Abbado, bajo el volcán
Hasta ayer, éste era el hombre que más cerca había estado de la boca de un volcán. Poco ha tardado Claudio Abbado en arrebatar el título de "máximo explorador del abismo" al temerario Geoff Mackley. Sucedió anoche, durante su actuación en el Auditorio Nacional para la Novena de Mahler con la que Ibermúsica descorchaba la temporada.
No era necesario haber experimentado antes el sobrecogimiento de la Novena, ni saber en qué condiciones la compuso Mahler (coincidiendo con la muerte de su hija, su dimisión de la Ópera de Viena y la relación de Alma con Gropius) o estar al tanto de los "antecedentes" de Abbado en el repertorio. Las evocaciones del abismo y la manumisión de los límites de la experiencia musical adquirían forma en los dos centímetros que separaban las patas de la silla de las secciones de cuerda del final del escenario. Todo apuntaba a una inminente erupción.
A la entrada del Auditorio, había gente empeñando el alma por una entrada. Se cerraron las puertas como lo hacen los empujadores del metro de Tokio. Dentro, la Orquesta "solidaria" del Festival de Lucerna tomó asiento entre los conatos de aplauso de un público que no disimulaba el nerviosismo. Llegó Abbado para el 150 aniversario de Mahler, y de un gesto enmudeció al graderío antes de alzar la batuta para acometer el Andante comodo.
Habría que volver a leer Under the volcano de Malcolm Lowry para entender cómo en la densidad de la naturaleza bulle la pequeñez íntima de un rincón, y de qué manera el magma sinfónico se va transformando en las brasas de una chimenea que se apaga. Mahler terminó la Novena unas semanas antes de su muerte, el 18 de mayo de 1911. La esperanza de una vida mejor y la irremediabilidad de la muerte salpican cada pentagrama en un confuso réquiem que suena hoy a despedida. En el Auditorio, las luces fueron apagándose a medida que se acercaba el finale, y para cuando la orquesta tocaba el silencio sepulcral del cuarto movimiento (interrumpido por el repique criminal de un móvil), sólo las linternas de los atriles marcaban los rasgos del maestro italiano, que parecía un Nosferatu venido de otra época, cargado de otra música.