En una de las escenas más célebres de Pierrot el loco (1965), Ferdinand Griffon, el personaje al que daba vida Jean-Paul Belmondo, perdido entre el amor hacia una mujer (inolvidable Anna Karina) y la embriaguez del impulso creativo, balbuceaba las siguientes palabras: “Hay que intentar hacer una obra que estudie lo que hay entre la gente, el espacio, el sonido y los colores… (James) Joyce lo intentó… Pero se debe hacer mejor”. Este monólogo, apenas el esbozo de un discurso inteligible, ejemplifica el horizonte con el que siempre operó Jean-Luc Godard, oteando entre las posibilidades que le ofrecían las imágenes, los sonidos y la palabra para elevar la praxis fílmica hasta su máximo potencial, situando al cinematógrafo en el panteón (impuro) de lo artístico.
En la misma Pierrot el loco, Godard ponía en boca de Ferdinand unas palabras del historiador del arte Élie Faure que señalaban la tendencia de Velázquez a centrar su atención en el espacio entre los objetos y no tanto en los objetos en sí. Ese fue también el modus operandi de Godard, que nunca se contentó con dirigir su mirada hacia la “centralidad” de las tendencias, las escuelas o las modas, sino que siempre quiso mirar más allá, buscándose en el espejo de los más grandes (de Mozart a Balzac, de Bach al ya mencionado Joyce) para buscar un diálogo posible entre el cine, las ideas y la realidad.
Cuando Richard Brody, seguramente el mayor experto en la figura de Godard en el ámbito anglosajón, decidió publicar su imponente monografía sobre el cineasta francosuizo, decidió titularla Todo es cine (Everything is Cinema), poniendo de manifiesto la imposibilidad de acotar los límites de la obra del director de El desprecio (1963).
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Godard fue un creador infatigable de imágenes icónicas (la estética de “los años 60” le debe tanto a él como a Warhol), se le considera el inventor de la modernidad cinematográfica, figura como uno de los padres del cine-ensayo y es probablemente uno de los historiadores del arte más heterodoxos. Los 266 minutos del proyecto videográfico Histoire(s) du cinéma, realizado entre 1988 y 1998, figuran como el más ambicioso intento por plantear una historia del cine, en íntima relación con los acontecimientos del agitado siglo XX.
Intentar comprender a Godard como el resultado del sumatorio de sus películas es una tarea absurda; de hecho, hasta ayer, se le consideraba el más grande de los cineastas vivos aun cuando ninguna de sus películas figuró nunca entre las 10 mejores de la historia según la canónica lista de la revista Sight & Sound. Godard era el cine, pero conocedor de los límites y peligros de la cinefilia —entendida como el ensimismamiento de aquellos que piensan que el cine lo encapsula todo—, el director de Vivir su vida (1962) supo transcender el ámbito de la pantalla, situando su figura en un lugar limítrofe entre el arte, la filosofía y la política. Godard, como Bob Dylan, tuvo mil caras, pero todas ellas fueron indistintamente godardianas.
Hijo de un médico y nieto por parte de madre de banqueros suizos, Godard se trasladó a París en su adolescencia y estudió etnología en la Sorbona. En aquella época descubrió su pasión por el cine e hizo de la Cinémathèque Française su escuela de vida. En 1950 empezó a trabajar como crítico cinematográfico en varias revistas, entre ellas la célebre Cahiers du Cinéma, en las que utilizaba el seudónimo de Hans Lucas. En la redacción de los Cahiers coincidiría con François Truffaut, Éric Rohmer, Claude Chabrol y Jacques Rivette, con quienes fundaría la conocida como nouvelle vague.
Desde su primer largometraje, Al final de la escapada (1960), Godard fijó con claridad las coordenadas de su singular y revolucionario proyecto fílmico, consistente en tomar las ruinas del viejo Hollywood (los temas, tramas y temperamentos de cineastas como Otto Preminger, Fritz Lang o Max Ophüls) y pasarlas por el tamiz insurrecto de la modernidad, entendida, a la manera de Brecht, como un cúmulo de rupturas autorreflexivas. Para Godard, el cine ya no podía seguir apoyándose en las plácidas aguas de lo narrativo, sino que debía convertirse en una forma audaz de pensamiento, capaz de aunar el hedonismo y la pulsión de muerte.
El revolucionario proyecto fílmico de Godard consistió en tomar las ruinas del viejo Hollywood y pasarlas por el tamiz de la modernidad
Cuando Godard invitó a Samuel Fuller a realizar un cameo en Pierrot el loco, el díscolo cineasta hollywoodiense aprovechó la ocasión para pronunciar en pantalla su particular credo fílmico, según el cual el cine era “como un campo de batalla; amor, odio, acción, violencia, muerte… En una palabra: emociones”.
Godard lo sabía casi todo de las emociones humanas —incluso cuando su mirada fue eminentemente masculina, una pensadora feminista como Susan Sontag lo elevó a la categoría de salvaguarda del cine—. Emociones viscerales que se propagaban por sus películas a través de los cuerpos sublevados y los gestos melancólicos de Belmondo, Karina, Jean Seberg, Brigitte Bardot, Anne Wiazemsky o Jean-Pierre Léaud, entre tantos otros intérpretes inmortalizados por la varita fotogénica del maestro.
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Sin embargo, junto a las emociones siempre vibraban las ideas y la política. Golpeado por el Mayo del 68 y afiliado al maoísmo, Godard realizó una de sus más recordadas fintas ideológicas y estéticas al crear, junto a Jean-Pierre Gorin, el Grupo Dziga Vertov, con el que abandonó la industria para experimentar con la realización de filmes colectivos, realizados bajo el signo de la praxis cooperativista.
Sobre las películas de este periodo de activismo político-fílmico, entre las que destacan títulos como Número deux (1975) o Ici et ailleurs (1976), el gran crítico francés Serge Daney escribió que “Godard y Gorin han transformado el cubo escenográfico en aula, el diálogo del filme en recitado, la voz en off en curso magistral, el rodaje en trabajos orientados, el tema de los filmes en títulos de cursos universitarios, y al cineasta en maestro de escuela, en profesor particular, en vigilante”.
Pese a la disolución del Grupo Dziga Vertov, Godard nunca abandonó los postulados de un cine político, de agitación. En el estreno en el Festival de Cannes de Yo te saludo, María (1984) —una moderna interpretación del embarazo de la Virgen María—, Godard recibió un tartazo en la cara, mientras el Papa Juan Pablo II condenaba la película públicamente.
Su cine tocó los límites del hermetismo con su libérrima adaptación de El rey Lear (1987) de Shakespeare, en la que “actores” como Norman Mailer, Woody Allen o Leos Carax deambulaban recitando frases de la obra original mientras Godard aparecía en pantalla disfrazado con una peluca hecha de celuloide. Eran los años del vídeo y la desacralización del soporte fílmico. Años de labor teórica e historiográfica, de la mano de la ya mencionada Histoire(s) du cinéma, que luego dio pie a la llegada de una nueva colección de obras maestras, encabezadas por Elogio del amor (2001), en la que Godard navegó entre el blanco y negro de antaño y la alquimia de colores primarios de lo digital para componer una oda sublime sobre las múltiples caras del discurso amoroso.
Los detractores de Godard solían recriminarle una supuesta afectación intelectual, cuando en realidad sus películas estaban hechas para ser gozadas con todos los sentidos
El genio de Godard nunca se agotó. En el año 2014, cuando el hype por el redescubrimiento de la tecnología 3D por parte de Hollywood ya agonizaba, llegó la inolvidable Adiós al lenguaje, en la que Godard utilizaba el 3D —para filmar a su perro, entre otros seres bellos— como si fuera un niño jugando con un dispositivo de nuevo cuño.
Los detractores de Godard solían recriminarle al cineasta una supuesta afectación intelectual, cuando, en realidad, sus películas estaban hechas para ser gozadas con todos los sentidos. Si en la poesía las palabras cuentan tanto por su significado como por su forma, extensión y cadencia, en el cine de Godard las imágenes acarician o asaltan al espectador armadas con todo su arsenal expresivo.
Sobre la dimensión poética de la obra godardiana, el crítico Kent Jones destacaba que el empeño en leer a Godard como un animal político había tenido el paradójico efecto de reducir al cineasta a la condición de “noble agitador, un Noam Chomsky del cine”. Jones acertaba al indicar que “los momentos más reveladores del cine de Godard llegan siempre de repente, inesperadamente; uno podría pensar que el núcleo de su práctica estética consiste en crear un trasfondo para la emergencia de dichos momentos”. Momentos tan reveladores como aquel pasaje de Adiós al lenguaje en el que Godard separaba, o más bien desanclaba, las dos cámaras que debían generar la imagen en 3D. De repente, lo tridimensional daba paso a la superposición caótica de dos imágenes en 2D, un embrollo audiovisual que recuperaba su forma en 3D cuando las dos cámaras volvían a encontrarse, de repente. Juego de niños, revolución picassiana.
Resulta doloroso, casi inconcebible, pensar que ya no volveremos a descubrir nuevas invenciones del maestro, que ha fallecido a los 91 años en su casa en Rolle, Suiza. Nos dejó Godard. Para siempre Godard.