En la procelosa vida de Franz Kafka (1883-1924), prácticamente todo fue póstumo. Tras su muerte en el sanatorio Kierling (en las cercanías de Viena) provocada por una tuberculosis que le impedía ingerir alimentos, Kafka inició una milagrosa resurrección. Tan solo un año después se publicaba El proceso, relato, fábula, parábola, novela, que comenzó a escribir en los albores de la Gran Guerra en un momento de absoluta obsesión por lo jurídico que ensayaría en textos como La condena o En la colonia penitenciaria.
Póstumas fueron también El castillo, América (o El desaparecido) y, por supuesto, la gloria del inmenso escritor praguense, cuya tardía espoleta estalló no solo en el mundo literario. Su arrebatado existencialismo también llegó al teatro, con versiones de El proceso como las realizadas por André Gide junto a Jean-Louis Barrault, y Peter Weiss, esta última llevada a las tablas del Centro Dramático Nacional por Manuel Gutiérrez Aragón en 1979 con José Sacristán encarnando al réprobo Josef K.
Vuelve por tanto al CDN (a partir del 17 de febrero), con dirección y dramaturgia de su ex director Ernesto Caballero, uno de los títulos de Kafka más universales y probablemente con mayor vigencia de toda su obra. El director ya había explorado la relación del hecho teatral con las iniciativas judiciales en obras como Auto, La fiesta de los jueces (sobre El cántaro roto de Heinrich von Kleist) o el Juicio de Eichmann, de Karina Garantivá y Teatro Urgente, a partir de Eichmann en Jerusalén, de Hannah Arendt. Además de estos autores, Caballero ha tomado como punto de referencia para este montaje de El proceso clásicos como Las Euménides, texto fundacional donde se amalgaman la expresión teatral y la función de los procedimientos legales.
"El ciudadano occidental se ve sometido a procesos culpabilizantes por todo cuanto hace o deja de hacer, incluso por lo que realizaron sus antepasados". Ernesto Caballero
“En Esquilo –reconoce a El Cultural–, los dioses se manifiestan y comparecen junto a los mortales para instaurar un sistema jurídico democrático capaz de superar la espiral de violencia que conlleva la venganza tribal. En Kafka, la divinidad brilla por su ausencia. Tanto es así que se hace muy evidente su paradójica existencia, siempre desentendida de los seres humanos”.
Quizá por eso el director ha centrado buena parte de su dramaturgia en la parábola surgida de la conversación que Josef K. mantiene con el sacerdote de la prisión en una iglesia durante su libertad condicional. Exclamará el condenado, en el penúltimo capítulo de la novela, que la falsedad se erige en el fundamento del mundo.
“Efectivamente, hoy la mentira ya no es tanto una vergonzante infracción como una herramienta asumida sin complejos tanto en lo político como en lo social para lograr cualquier fin”, señala Caballero, que reconoce haber realizado algo parecido a una declaración testimonial en primera persona: “Hay una recurrencia en el mecanismo del ‘proceso’ que nos lleva a sospechar que todo el relato se desarrolla en el espacio mental del protagonista”.
Y nadie mejor para recrear ese “espacio mental” que un actor como Carlos Hipólito, un Josef K. “inteligente, dúctil y con una sorprendente capacidad para poner, como el resto de los actores, su talento individual al servicio del equipo. Su humanidad resuena en todos nosotros y nos procura un reconfortante sentimiento de autoindulgencia”. Felipe Ansola, Olivia Baglivi, Jorge Basanta, Alberto Jiménez, Paco Ochoa, Ainhoa Santamaría y Juan Carlos Talavera acompañarán a Hipólito en este “diálogo abierto y productivo” entre la literatura del escritor checo y el lenguaje teatral de nuestro tiempo, materializado, según el director, en un montaje poético, dinámico y coral: “Se trata de una tragedia con tintes cómico-grotescos que pretende resaltar cierta dimensión teológica del texto”.
No hubiese sido lo mismo el vía crucis de Josef K. en manos de Caballero sin la música de José María Sánchez-Verdú, sin la escenografía de Mónica Boromello, que, gracias a sus mamparas móviles, ha conseguido conectar la obra con el teatro itinerante medieval, o la iluminación y el vestuario de Paco Ariza y Anna Tusell, respectivamente. Todo, para dotar al magistral relato de Kafka de una “elocuente teatralidad” capaz de meternos en el asfixiante mundo de Josef K., víctima y a la vez responsable, sentencia Caballero, de su proceso: “Como ocurre con cualquier ser humano que decide conocer el sentido de su representación en el deslavazado teatro del mundo y que perece en el intento. Hay algo de heroico en este empeño por querer avanzar entre las sombras”.
Así es como El proceso llega hasta nuestros días. A través de constantes que siempre han acompañado al ser humano como la mentira, el existencialismo ante la muerte o el sentimiento de culpa. “Al igual que Josef K., hoy somos incapaces de interrumpir la arbitrariedad y la injusticia del ‘proceso’ en el que estamos sumidos debido al temor de quedarnos fuera del sistema. El ciudadano occidental se ve sometido a procesos culpabilizantes por todo cuanto hace o deja de hacer, incluso por lo que realizaron sus antepasados. ‘Procesos’ que, como se dice en la novela, constituyen en sí la sentencia impuesta. Las nuevas religiones laicas han sobredimensionado el concepto de culpa histórico-social. La cultura woke, por ejemplo, no es otra cosa que una kafkiana autoflagelación moral”, explica Caballero, que denuncia también en El proceso la inseguridad jurídica que padecemos con el “abstruso aparato burocrático-administrativo que nos constituye desde los tiempos de Felipe II”.
Atrapado irremisiblemente por el laberinto propuesto por Kafka, el espectador tendrá que afrontar la gran pregunta del relato: ¿Por qué? “No hemos venido aquí para decírselo. Regrese a su cuarto y espere. El procedimiento ya está iniciado. Se encuentra usted detenido”.