Al parecer, la palabra polar, acuñada en torno a los años setenta del pasado siglo, viene a ser producto del apócope de roman policier y noir, habiéndose convertido en término de uso común entre los amantes tanto de la literatura como del cine policíaco y criminal. Como ocurre con otras expresiones similares (el italiano giallo o el alemán krimi), en principio y especialmente en el terreno literario, viene a englobar la práctica totalidad del misterio policial en toda su variedad, del detectivesco clásico al procedimiento, del enigma a la serie negra, el suspense, el espionaje y el melodrama de bajos fondos.
Sin embargo, también como en Italia o Alemania, en el ámbito cinematográfico el polar adquiere una coloración, atmósfera, aroma y sabor distintivos, que lo singularizan en forma y fondo, manteniendo al tiempo su cualidad poliédrica y diversidad.
De ello da buena cuenta el libro El polar francés 1931-1982, recientemente publicado como número diecinueve de la Colección Nosferatu, que publica Filmoteca Vasca con la colaboración de diversas entidades, y que, coordinado por el crítico e historiador de cine Antonio José Navarro, se presenta como guía fundamental para abordar un género que, salvo contadas excepciones como el libro colectivo Euronoir que editara el Festival de cine de Las Palmas en 2006, está prácticamente huérfano de estudios que nos permitan aproximarnos a un fenómeno que gozó de enorme popularidad internacional en las décadas de los sesenta y setenta.
Diecinueve autores especializados, entre los que tengo el placer de contarme, aportan sus visiones particulares abordando su contexto histórico, temáticas, escenarios y personalidades más representativas, predominantemente cinematográficas pero también literarias.
El libro se ha impuesto ciertos límites cronológicos que, a grandes rasgos, conforman un completo panorama del origen y desarrollo de las corrientes principales de este policíaco francés que durante mucho tiempo fue capaz de competir, y a veces incluso superar, el éxito del film noir y el thriller de Hollywood.
El polar, que hunde sus raíces en la literatura francesa folletinesca y criminal del siglo XIX, del romanticismo al naturalismo, aunque se sumerge voluntariamente en las influencias estéticas, éticas y narrativas de la novela y el cine negro americanos, rebautizados como noir por los propios intelectuales franceses, fue capaz de generar un auténtico star system que caló profundamente en el imaginario colectivo y en el gusto de los espectadores.
Nombres como los de Alain Delon, Jean-Paul Belmondo, Michel Constantine, Catherine Deneuve, Michel Piccoli, Jeanne Moreau, Jean Gabin o Lino Ventura, indisociables de la era dorada del polar, gozaban del mismo tirón popular que las estrellas de Hollywood, y directores como Jean-Pierre Melville, Jacques Becker, Jean Delannoy, Henri Verneuil, Jacques Deray, Georges Lautner o el también novelista José Giovanni, desarrollaron una serie de estilemas narrativos que, aparte del sello individual, conforman una personalidad única para el género en versión francesa, absolutamente intransferible.
[Maigret por Maigret: ¿odia el personaje a su creador, Georges Simenon?]
Curiosamente, gran parte del polar tiende a una cierta frialdad formal, un distanciamiento y rigor objetivista en el ritmo, estilo y exposición de sus generalmente trágicas tramas de crimen, pasión y muerte, que pareciera justificar también la gélida polisemia del término.
Con base a menudo en la obra literaria de maestros modernos franceses como Boileau & Narcejac, Georges Simenon, Auguste Le Breton, Roger Borniche, Sebastien Japrisot, Claude Néron o el propio José Giovanni, pero también en la de clásicos de la novela negra anglosajona, editados en Francia por la fundamental Serie Noir de la editorial Gallimard a partir de 1945, como William Irish, James Handley Chase, Patricia Highsmith, Charles Williams, Peter Cheyney y tantos otros, los polars “canónicos” se caracterizan por una violencia contenida.
También es recurrente la parquedad de palabras (en agudo contraste con los chispeantes diálogos del noir clásico americano) y una sobriedad y austeridad narrativas que alcanzan en muchos casos una suerte de minimalismo con influencias claramente asiáticas, especialmente del cine japonés.
No en vano, una de sus piezas fundamentales será El silencio del un hombre (1967) de Melville, cuyo título original no es otro que Le samourai, en referencia a su protagonista, asesino profesional independiente encarnado por un hierático y bello Delon, estableciendo así el perdurable paralelismo entre su personaje y el del ronin o samurái sin dueño, hoy un tópico del género.
Pese a su tremendo romanticismo, que tiñe siempre o casi siempre de tragedia sus argumentos, este se manifiesta en el polar de forma sobria y ritual. Sus personajes habituales, gánsteres acosados, profesionales del crimen en horas bajas, inocentes o no tan inocentes perseguidos, duros policías sin vida personal, están abocados habitualmente a la catástrofe, sea a causa del azar, de los implacables mecanismos de una justicia corrupta o por la solapada traición de cómplices, amantes y viejos amigos, cuando no, simplemente, por ese destino nefasto que sobrevuela el polar con la misma omnipresencia que el ineludible fatum de la tragedia griega.
El polar es género degenerado y bastardo, que toma prestado lo que quiere y más de la tradición del noir estadounidense y de la novela hard boiled, pero imprimiendo consciente e inconscientemente un sello de francesidad intrínseca en sus mejores (y en algunos de los peores) ejemplos.
No deja de ser curioso que uno de sus títulos clave, Rififi (Du rififi chez les hommes, 1955), fuera dirigido por un expatriado americano, Jules Dassin, víctima del macartismo, en el que encontramos muchas de sus constantes, tanto argumentales como estilísticas y formales, pero, eso sí, con el concurso de técnicos y profesionales franceses y basándose en una novela de Auguste Le Breton. El mismo autor que le servirá un año más tarde a Melville para instaurar su largo y magistral ciclo polar con Bob el jugador (Bob le flambeur, 1956).
El sofisticado y estilizado Melville se convertirá en el puente entre el polar concebido como puro cine de género y los jóvenes rebeldes con causa de la Nouvelle Vague, apasionados de Hollywood en general y del film noir en particular, que ofrecerán una versión autoral, cinéfila, intelectual y politizada de este.
Desde el vanguardista Godard de Al final de la escapada (A bout de souffle, 1960) y Pierrot, el loco (Pierrot le fou, 1965), que utilizan como icónico protagonista al Belmondo de tantos policíacos de Melville y otros directores, o de Banda aparte (Bande à part, 1964), al clasicista Truffaut de Tirad sobre el pianista (Tirez sur le pianiste, 1960), según la novela de David Goodis, o voluntariamente hitchcockiano de La novia vestía de negro (La mariée était en noir, 1968) y La sirena del Mississipi (La sirène du Mississippi, 1969), ambas sobre obras de Cornell Woolrich (William Irish), la segunda también con Belmondo; pasando por el Chabrol no menos hitchcockiano de Champaña por un asesino (Le scandale, 1967), que encontrará finalmente con El carnicero (Le boucher, 1970) su vocación como cronista de la más negra Francia rural, burguesa y provinciana, los enfants terribles del cine francés, incluyendo también a Louis Malle y Bresson, se dejan arrastrar por el polar, de forma convicta y confesa.
Pero son los grandes y pequeños “artesanos” del cine comercial quienes realmente establecen los parámetros del género y lo convierten en fenómeno internacional: Jacques Deray con sus nostálgicas sagas de gánsteres Borsalino (1970) y Borsalino y Compañía (1974), de éxito inmediato, la primera de las cuales reunía a Delon y Belmondo, fue uno de ellos.
Por otro lado, La evasión (Le trou, 1960), despedida espectacular de Jacques Becker con guion casi autobiográfico de José Giovanni, modélico film carcelario de fugas y traiciones; El clan de los sicilianos (Le clan des siciliens, 1969), de Henri Verneuil sobre novela de Auguste Le Breton, con la colaboración de Giovanni y un reparto estelar encabezado por Jean Gabin, Lino Ventura y Alain Delon; El imperio de los canallas (Le soleil des voyous, 1967) de Jean Delannoy, que reúne a Jean Gabin con el estadounidense Robert Stack, popular por la serie noir de televisión Los intocables de Eliott Ness; A pleno sol (Plein soleil, 1960), magistral versión de Patricia Highsmith firmada por René Clément, a mayor gloria de un Delon en plena forma…
La lista puede ser interminable, pues el polar, como el giallo, el poliziesco y el spaghetti western italianos o el germánico krimi, gozó durante más de dos décadas de enorme éxito dentro y fuera de sus fronteras. De hecho, no faltan ejemplos tampoco en coproducción con otros países, Italia especialmente, pero también Alemania, Inglaterra, Estados Unidos e incluso España.
Sin embargo, entre finales de la década de los setenta y comienzos de la siguiente, sucedieron dos fenómenos que acabarían con el reinado del polar. Desde inicios de los setenta irrumpe en el escenario literario de la novela negra francesa, íntimamente ligado siempre al cinematográfico, un auténtico enfant terrible: Jean Patrick Manchette.
Este marsellés establecido en los suburbios de París, militante de extrema izquierda perteneciente a la Internacional situacionista, apasionado del cine americano, el jazz y la literatura popular, introduce el debate político y social más radical en el contexto del género, además de cultivar un estilo que lleva la concisión, la violencia y la ironía a extremos inéditos, bordeando lo experimental a partir de su inspiración en Dashiell Hammett.
La irrupción de Manchette provocará la revolución del neo-polar: una corriente radical, consciente políticamente, entre la militancia y el nihilismo (hacia el que deriva un cada vez más escéptico Manchette), oscura, pesimista y ultraviolenta, que rompe con los tópicos del género, evitando muchas veces la estructura clásica de investigación, para someter a sus personajes a ordalías de corrupción, paranoia, brutalidad (desde ambos lados de la ley, con especial hincapié en la brutalidad policial) y cinismo.
Historias protagonizadas por terroristas, políticos corruptos, detectives y policías sin principios o incapaces de controlar la situación, sicarios, psicópatas y psicóticos, situadas en el extrarradio parisino o en ciudades de provincias, cuyos finales rara vez si alguna suponen otra cosa que una perpetuación del caos social, sin redención posible. Pierre Siniac, Didier Daeninckx, Thierry Jonquet, Jean Vautrin o Marc Villard, entre otros, cambiaron la faz de la novela negra francesa, con discursos y estilos distintos pero todos distantes de las generaciones anteriores.
En algunos casos bordean el surrealismo y el horror, como en Tarántula de Jonquet —que serviría de inspiración para La piel que habito (2011) de Almodóvar—, en otros, aclimatan a la Francia contemporánea el procedimiento policial, como ocurre en la novelas de Daeninckx, que dan mayor cabida al realismo social y el desencanto generacional.
Por otro lado, el cine comercial francés, como todo el europeo, acusa a lo largo de los ochenta el impacto brutal e irreversible de un nuevo Hollywood spielbergiano que se lanza a la conquista del mundo, con su concepción espectacular y espectacularizada del medio. Es lógico que el repaso al género del libro publicado por Nosferatu termine en 1983.
A partir más o menos de esa fecha el polar pierde su relevancia internacional, al tiempo que también se van retirando muchos de sus representantes clásicos. No quiere decir ello que dejen de producirse policíacos en Francia. Pero ahora son cada vez más para consumo interno, desapareciendo de las pantallas de estreno en España y el resto del mundo, copadas por las superproducciones hollywoodienses.
Irónicamente, muchos de los grandes nombres del cine moderno estadounidense e internacional buscan y encuentran en los clásicos del polar fuente de inspiración: Coppola, Scorsese, Friedkin, Michael Mann, Schrader y después Tarantino, Jarmusch o Nicolas Winding Refn, entre otros muchos, denotan la influencia de Melville y el resto de cineastas del género, al igual que algunos directores asiáticos que han rendido homenaje al polar de forma muy directa, como Takeshi Kitano, John Woo o Johnnie To, por citar los más obvios.
Poco a poco, el polar en sentido más o menos estricto iría desplazándose hacia las series de televisión, aunque sin abandonar del todo los cines. A lo largo de los noventa una nueva generación de cineastas pondrá cierto empeño en recuperar su tradición, poniéndola al día: Mathieu Kassovitz la lleva a los barrios periféricos y racializados con El odio (La haine, 1995), mientras Luc Besson inicia una larga y fructífera carrera capaz de competir con Hollywood con dos de sus mejores películas: Nikita (1990) y Leon, el profesional (Leon, 1994).
Directores veteranos como Tavernier ofrecían filmes realistas como Ley 627 (L.627, 1992) o históricos como el Doctor Petiot (1990) de Christian de Chalonge, mientras Chabrol sigue su implacable disección de la sociedad francesa a través del polar. Pero se trata cada vez más de productos de prestigio, destinados a festivales o salas de versión original, en las antípodas de ese “cine de barrio” que fue el polar protagonizado por Delon, Belmondo y los demás.
La única excepción son las producciones de Besson y alguna otra cinta de éxito, como la seminal Los ríos de color púrpura (Les rivières pourpres, 2000), adaptación de la novela de Jean-Christophe Grangé firmada por Kassovitz. Los relativamente escasos ejemplos de polar comercial, con nuevas estrellas del género como Patrick Bruel, no se estrenan fuera del país, llegando, si acaso, a los videoclubs, situación que se agravará en el siglo XXI.
[El actor Gérard Depardieu, acusado de acosar sexualmente a 13 mujeres en varios rodajes]
Un nombre se destaca en el panorama de los 2000: Olivier Marchal. Antiguo agente de policía retirado, actor, guionista y director, su cine y sus series siguen férreamente la tradición del polar clásico, evocando con vigor a Melville, Deray, Giovanni o Verneuil. Las mafias francesas en Los lioneses (Les Lyonnais, 2011) o Bronx (2020); la corrupción policial en Gangsters (2002), Asuntos pendientes (36 Quai des Orfèvres, 2004) o la magnífica serie Braquo (2009); policías al borde del ataque de nervios en MR 73 (2008) o grandes golpes en Carbone (2017)...
Todo el repertorio recibe en el cine de Marchal el tratamiento que merece, apoyado por repartos con sospechosos habituales como Gérard Lanvin, Daniel Auteuil, Benoît Magimel, Tchéky Karyo, Philippe Nahon o Gerard Depardieu. Sin ser el único que cultiva el polar en el nuevo milenio, quizá sí sea el único que se dedica casi en exclusiva al mismo, sin complejos ni pretensiones.
Sus últimas películas, como no podía ser de otra manera, han sido producidas por Netflix, de quienes se pueden decir muchas cosas, pero no se puede negar que están proporcionando las bases para que se mantenga un cine comercial y de género con calidad: el nuevo cine de barrio del siglo XXI. Que ya no veremos en los cines, por supuesto.
El polar, pese a sus altibajos y mutaciones en el nuevo milenio, sigue vivo. Francia, que creó su propia versión del drama policial y criminal al mismo tiempo (si no antes) que Inglaterra, nunca dejará que se pierda. Sin embargo, jamás volverá a recuperar el impacto internacional, la relevancia comercial, artística y cultural de la que gozó entre los años cincuenta y los ochenta del siglo XX. Por ello son tan importantes libros como El polar francés: para que no olvidemos que hubo un tiempo en el que Europa y su cine eran tan Hollywood como el propio Hollywood. Si no más.