Image: James Stewart

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Cine

James Stewart

Cien años del hombre que encarnó a Estados Unidos

15 mayo, 2008 02:00

Un joven Stewart, retratado en el libro James Stewart, El americano tranquilo (T&B editores), de Gerard Molyneaux

El martes 20 de mayo, James Stewart hubiera cumplido 100 años. El actor, uno de los rostros más emblemáticos del cine clásico de Hollywood, trabajó en vida con los mejores directores (Ford, Hitchcock, Capra, etc) y en los más diversos registros. El escritor y guionista Manuel Hidalgo recorre para El Cultural los hitos de su leyenda.

James Stewart hizo películas durante 46 años. Su filmografía atesora cerca de 80 títulos, especialmente significativos en un largo período de máxima intensidad que podríamos delimitar entre Vive como quieras (Frank Capra, 1938) -el actor tenía 30 años- y El gran combate (John Ford, 1964), película que interpretó a los 56 años de edad. Antes, las primeras interpretaciones de un joven actor en ciernes. Después, el siempre difícil encaje de toda estrella que, rebasada la madurez, ya no es propicia para los papeles básicos de galán (romántico o cómico) y de héroe protagonista que la industria, con pocas excepciones, adjudica mientras cierta aura de energía y juventud es trasladable a los siempre mayoritarios espectadores jóvenes.

El grueso, pues, y bien denso trabajo de Jimmy -como se le conocía- Stewart tiene lugar en los años 40 y 50, en el periodo clásico de Hollywood, y, en diversas caras del clasicismo, se resume el perfil decantado del actor.

Propio de las estrellas del cine clásico era transmitir que un modo natural de ser y de estar del actor era la esencia de su prestación como intérprete. Alto y desgarbado, su rostro más juvenil era un poco soso, a medio hacer. Más tarde, esa cara daba idea de nobleza de carácter. Siempre, la apariencia física de Stewart declinaba confianza, rectitud moral, virtudes humanas, una entereza y fortaleza interiores que no necesitaban de la fuerza física para desempeñarse con coraje como persona, como ciudadano o como héroe corriente de una peripecia.

Por lo antedicho, casi puede deducirse que Stewart no estaba llamado a despertar pasiones o entusiasmos furibundos, sino, más bien, a concitar una fiabilidad consolidable, como así fue, a medio y largo plazo y por acumulación. Donde él estuviera habría una historia interesante. No nos haría saltar de la butaca, no agitaría nuestros deseos, pero nos calaría, nos daría hondura, nos ensancharía por dentro, nos haría mejores.

En todos estos sentidos, James Stewart tuvo su mejor par en Henry Fonda (más duro por dentro y por fuera), otra cumbre del clasicismo amasado con el ser y el estar, su antiguo compañero de piso en los compartidos comienzos teatrales en Nueva York, a principios de los años 30. Era el hijo de un ferretero presbiteriano de Indiana, de origen escocés, había estudiado arquitectura (con brillantísimas notas) nada menos que en la Universidad de Princeton, pero el veneno del teatro y del cine privó al mundo de un probable gran arquitecto.

No es difícil aislar con pinzas las vetas más relevantes de la prolongada carrera de James Stewart. Son tres, en las tres trabajó con los mejores y en las tres dio espléndidos e imperecederos resultados: la comedia, el "western" y el "thriller" de suspense psicológico.

El gran Frank Capra logró no sólo convertir al larguirucho con aire despistado y, si se quiere, un poco bobalicón en actor de comedia, sino que selló también su imagen de buen americano, conservador con un toque homeopático de liberalidad, susceptible de encarnar valores individuales y colectivos de ortodoxo consumo familiar. Además de con Vive como quieras, esa impronta se fraguó con Caballero sin espada (1939) y la decisiva ¡Qué bello es vivir! (1946). El comediante todavía ofreció dos perlas más con algunos de los mejores maestros del género: con Ernst Lubitsch, El bazar de las sorpresas (1940), y, ese mismo año, con George Cukor, Historias de Filadelfia, que le valió -entre las cinco ocasiones en que estuvo nominado- el único Oscar de su carrera.

Situados en los 40, y antes de seguir, aprovechemos dos acontecimientos de la década para discernir las razones por las que James Stewart iba a afianzar, al margen de la pantalla, su silueta conservadora: el amor y la guerra. En 1949, se casó para siempre con Gloria Hatrick. El matrimonio, sin dar que hablar, duró 45 años -hasta la muerte de la esposa- y engendró familia numerosa: cuatro hijos.

Aficionado desde niño a los aviones, Stewart se alistó como piloto de cazabombarderos en la II Guerra Mundial, evitando deliberadamente tareas de retaguardia u oficina. De simple soldado llegó insólitamente a coronel, recibió numerosas condecoraciones y pasó a la reserva con el grado de general, participando en lo sucesivo en conmemoraciones y actos de veteranos del Ejército.

Sin duda, esta imagen pública de fiel marido y militar patriota multiplicó con los ingredientes que algunos personajes de la pantalla -del "western" sobre todo- le iban a conferir, redondeando su inclusión en el seno de los héroes del imaginario tradicional americano, buen motivo para que Billy Wilder le confiara el papel del aviador Charles Lindberg -gloria nacional- en El héroe solitario (1957).

Pero antes de pasar al "western" -el género que explica la construcción de los Estados Unidos como país-, hagamos un intermedio en el lado oscuro para encontrarnos con Alfred Hitchcock. La salud espiritual de nuestro actor y su carisma de hombre común bien pudo excitar al juguetón y perverso director británico a incluirle -como hizo, precisamente, con Henry Fonda en Falso culpable (1957) y, siempre, con las rubias de cristal- en su universo enfermizo y criminal. La fructífera colaboración dio lugar a cuatro obras maestras: La soga (1948), La ventana indiscreta (1954), El hombre que sabía demasiado (1956) y De entre los muertos (Vértigo, 1958), operación que remató irónicamente Otto Preminger, un destacado habitante de las tinieblas "hitchcockianas", cuando encargó a Stewart la defensa de un presunto -y probable- criminal en Anatomía de un asesinato (1959). Y fue el western el género que nos permitió ver crecer a Stewart, verle madurar sazonadamente y envejecer hasta entrar en la distinguida categoría de los héroes crepusculares y cansados, siempre íntegros e intactos. Los años 50 marcan la cúspide James Stewart en el Oeste de la mano del director que más veces -ocho- le dirigió en su vida: el maestro Anthony Mann. Con Mann, Stewart estuvo inmenso en una serie continuada de películas cuya relación debería quitar el hipo: Winchester 73 (1950), Horizontes lejanos (1952), Colorado Jim (1953) y, entre otras, El hombre de Laramie (1955).

Stewart ya había quedado sobradamente en suerte como icono de las praderas, las montañas y los espacios abiertos para que John Ford, el genio del género lo recogiera -muy tardíamente, desde luego- y lo acompañara en su lento atardecer con dos de las mejores películas del Oeste y de la Historia del Cine: Dos cabalgan juntos (1961) y El hombre que mató a Liberty Valance (1962), en las que el sabio tuerto llevó al actor a un terreno moral distinto. En la primera -célebre entre cinéfilos por el largo plano fijo a orillas de un río en el que Stewart y el recién desaparecido Richard Widmark charlan-, el actor se adentró excepcionalmente en el campo de la corrupción. En la segunda, Ford hace confesar a Stewart que su lucida carrera como senador se debió al mérito oculto de su mejor amigo, que le cedió la gloria y la novia: John Wayne.

Alcanzó una fértil longevidad y murió, en 1997, en Los ángeles, a los 89 años. Fuera de esta limitada evocación, que busca ser esclarecedora, quedan otras magníficas películas. Podemos citar a algunos de sus contundentes directores: Brown, Wellman, King, Wood, Stevens, Borzage, Vidor, Hathaway, Thorpe, Lang, Koster, Daves, Le Roy, Quine…, la flor y nata del espléndido periodo clásico de los estudios.

Y sólo es posible acabar con las palabras que el senador Ramson Stoddard pronuncia, por boca de James Stewart, en El hombre que mató a Liberty Valance: "Cuando los hechos se convierten en leyenda, se publica la leyenda".