Sufjan Stevens y sus inescrutables caminos
En meses recientes, varias de las obras más interesantes del pop y la electrónica han revisitado los temas de la vanitas, el ubi sunt, lo pasajero de la vida. El imponente grupo de canciones humildes de Carrie & Lowell, de Sufjan Stevens, se suma con su elegía por la muerte de una madre y su fantasma.
Durante 15 años, Sufjan Stevens (Detroit, 1975) ha levantado su obra sobre los cimientos de diversas mitologías pasadas por la experiencia personal. Ha tirado con profusión del imaginario cristiano, afirmando una fe religiosa no como estandarte y prédica sino como experiencia emocional, vital e íntima. También se ha prodigado con los mitos grecolatinos o el folclore de EEUU. Tales guías alegóricas aparecen reunidas y entremezcladas en este formidable séptimo álbum. Y una más: las preguntas sobre una madre ausente condujeron al niño Sufjan a crear un relato biográfico fabulado. Tal mitología particular se suma como protagonista al haz de capas de metáforas que el autor emplea en su obsesiva búsqueda de respuestas.La Carrie del título es esa madre, gravemente afectada por varias enfermedades mentales y adicciones que abandonó a la familia cuando Sufjan tenía un año. Y Lowell es el hombre con quien Carrie estuvo casada durante un tiempo y una especie de segundo y más aceptado progenitor para Stevens, así como padre espiritual y jefe de su sello discográfico. El disco se sitúa en el brutal tsunami existencial del cantante tras la muerte de Carrie en 2013, en la inmensa ola de recuerdos y aguas retirándose hasta hacer visibles traumas y dolores, en el compulsivo masticar de los pocos momentos en que él pudo tenerla como madre y de todas las cosas que no fueron dichas. Describe menos la fantasmagórica ausencia de ella en vida, como la presencia tras su muerte, cuando su espíritu pareció poseer el alma del cantante en un luto feroz que le hizo cuestionarse su sistema de creencias e imitar el componente autodestructivo de Carrie. Stevens lanza las alegorías para defenderse como un superhéroe lanza sus rayos, hasta que comprende que no le sirven, que el mal está dentro y que su sentido queda fuera de todo alcance. Cuando todas las fábulas acaban resquebrajadas se acoge a lo que queda: el misterio sin solución, la hermosura de una niña, el aliento de Lowell y un remanso de paradojas, ante el que Stevens, cual Job en miniatura, se postra humildemente.
De rodillas ante algo más grande que él y sus atajos simbólicos, imbuido en cierta mística erótica, compone un conjunto sobresaliente de canciones de gran potencia melódica y una producción minimalista que, pese a las primeras impresiones, acaba teniendo tan invisible y esmerada complejidad como las letras. Para un tipo que se maneja con 20 instrumentos, cantar con la guitarra acústica o el banjo no deja de ser regresar al origen. Pero ese aire folkie que puede recordar a Simon and Garfunkel o a Elliot Smith no es más que una de las capas musicales de un Carrie & Lowell más poblado de lo que parece. Las melodías de voz son intrincadas y preciosistas, de una belleza que choca con la oscuridad e impresionismo de las letras y las baja al suelo. Y sus ritmos no son de los que se dejan llevar en el folk sino que tienen algo de R&B. El sonido no es frágil, tiene grosor y textura: las voces y guitarras son dobles o triples, pedal steel o pads etéreos sostienen capas de coros, los pianos se superponen...
Pese a que logra poner el acento en lo que quiere contar artesanamente y no en el sistema musical que usa para lograrlo ni en la originalidad artística, Sufjan Stevens no es Daniel Johnston. Busca la sencillez sonora y la desnudez sin simbolismo y encuentra musicalidad a raudales, temblor poético y turbulencia espiritualista. Pero en ese sofisticar inevitable halla otra clase de pureza, mientras se escucha el ruido del aire acondicionado de su pequeño estudio, donde una mente se derrite bajo una luz emocional implacable.