José María Sánchez-Verdú (Algeciras, 1960) es un compositor curioso. Todo le interesa y en todo procura zambullirse hasta el fondo para emerger con una composición iluminadora. Las partituras de su catálogo son creaciones artísticas y, al mismo tiempo, piezas de conocimiento, indagaciones sonoras que no concretan respuestas, es verdad, pero les dan a las preguntas urgencia emocional, sin la cual no hay saber posible. Su último estreno, Hacia la luz, encargo de la Orquesta y Coro Nacionales de España, es una inmersión en Parménides, el filósofo presocrático del que no nos ha llegado más que un poema fragmentario dividido en tres partes: un proemio iniciático, una lección de metafísica y un estrambote cosmológico. Lo que Verdú hace sonar es el proemio, que es un arrebato místico contado en primera persona por el arrebatado, el propio Parménides: "Las yeguas que me llevaron..."
Son yeguas, no caballos. Son la parte tractora de la combinación de agencias femeninas que llevan al filósofo a presencia de la diosa en medio de apretados símbolos: las yeguas tiran del carro mientras, delante, las hijas del sol lo dirigen y, a los lados, mujeres jóvenes mueven las ruedas. Todas ellas son aurigas inmortales, o no-morideras, en la asombrosa versión rítmica de Agustín García Calvo. En el carro, como único pasajero, el filósofo, el amante de la sabiduría. El eje de las ruedas, rojo de la fricción, chirría como flauta de Pan, lo que refuerza la alegoría sensorial de la escena: por delante van los ojos, las hijas del sol; a los lados, los oídos, las dos sonoras ruedas. Tres espacios completan la yincana iniciática: el camino, que resulta estar lleno de palabras ("milvocero" lo llama García Calvo); la puerta ritual, que abriendo sus goznes, ejes y cerrojo, da paso al día desde la noche y apunta al cielo, pese a estar anclada a la piedra del dintel arriba y del umbral debajo; y la meta, la morada de la diosa, que es la sabiduría misma.
La obra de Sánchez-Verdú viene a ser la sonorización de este cuadro y de este recorrido ritual mediante evocaciones más o menos explícitas. Oímos o imaginamos el silbido de las ruedas concretado de mil formas; los pasos de las yeguas, con protagonismo de los timbales activados por una especie de escobillas de fieltro y con relinchos del saxofón; la narración del viajero, realizada en griego antiguo por un coro de barítonos y bajos en canto silábico, apoyado sobre un fa grave; y las vocalizaciones de las siete hijas del sol que la orquesta extiende y diversifica. Impresionante el gran solo de timbales, o de yeguas. Oímos constantemente por arriba un aire brumoso y, por debajo, un pulso obstinado de contrabajo o bombo que es el que hace avanzar la música y, también, el carro. Giran las puertas sobre sus goznes y el órgano lanza su chorro de luz. Pero, más que estos detalles oídos o imaginados, interesa en cuanto resultado expresivo la creación de ambientes que por momentos son contemplativos, procesionales o ceremoniales.
La obra, como el poema, se convierte en otra cosa cuando finalmente se produce el paso y entramos en los anchos caminos de la diosa. Verdú lo escenifica haciendo entrar en ese momento a la contralto Ryoko Aoki, que se mueve y canta como los personajes del teatro noh japonés. Oímos las notas y escalas vibradas, o más bien osciladas, propias del noh. En inesperado cruce de tradiciones, vemos a una diosa de la antigüedad griega transportada al Japón dos milenios posterior, lo que tiene un efecto ultramundano que conviene a la situación. "Joven que te traen yeguas", canta la diosa con fonética griega y prosodia japonesa, "preciso es que lo conozcas todo, tanto la intrépida entraña de la verdad bien redonda como las humanas opiniones, en las que no cabe fe verdadera". A partir de aquí, cesan los sonidos camineros reemplazados por un estatismo tenso, cargado de acontecimientos. Hay aire por doquier y el pulso ahora más que andar, respira. No lo marca el mazo de un cómitre machacón, como antes, sino los suaves soplidos de aire solo de los metales. El penúltimo gesto de la obra es el del coro respirando: inspiro, espiro. Es un sonido levísimo pero de gran capacidad evocadora.
Este gesto ejemplifica una de las características del estilo de Sánchez-Verdú. Su música tiene lugar preferentemente en el ámbito del pianísimo, cerca del silencio, que es un lugar abarrotado de cosas vivas, como la gota de agua del microscopista. Además, como en casi todas sus obras, Verdú hace sonar la orquesta de otra manera. Les busca las vueltas a los instrumentos y a los instrumentistas para que produzcan sonidos diferentes de los habituales. Es la orquesta Verdú, un universo de sonidos propios, una especie de electroacústica humana, encarnada, porque no la hacen sonar máquinas, sino personas que frotan, pulsan, soplan o percuten instrumentos clásicos. Hacia la luz consiste en que Verdú toma a Parménides y lo traslada a su mundo, donde lo habitual es que la poesía sonora se cruce con la indagación. Un filósofo poeta como Parménides por fuerza habría de sentirse ahí como en casa.
Para la Orquesta Nacional, la interpretación de esta partitura era un reto, que superó satisfactoriamente gracias a la labor del maestro Miguel Harth-Bedoya. Las cincuenta voces masculinas graves que son necesarias para hacer sonar conjuntamente al protagonista se consiguieron reuniendo cuatro coros: el Nacional, el de la Comunidad de Madrid, el RTVE y la Coral de Cámara de Pamplona. Siete mujeres del Coro Nacional representaron a las Hijas del Sol. Después del estreno, el maestro Bedoya dirigió dos obras infrecuentes de Mendelssohn: la obertura Mar en calma y viaje feliz, sobre Goethe, y el magnífico Salmo 42 para soprano, coro y orquesta, con gran lucimiento del coro y de la soprano Ruth Iniesta.