Se conocieron en la barra de un bar de la parte alta de la ciudad una tarde gris, llena de otoño y soledad. Él, escritor que se menguaba hasta la depresión nerviosa cada vez que se pensaba tal como era, frecuentaba aquel local de licores para encerrarse en en los últimos rumores que corrían por Praga y escapar, por unas horas siquiera, a la horrible e insufrible soledad a la que sus demonios (casi todos enanos asmáticos, simples lenguaraces malintencionados y demediados al lado de su talento literario, tan oculto todavía) lo habían condenado de por vida. Su compañero de barra, con el que había entablado una complicidad de tragos vespertinos, tenía algo de farsante que contaba historias y relatos que el alcohol le iba sugiriendo conforme hablaba. El escritor sabía que el farsante tenía una inmensa imaginación y un talento verbal desaforado.
Una tarde, con unos tragos de aguardiente de más, el farsante le contó al escritor su verdadera historia o lo que él afirmaba que era su verdadera historia. Durante mucho tiempo de su existencia, le contó al escritor, había vivido en forma de escarabajo en un jardín del Castillo que el escritor conocía tan bien. Un día, el jardinero dejó la puerta de la calle abierta y el escarabajo se aventuró a salir al mundo. Cuando se dio cuenta se había convertido en uno más de aquellos seres humanos que vagabundeaban por las calles de Praga desorientados, vacíos de paisajes y sin saber si vivían en el pasado, en el presente o en el futuro. El hombre, el farsante, era brillante hasta para inventar su propio nombre falso, Joseph Storban, que fue el que le confesó al escritor cuando se hicieron amigos. El farsante verbalizaba cualquier hecho trivial como si fuera una epopeya y, al son del trago vespertino, convertía en un relato certero lo que no era más que una mentira inventada por la misma charla de barra a la que los dos conocidos se habían acostumbrado.
El escritor, bastante enloquecido, maniático de las palabras y del orden de las mismas en la frase, tenía la mala costumbre de escribir todo lo importante que el farsante hablaba en sus reuniones alcohólicas. Llegaba a su casa y, con la memoria cercana de la voz del farsante, escribía otra vez en la soledad los episodios imaginarios que aquel loco que parecía vivir en las calles de Praga le contaba como si fueran las verdades de su vida.
De modo que el escritor fabricó poco a poco aquella historia dándole la vuelta a muchas de las mentiras del farsante para que, dentro de los embustes, la verosimilitud cobrara alguna luz de realidad. Para empezar convirtió el escarabajo del jardín en hombre y al mismo jardín en habitación de casa. Así, el farsante era un hombre vacío que se llenaba con las mentiras que iba contando de bar en bar para que sus contertulios le pagaran las copas; un tipo que en realidad había salido de su casa y afirmaba haberse convertido en escarabajo cuando comenzó a caminar por las calles de aquella ciudad sagrada que todos llamaban Praga, en cuyo techo refulgían los días de sol las cúpulas fantásticas de sus iglesias.
El escritor, nervioso en la noche de autos, cuando escribía la verdadera historia del farsante borracho al que había convertido en amigo, le cambió de nombre. En lugar de Joseph Storban lo llamó Gregorio Samsa. No sabemos, a día de hoy, en quién estaba pensando, de quién se estaba tal vez vengando, si de él mismo o de alguien con el que en secreto estaba en esos momentos ajustando cuentas. Nadie sabe quién era Gregorio Samsa como él nunca supo quién era Joseph Storban, el farsante que lo surtía de relatos cada vez que se encontraban en la barra del bar vespertino en el que los dos confluían.
Cuando terminó de escribir el relato era ya de madrugada, pero el cielo seguía gris y lloviznoso, como si las mínimas gotas de agua que caían limpias sobre Praga fueran lágrimas de gloria que cantaban una silenciosa melodía para aplaudir el esfuerzo nocturno del escritor. Entonces el escritor, cansado de buscar título para el relato, le vino a la cabeza la idea de que su exilio interior era muy parecido al de Ovidio Nasón, el poeta latino, en Constanza, en la Dacia romana, al borde del Mar Negro que a él le hubiera gustado visitar más de una vez. Y ahí encontró el filón del título: la transformación, la metamorfosis.
Tampoco sabemos si el escritor, siempre insatisfecho, se sintió feliz al terminar de escribir su relato; si tuvo un ápice de mala conciencia al utilizar la historia de Samsa para una gloria futura que no iba a terminar de ver nunca. Sí sabemos que no dejó de deprimirse, de cultivar la soledad, de garabatear artísticamente las palabras que se le venían a la cabeza construyendo historias que ni siquiera el tiempo podría destruir. Tampoco pensó el escritor que sus libros se extendieran como los últimos rumores de Praga por todo el mundo y su influencia llegara a tener tanta relevancia. Siguió en la tesitura de su soledad, escuchando el eco de sus pasos sobre las piedras mojadas de las calles de la ciudad alta de Praga. Cabizbajo aunque con los ojos abiertos, el escritor no hacía otra cosa que escribir en su cabeza mientras paseaba las historias que su imaginación de loco feliz en su demencia iba tejiendo a la perfección. Como la araña sus telas en los huecos más impensables del mundo.