En Almacenados, la comedia de David Desola, aguardan todos los personajes a un camión que jamás llegará, que nunca descargará su mercancía de mástiles y astas. Calderón tenía toda la razón y la vida es solo un sueño, y los sueños, sueños son. Así, el Godot de Beckett que no aparece mientras Vladimir y Estragón conversan sobre el absurdo de la existencia; así, el autobús al que se espera y no llega en la gran comedia de Gao Singjian; así, los diálogos de Ionesco y Artaud que desconciertan en el teatro del absurdo, en el teatro de la crueldad, tras pisotear las huellas fugaces de Miller… Hasta que aparece el monstruo de la escena, José Sacristán, para que todo se entienda. Siempre ajeno a los rebuznos de ciertos críticos, los de la palabra achaparrada y letrinal, José Sacristán es el milagro de los panes y los peces sobre la escena. Recuerdo todavía deslumbrado Las guerras de nuestros antepasados, cuando escribí: “José Sacristán ha superado a Fernando Fernán Gómez. Es el mejor actor que pisa nuestra escena, con esa voz que descarga todos los matices, que modula los tonos, que ahonda en el pensamiento liminar”. El actor es la mesura en el ademán, la credibilidad en el matiz más pequeño, la espontaneidad del gesto, el dominio de la expresión corporal y del movimiento escénico. En El loco de los balcones fue capaz de explicar de la mano de Vargas Llosa en qué consistía el alma de madera desesperada de Lima, mientras acariciaba la balaustrada carcomida de uno de esos balcones que definen todavía la arquitectura limeña.
José Sacristán es el intelectual encarnado en la piel de un actor y, por eso, defiende vorazmente su independencia. Ahora, tan tarde, le han dado el Premio Nacional de Cinematografía. Podría citar yo cuarenta películas que fueron memorables, pero también una docena execrables. Todo lo que ha hecho en teatro, sin embargo, está en la cumbre y lo he escrito en infinidad de ocasiones. Hace ya medio siglo, cuando la dictadura franquista azotaba a España, me decían de José Sacristán: “Es un rojo”. La verdad es que yo me he pasado siempre y delicadamente por el forro de los dídimos la rojez de los artistas. ¿Qué importa que Alberti fuera rojo o no, que Neruda fuera rojo o no, que Guayasamín fuera rojo o no, que Luis Buñuel fuera rojo o no, que esa criatura frágil y sensible que se llama Ana Belén sea roja o no? Lo único que importa es cómo hacen su trabajo.
José Sacristán tendrá sin duda defectos. Todos los tenemos. Pero su balance personal resulta abrumadoramente positivo y así lo reconocen sus compañeros. Se caracterizó siempre por comprender, no por juzgar. Coherente con su ideología, vertebrada a la izquierda, ha señalado de forma invariable el éxito allí donde se produce. Tal y como están hoy las cosas, hay que ser muy independiente para declarar: “Prefiero tomar un café con Felipe VI que con Quim Torra”. Si las personas cercanas al Rey se lo hubieran comunicado ya, José Sacristán habría sido inmediatamente invitado a un almuerzo y a un café en el palacio de la Zarzuela. Tanto Don Felipe como la inteligente Doña Letizia disfrutarían mucho escuchando al mejor actor que pisa los escenarios españoles y que, además, trabaja en el cine y en la televisión.
Hace ya más de sesenta años, José Luis Alonso me alentó a que acudiera al Infanta Isabel a escuchar a un actor jovencísimo en El celador, de Alec Coppel. El prodigio se llamaba José Sacristán. Tanto tiempo después, cuando la vida se me escapa, puesto ya el pie en el estribo, recuerdo las palabras de Don Quijote a la compañía de Angulo el Malo: “…y mirad si mandáis algo en que pueda seros de provecho; que lo haré con buen ánimo y buen talante, porque desde muchacho fui apasionado a la carátula, y en mi mocedad se me iban los ojos tras la farándula”.