquietud y el dolor de- finitivos.

Las preguntas sin respuesta se acumulan al concluir el libro para alcanzar, tras algunas constataciones memorables (“La verdad es un armario lleno de sombra”), una única y última afirmación: “la única sabiduría es el olvido”.

Estamos leyendo Arden las pérdidas y toda la escritura previa del autor vuelve a gravitar, fuera de su secuencia temporal, sobre el único argumento de la obra, ahora más estremecida, más acuciante, más estremecedora.