Jenkins, amor y odio en la América negra
El auge del cine afroamericano se consolida con el retorno de Barry Jenkins. El director de Moonlight vuelve a apelar a las emociones con El blues de Beale Street, una película tan arrebatadora como demoledora.
25 enero, 2019 01:00En su análisis de la cosecha de 2018 de cine norteamericano, Nicolas Rapold, director de la revista neoyorquina Film Comment, ha apuntado que, “mientras uno de los mayores dramas de los dos últimos y eternos años ha sido la abierta hostilidad hacia las minorías demostrada por nuestros líderes, la correspondiente fuente de esperanza, alegría y entendimiento ha llegado con el triunfo de varios cineastas negros”. Rapold apunta a un amplio abanico de propuestas que van desde Black Panther de Ryan Coogler -una exitosa superproducción de Hollywood que aborda la compleja subsistencia de la cultura afroamericana- hasta Infiltrado en el KKKlan de Spike Lee, un testimonio satírico y a la vez espeluznantemente verídico de la pervivencia del odio racial en la América contemporánea. A la lista habría que sumar títulos que todavía no tienen fecha de estreno en España, como la comedia Sorry to Bother You del rapero Boots Riley o el documental Hale County This Morning, This Evening, del último talento surgido de Sundance, RaMell Ross, y culminaría con la película que nos ocupa, El blues de Beale Street, el nuevo y magnético trabajo de Barry Jenkins, responsable de la proeza de lograr un Oscar a la Mejor Película con un filme, Moonlight, protagonizado por un joven negro y homosexual en la América del siglo XXI.
¿Pero qué lugar ocupa exactamente Jenkins en este auge del cine afroamericano? Mientras Coogler ha sabido alinear el imaginario negro con el gusto popular (al igual que hizo Jorden Peele con Déjame salir), y Spike Lee mantiene viva su furiosa oposición al statu quo, Jenkins no puede ocultar su condición de estilista de las emociones, autor de un cine intimista y manierista que emparenta el lamento elegíaco con el canto a la esperanza. La incuestionable dimensión política de la obra de Jenkins surge de forma tangencial, a través de la instigación de un sentir universal. ¿O es que existe alguien capaz de no empatizar con el drama de dos jóvenes y angelicales almas gemelas que ven truncado su amor por culpa de la intolerancia? Que los amantes atormentados sean un chico y una chica del Harlem de principios de la década de 1970 supone un detalle nada menor. Lo sabía muy bien el literato, ensayista y activista afroamericano James Baldwin, autor de la rapsódica novela homónima que Jenkins adapta con fidelidad reverencial en El blues de Beale Street, una película tan arrebatada como demoledora.
De Aretha Franklin a Miles Davies
Además de una delicada inmersión en las aguas de la epifanía amorosa -“es un milagro darse cuenta de que alguien te ama”, escribió Baldwin-, el nuevo filme de Jenkins se presenta como un vigoroso mosaico cultural que acerca al espectador a la América negra desde una perspectiva abierta y multirracial. Mientras en la novela Baldwin aludía directamente al Respect de Aretha Franklin, Jenkins anima El blues de Beale Street con Blue in Green de Miles Davies y That's All I Ask de Nina Simone, piezas musicales que, en este filme atmosférico, comparten jerarquía sonora con el ruido de la lluvia o el bullicio urbano. Más improbable es que Baldwin hubiese imaginado que su prosa cargada de modismos callejeros alcanzaría la gran pantalla a través de los retratos fotográficos de la América negra tomados por el japonés Katsu Naito, una influencia reconocida por Jenkins.
El abanico multicultural se abre definitivamente si se estudian los puentes que tiende Jenkins a través de su cinefilia. De partida, la sombra del hongkonés Wong Kar-wai, que ya se extendía por la temporalidad esquiva de Moonlight, reaparece en El blues de Beale Street hermanada con la escritura de Baldwin, cuya novela se presentaba casi como un flujo de conciencia, con idas y venidas en el tiempo, sin separaciones por capítulos y con la voz interior de la joven Tish, una chica de diecinueve años, como guía permanente.
Un dispositivo estructural que la película adopta a rajatabla y que Jenkins puntúa con una serie de dolientes retablos frontales y sensuales paseos a cámara lenta -a la manera de Deseando amar-, lo que da como resultado un torrente atemporal de imágenes en el que conviven la promesa del amor y su destrucción a manos del cruento orden social.
En El blues de Beale Street impera una melancolía colorista. Los morosos y ceremoniales movimientos de la cámara dotan de un aura sacramental la existencia de los amantes, que, en una escena que parece salida de Los paraguas de Cherburgo, pasean bajo la lluvia, por el Greenwich Village, componiendo una romántica oda tricolor: él de verde, ella de amarillo, el paraguas, rojo profundo. En el extremo cálido de la película, Jenkins toma como mandamiento el elogio de Baldwin a la belleza trascendental de la experiencia amorosa. “El cuerpo de la persona amada es siempre un misterio, no importa lo bien que se conozca: es el envoltorio mutable que contiene el más hondo enigma de la propia vida”, escribe el novelista que acompañó a Malcolm X y Martin Luther King en la lucha por los derechos civiles, antes de exiliarse y morir en Francia.
Una maquinaria de opresión
Luego, en el extremo aciago de El blues de Beale Street, Jenkins no esconde las miserias de la eficaz maquinaria de opresión racial a la que se enfrentan Tish y Fonny, ella embarazada, él encarcelado por una violación que jamás cometió. En el collage impresionista y agridulce que da forma al filme, tienen un rol relevante la violencia policial, el encarcelamiento como salvaje método de opresión, y un sistema de justicia encargado de garantizar el sometimiento, y no la libertad, de los ciudadanos más vulnerables. Una realidad que palpita de forma punzante en las visitas de Tish (una resplandeciente KiKi Layne) al encarcelado Fonny (Stephan James, un nuevo y deslumbrante descubrimiento para la colección de hombres sensibles del cine de Jenkins). Más aun que el progresivo embarazo de la chica, es el semblante crecientemente derrotado del chico lo que ordena la infausta cronología de los acontecimientos. Un tiempo estancado que intenta avanzar pero que, como reveló Baldwin y ahora certifica Jenkins, no consigue escapar de la perenne injusticia infligida sobre el pueblo afroamericano.