Ernesto Caballero dando indicaciones a Carmen Machi. Foto: David Ruano
Desde 2011 capitanea el Centro Dramático Nacional. Gasta un talante conciliador que aspira a la superación de la cansina dialéctica de las dos Españas. Su labor recuerda a la de un reformista ilustrado. Ha conseguido que el gestor no haya fagocitado al artista. Lo demuestra la cantidad de montajes que llevan su firma. Este viernes estrena La autora de Las meninas, una distopía que ironiza sobre los desafueros culturales de la nueva política.
Ha sido un recorrido sustancioso: experimental pero digerible, intelectual pero entretenido, ambicioso pero no engolado. A partir de este viernes, en el Valle-Inclán, ofrece otro capítulo: en La autora de Las meninas, protagonizada por Carmen Machi, pone en solfa (con mucha mordiente cómica) el sometimiento de la cultura a fines sociales predicado por la nueva política. De hecho, en su hilarante distopía los gobernantes del partido Puebloenpie han decidido vender Las meninas para sanear las arcas del Estado. En su despacho del María Guerrero, bajo la foto de su maestro José Estruch, trasluce su desencanto por este afán de mangonear al arte y repasa sus intensos años al frente del CDN.
Pregunta.- Detrás de esa disparatada decisión de malbaratar Las meninas hay una concepción de la cultura como un bien superfluo y elitista que usted parece denunciar.
Respuesta.- Sí, es que el arte no se puede regir por el utilitarismo social, que es legítimo, pero forma parte de un ámbito diferente al de la creación. Por eso algunas películas malas ganan Oscars, porque su discurso social es loable. Juzgar las obras por sus valores y ponerlas al servicio de causas políticas o sociales es muy peligroso.
P.- Porque se puede llegar a tildar un cuadro como Las meninas de ‘arte degenerado'. Así lo insinúa la directora del Prado en su obra.
R.- Exacto, sólo porque aparecen personas con discapacidades y porque refleja una estampa monárquica, que interpreta como una apología. La interrogación de los contenidos de las obras es una línea roja que no debiéramos traspasar. Primero porque priva a la gente de que haga sus propios juicios. Y segundo porque las grandes obras siempre relativizan, son metáforas muy ricas que no pueden interpretarse bajo la doctrinita de turno y cada época es cada época.
P.- El empeño por democratizar la cultura, un eslogan con el que a muchos políticos se les llena la boca, ¿ha bajado el nivel?
R.- Esto es una perogrullada pero ya hasta parece políticamente incorrecto: hay que democratizar el acceso y promover la igualdad para que cualquiera pueda desarrollarse como artista pero, traspasada una línea, se produce una aristocracia. Igual ocurre en el fútbol: no se puede comparar a Messi o Ronaldo con jugadores de regional. Yo he escuchado a estos paladines de la nueva política que todos los vecinos tienen derecho a subirse a un escenario, que es como decir que cualquiera que tenga vocación de cirujano tiene derecho a operar en la Paz.
P.- Existe el lugar común de que la izquierda tiene más sensibilidad hacia la cultura. ¿Qué tiene de cierto? ¿O de falso?
R.- Existe una derecha muy economicista, que busca la rentabilidad económica del arte. Pero también es cierto que la izquierda ha tenido muchas veces una concepción utilitarista de este, convirtiéndolo en propaganda o ideología. Probablemente por eso la cultura de izquierdas tiene poco humor. Entre ambos polos, existe un mundo inmenso. La buena cultura es al mismo tiempo progresista, porque abre nuevos caminos, y conservadora, porque preserva una tradición.
P.- Lo ideal sería poner barreras a los políticos que quieran mangonearla, ¿no?
R.- Los políticos deben procurar la felicidad de los ciudadanos, algo que se consigue con mayor libertad de elección, refinando el criterio, mejorando la convivencia, haciendo disfrutar del pensamiento... El arte da todo eso. Los directivos de Sillicon Valley, templo del economicismo, lo saben y apuntan a sus hijos a escuelas de humanidades. El crack indio que resuelve logaritmos a la velocidad de la luz ya no les vale, porque no tiene más referencias. Es una productividad que ha tocado techo. Y yo, si defiendo una causa, es precisamente la de poner en valor el patrimonio cultural de este país, que es riquísimo. Se dice que frente al independentismo en Cataluña no se ha opuesto un relato alternativo, y es verdad. Lo triste es que ese relato común, que cuenta nuestros logros y nuestras cagadas, está ahí.
P.- Como, por ejemplo, en El laberinto mágico de Max Aub.
R.- El día de la DUI lo estrenamos en un Romea a rebosar. Es una obra donde se pronuncia la palabra España seis o siete veces. Yo me senté en el patio de butacas y había una vibración tremenda. La gratitud al final fue extrema. Nos decían que necesitaban escuchar aquello desde hacía mucho tiempo, una apuesta por la convivencia. Es algo que se ha echado en falta en el conflicto.
P.- En su distopía, Europa es un mero ‘mercadillo de antigüedades' para fondos de inversión y países asiáticos. ¿Caminamos realmente hacia eso?
R.- Es una provocación y por tanto un aldabonazo. No creo que lleguemos ahí pero sí recuerdo que en lo peor de la crisis se empezó a hablar de privatizar ciertas zonas de la Acrópolis. Se disparó el tsunami economicista liberal. Y me acuerdo ahora del viejito que me contaba que toda su vida se había bajado en la estación de Sol y ahora se baja en la de Vodafone.
Carmen Machi en un momento de La autora de Las meninas. Foto: David Ruano
En el prólogo de la edición del CDN del texto de La autora, Fernando Doménech se hace eco de una profecía de Walter Benjamin: que el arte perdería su ‘aura' por la promiscuidad reproductiva. "Dio en el clavo", afirma categóricamente Caballero. "Creo que Benjamin fue también quien dijo que ese aura se traspasaría de la obra al autor. Felipe IV fue probablemente el que le pidió a Velázquez que incorporara en Las meninas una reivindicación del pintor como algo más que un artesano. Esa subjetividad alcanza su apogeo en el romanticismo y las vanguardias históricas la exacerban. Tal subjetividad es una conquista de la modernidad y está detrás de las constituciones occidentales. Fue un avance pero cuando se queda en el ensimismamiento produce monstruos, fantoches pagados de sí mismos. De estos se ven muchos en el arte".P.- Boadella le va a dar cera a Picasso en su ópera El pintor, al que culpa de la producción en cadena. ¿Merece realmente ser puesto en la picota?
R.- Entiendo la mordacidad de Boadella con el arte contemporáneo y la comparto en parte, pero aquí discrepo. No hay que confundir la facilidad con el resultado. Fueron las posvanguardias de los años 60 las que produjeron una retórica del rupturismo que no es imputable a Picasso. Para mí es el pintor del siglo XX.
P.- ¿Y qué le parecen la expansión de las vanguardias escénicas en ciudades como Madrid?
R.- El teatro debe renovarse a la fuerza porque debe seguir el ritmo de la sociedad. Es como una planta: si no la riegas, se queda tiesa. Si no hubiera experimentación, moriría. Pero, ojo, la experimentación mimética de cosas que ya se han hecho carece de interés.
Menos acción, más reflexión
Caballero fue renovado antes del verano para comandar el CDN tres años más, que se sumarán a los cinco que lleva ya al frente de la institución dramática. En esta prórroga quiere darle más cancha al teatro de ideas. Inconsolable, de Javier Gomá, fue una buena muestra. Esta temporada ha programado Voltaire/Rousseau, de Jean François Prevand. "Creo que la sociedad está madura para no disfrutar sólo de la acción sino también de la reflexión".P.- Esa reflexión siempre la ha aplicado en este tiempo sobre los problemas sociales y políticos del país. ¿Le duele España?
R.- Sí, me duele, pero no caigo en el abatimiento, ni en la actitud sombrona, tan española, porque hay muchas cosas que me entusiasman. Creo en este proyecto colectivo que viene de muy atrás. Creo en sus gentes y en sus obras y siento que aquí queda mucho por hacer. Más que dolor, siento ansiedad por sacar todo eso a relucir.
P.- ¿Se ve como un continuador del reformismo histórico español, trabajando desde su hábitat: las tablas?
R.- Sí, además tengo una obra donde me identifico con Moratín. El proyecto ilustrado todavía es posible, es un tren que podemos coger. Tenemos la capacidad de ponernos al día muy rápido. La Transición, con sus sombras y miedos, es un gran ejemplo de ello. Obras como La autora fustigan pero lo hacen porque creo que, si espabilamos y trabajamos juntos, en nuestra diversidad, podemos llegar muy lejos.
P.- ¿Y cómo ve un hombre que viene del teatro uf que ahora le hagan homenajes?
R.- Pues lo agradezco mucho. La verdad es que somos un país que nos relacionamos mal con el éxito. Para tenerlo debes disimular que eres un perdedor. Yo no digo que sea un triunfador, pero estos reconocimientos me hacen pensar que esa visión del español reacio a reconocer el logro ajeno es un mito de la leyenda negra y que se va a ir diluyendo.
P.- ¿Cómo ha conseguido que el gestor no fagocite al artista?
R.- Es algo que me propuse desde el principio. El INAEM me nombró porque aparte de mi experiencia como gestor era un creador. Haber sepultado esta condición hubiera significado faltar a mi compromiso. El tiempo, por otro lado, se crea. Yo en mis vacaciones de verano escribo, otros se van a jugar al golf. Y me divierto muchísimo. Aunque es verdad que todo esto te pasa una factura en la vida privada.
P.- Dice que es muy ambicioso en el arte, ¿cómo maneja la vanidad?
R.- Eso sí que es un arte. La vanidad es como el colesterol, hay uno bueno y otro malo. El bueno sería la autoestima, el convencimiento y la honestidad. Pero en este ámbito es muy fácil pasar al malo, poniendo énfasis en elementos superfluos y dejándote seducir por los cantos de sirena.
P.- ¿Piensa ya en la era postCDN? Creo que tiene ‘sed' de Siglo de Oro.
R.- Pues tengo que empezar a pensarlo pero todavía no lo he hecho, lo prometo. Lo que sí quiero, no sé si como freelance o embarcado en una compañía, es seguir construyendo un continuo, un relato, como he hecho en el CDN en este tiempo. Ya veremos.
@albertoojeda77