En su indispensable monografía sobre el cineasta norteamericano Abel Ferrara, la crítica y académica francesa Nicole Brenez proponía el siguiente interrogante: “¿Hace bien Ferrara al afrontar la redención del cine de género, del mismo modo que Jim Jarmusch, Tsui Hark o Kinji Fukasaku?”. Una cuestión de orden artístico, industrial y político para la que Brenez ofrecía la siguiente respuesta: “Ferrara es al cine lo que Joe Strummer a la música: un poeta que justifica la existencia de las formas populares”. Donde pone Ferrara, léase Jarmusch y el lector obtendrá varias de las claves que explican la relevancia de una película como Los muertos no mueren, una comedia de zombis que no solo pone en jaque los códigos del cine de entretenimiento, sino también el poder alienante de la sociedad de consumo.
En la ficción planteada por Jarmusch, mientras el planeta se asoma a una inminente catástrofe medioambiental por culpa de la extracción de gas (fracking) en los polos terráqueos, los zombis rondan las calles buscando el alivio de los antidepresivos o una conexión wifi con la que saciar su sed de conectividad. No cabe duda de que, como impone la lectura posmoderna de la figura del no-muerto, los zombis de Jarmusch son las verdaderas víctimas de la función.
Como se deducía del interrogante inicial planteado por Brenez, Los muertos no mueren no es la primera obra en la que Jarmusch se propone subvertir los códigos del cine de género. En 1995, el autor de Extraños en el paraíso le dio un giro modernista, lírico y alucinado al wéstern con Dead Man, en la que Johnny Depp deambulaba por una América carcomida por la violencia del hombre blanco contra los indios. Luego, en 1999, Jarmusch supo hibridar el cine de gánsteres y el género japonés del jidaigeki para alumbrar Ghost Dog, el camino del samurái. Y, por último, en 2013, el más melómano de los cineastas indie tiró de estética roquera para contar una historia de amor vampírica en Sólo los amantes sobreviven. Ahora, con Los muertos no mueren, Jarmusch entrega la que probablemente sea su obra más satírica y caricaturesca, un cruce de comedia absurda y terror grotesco que se convierte en una parábola política sobre la deriva hacia la inconsciencia del mundo actual.
Cinefilia sangrienta
En la confección de su cataclismo zombi, el cinéfilo Jarmusch no pierde la oportunidad de rendir tributo a grandes referentes del terror moderno. El recuerdo de la fundacional La noche de los muertos vivientes, de George A. Romero, se materializa en la aparición del icónico Pontiac Lemans que conduce la estrella adolescente Selena Gomez, en la piel de una hipster urbanita. Mientras que la imagen de una mano zombi surgiendo violentamente del subsuelo invoca el recuerdo de Carrie de Brian De Palma o de la trilogía de Posesión infernal de Sam Raimi. Sin embargo, pese a la avalancha de homenajes (que se extienden al cine de John Carpenter y F.W. Murnau, entre otros), Los muertos no mueren no deja de ser una obra rabiosamente personal, en la que Jarmusch vuelve a atentar contra el frenesí y la épica imperantes en el Hollywood actual echando mano de sus personajes hieráticos, su humor seco, su cadencia arrastrada, su gusto por la repetición –la frase “esto va a acabar mal” funciona como un mantra– y una singular apuesta por el distanciamiento autorreflexivo. En unos pasajes reveladores, los personajes de Los muertos no mueren se reconocen a sí mismos como los protagonistas de una película, un gesto brechtiano que ratifica la intención política del trabajo de Jarmusch.
En términos ideológicos y anímicos, sería fácil etiquetar la película como una respuesta desesperada al neoliberalismo y al negacionismo medioambiental de Trump. De hecho, Steve Buscemi –que ya colaboró con Jarmusch en Mistery Train y Coffee and Cigarettes– se encarga de parodiar la América neoconservadora luciendo una gorra roja con el lema ‘Keep America White Again’ (‘Mantengamos América blanca de nuevo’), una evidente reducción al absurdo del ‘Make America Great Again’ de Trump. Sin embargo, hay que destacar que el retrato que ofrece Jarmusch de la América profunda no está desprovisto, como ocurría en Twin Peaks, de David Lynch, de una cierta ternura. Lejos de embestir contra unos personajes más nobles que ignorantes, Jarmusch prefiere abrazar un tono elegíaco para lamentar la trágica condición de unos zombis abducidos por la compulsión consumista. La luz en la oscuridad la ponen los personajes que optan por sublevarse contra el orden social, desde un grupo de chavales encerrados en un correccional hasta un ermitaño con las facciones de Tom Waits que recita Moby Dick como si se tratara del Apocalipsis.
Un clan actoral
Entre el espectacular reparto coral de Los muertos no mueren hallamos a un buen número de rostros familiares del cine de Jarmusch, todos bien alineados con la gestualidad pasmada y el trazo tipológico que conforman el ADN estilístico del autor de Noche en la Tierra y Los límites del control. Bill Murray (protagonista de Flores rotas) y Adam Driver (el conductor poeta de Paterson) son dos policías superados por las circunstancias; Iggy Pop (visto en Dead Man y protagonista del documental Gimme Danger) encarna a un zombi adicto al café; y Tilda Swinton (la vampiresa de Solo los amantes sobreviven) se lleva el premio a la más excéntrica del clan actoral en la piel de Zelda, la encargada de una funeraria que combina un acento escocés, una filia samurái y una estética que remite a la Princesa Zelda del mítico videojuego de Nintendo.
En conjunto, esta pintoresca comparsa convierte Los muertos no mueren en una traducción al universo zombi de la relectura cinéfila de la ciencia ficción marciana que Tim Burton acuñó en Mars Attacks!, aunque aquí Jarmusch reniega de la nostalgia y trasciende el pastiche posmoderno gracias a la urgencia política de una película que hace de la coherencia estético-ideológica su arma más poderosa.