'Kill Boy' devuelve la fe a los incondicionales del cine de acción con un espectáculo futurista y sangriento
Tenía que ser un director alemán en su puesta de largo, el joven Moritz Mohr, quien insuflara nueva vida a un género que no levanta cabeza.
5 julio, 2024 01:49Salvo la saga de John Wick –que ha ido perdiendo fuelle según ganaba minutos y espectáculo gratuito–, las dos nuevas entregas de Mad Max o los eficaces clones del cine asiático como Bullet Train (2022), pocos títulos se han librado de la decadencia del cine de acción.
El género fue el rey sin corona de la pantalla comercial en las décadas de los 80 y 90. Sin embargo, la acción, vestida o travestida de thriller, de aventura bélica, de ciencia ficción, de fantasía, de crimen o de terror parece haber seguido el triste destino de sus estrellas: la vejez.
Hasta hace poco hemos continuado viendo, título tras título, cómo los action heroes de antaño, desde los hipermusculados Schwarzenegger, Stallone, Chuck Norris, Dolph Lundgren, Steven Segal, Van Damme y compañía, hasta los más discretos Kurt Russell, Harrison Ford, Bruce Willis, Mel Gibson, Nicolas Cage o Keanu Reeves, e incluso los orientales Jackie Chan, Jet Li, Donnie Yen y Michelle Yeoh, seguían empeñados en repartir golpes, realizar acrobacias o proezas gimnásticas y marciales imposibles, mostrando al mundo que los años no pasan por ellos. Que la edad no importa. La mala noticia es que, al menos en el cine de acción, sí que importa.
Un metagénero
El cine de acción no es tanto un género como un metagénero o incluso un modo narrativo, que utiliza el soporte de cualquier género o subgénero, poniendo el acento en las escenas de acción y violencia. En mostrarlas a través de coreografías espectaculares y sofisticadas.
Con sus propias reglas y maneras de saltárselas, el cine de acción es uno de los géneros más puramente cinematográficos que existen. La sala de edición y los fantásticos efectos digitales de hoy día pueden hacer milagros, pero existe un límite: la corporeidad, el poderío físico real y tangible de unos actores que deben ser llevados al extremo de sus posibilidades.
Intérpretes que deben resultar ante todo creíbles, capaces si no de llevar a cabo en la realidad sus imposibles hazañas de la pantalla, sí al menos de hacernos creer que es así gracias a su auténtica preparación y dotes físicas.
Las estrellas de acción fueron y deberían seguir siendo como los deportistas de élite. Nadie espera ver jugar en su equipo de fútbol favorito a un viejo campeón de cincuenta o sesenta años, por mucho que fuera un ídolo deportivo de su generación. A menos que sea en un partido conmemorativo, un homenaje, nostálgico y emotivo, sin pretensión de ofrecer the real thing. El buen cine de acción es cruel como la vida misma. Como las Olimpiadas, los Mundiales o Wimbledon.
Por supuesto, el cine también es fantasía y existen alternativas aceptables: filmes crepusculares, parodias, comedias de acción nostálgicas… Pero el género lleva demasiado tiempo viviendo, o muriendo, con ellas. Los expendables son ahora algo peor: los increíbles.
Seguir viendo y creyendo en estos y otros actores que fueron estrellas de acción en los noventa o primeros 2000, como Jason Statham, Tom Cruise, Liam Neeson, Scott Adkins, Dwayne Johnson, Vin Diesel, Will Smith o Antonio Banderas, repitiendo las mismas rutinas espectaculares cada vez más envejecidos, maquillados, operados y retocados digitalmente, es misión imposible.
Exige un sacrificio que solo están dispuestos a hacer aquellos espectadores que han envejecido con ellos y a quienes van dirigidas sus nuevas películas. Por eso, las jóvenes generaciones apenas se acercan al género, prefiriendo la acción animada de los videojuegos y el anime, donde rigen otras leyes, donde juventud, fuerza y belleza son eternas, aunque virtuales.
Como las terribles bandas-homenaje y las más terribles aun reuniones de supervivientes de viejos grupos de rock, la mayoría de las películas de acción se han convertido en un cementerio para elefantes cuyos colmillos ya no son de marfil, sino de inofensivos píxeles.
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De ahí que Kill Boy sea tan necesaria. Un director alemán, nacido en los ochenta, que se ha criado entre videojuegos “mata-mata”, cintas VHS de artes marciales, tebeos y novelas gráficas distópicas y de superhéroes a lo Frank Miller, Juez Dredd y V de Vendetta, lo ha visto claro, al igual que su productor Sam Raimi.
Con Kill Boy no sólo plantea un espectáculo de acción futurista violentamente sangriento, con una puesta en escena que bebe de Hong Kong, el anime y Corea del Sur. No sólo ha construido una trama ingeniosa, que en sus mejores momentos parece la versión manga de una tragedia isabelina de venganza y traición que recuerda a Tito Andrónico o La duquesa de Malfi.
No sólo su puesta en escena es colorista, pop y surrealista. También ha apostado por un protagonista con poco más de treinta años, guapo y estilizado, que sostiene el peso de la película. Bill Skarsgård, el próximo Nosferatu, el nuevo Cuervo (para desesperación de cuarentones), es la piedra –¡y qué piedra!– angular sobre la que se apoya el barroco, delirante, divertido y brutal edificio de Kill Boy.
Un filme con sangre, sudor y sin lágrimas. Sin romance y con mucho humor. Un filme que consagra a su protagonista como la gran esperanza de un nuevo cine de acción que abandona por fin el geriátrico para abrazar de nuevo la juventud, la belleza y la fuerza. Con músculo, pero también con cerebro.