Volver
Director: Pedro Almodóvar
23 marzo, 2006 01:00Penélope Cruz es Raimunda en Volver, de Pedro Almodóvar
A diferencia de lo que ocurría en los tres títulos anteriores de Almodóvar, apenas queda rastro alguno en Volver de la tendencia a interponer otras formas de representación (cine, teatro, ballet...) para filtrar la expresión de las emociones o como resorte para la reconsideración irónica de la acción. Tampoco se recurre aquí a la cita culturalista ni se invocan referentes artísticos a modo de muleta o de subrayado externo. La frágil y arriesgada materia narrativa del filme se despliega esta vez dentro de una formulación visual que desvela una autoexigente y rigurosa depuración.Dice el cineasta que con esta obra -una historia en la que los muertos regresan para acompañar a los vivos en su tránsito hacia la muerte- ha purgado su propio duelo, ha llenado un vacío y se ha despedido de algo. Cabe especular entonces con que sea esta dimensión de exorcismo íntimo y privado la que permite a las imágenes de Volver bucear en el interior de sí mismas, sin poses estéticas impuestas desde fuera, en busca de una verdad que, esta vez sí, nace de la propia puesta en escena, de la limpia sinceridad con que las formas generan aquí una emoción genuina sin necesidad de recurrir al subrayado esteticista ni al exhibicionismo cultural.
No ha hecho falta, para alcanzar esta gozosa conquista, que Almodóvar se desprenda de su particular Arcadia poética, auténtica native land de su imaginario ficcional (los recuerdos de su infancia en La Mancha), ni tampoco que renuncie a la sustancia viva de sus registros más reconocibles ni, mucho menos, que se aparte de ese universo femenino tan habitual en su cine. Más bien todo lo contrario. Ha sido preciso que se decidiera a entrar en aquella tierra de promisión imaginaria a cuerpo descubierto, que se atreviera a indagar sin autocomplacencia en su particular y ficcional gineceo.
De esa indagación ha salido una película que padece, pese a todo, algunos diálogos explicativos en sustitución de acciones no inventadas (la crucial conversación en el banco entre Carmen Maura y Penélope Cruz), un perfil masculino estereotipado y casi caricaturesco (el marido de Raimunda) y un desenlace algo desmayado, precedido por algunos falsos finales, pero sus fotogramas desvelan una dimensión compasiva y profundamente humana que se abre paso con la emocionante fuerza interior de la verdad cotidiana.
No es fácil que lo costumbrista y lo fantástico convivan en armonía dentro de la misma imagen. Ese es un privilegio exclusivo del gran cine, de momentos mágicos y generalmente aislados. Es un destello que irrumpe por sorpresa, que asalta un plano de forma imprevista. Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando la abuela fantasmal aparece encogida en el maletero del coche: una imagen que sintetiza la comedia y lo surreal, el naturalismo y el esperpento, sin énfasis ni retórica. A partir de ese momento, la puesta en escena de esta fábula íntima y universal a la vez se mueve sobre un estrecho filo, amenazado simultáneamente por los peligros de la contención y del exceso sin llegar a caer de forma ostensible en ninguno de los dos.
Como sucede en las mejores historias que tratan con el universo del más allá, las dos hermanas se ganan a pulso el derecho a encontrarse con el fantasma de su madre (aunque Almodóvar escamotea, mediante oportuna elipsis, un tercer encuentro que hubiera podido ser decisivo: el de la abuela con su nieta), tras lo que el relato -algo timorato en este aspecto- devuelve finalmente al fantasma su más terrenal y maternal condición.
Este es, a fin de cuentas, un fantasma de carne y hueso, que arrastra consigo una herida nunca curada y que vuelve del pasado para ajustar cuentas con el pretérito de su propia vida y con el futuro de sus hijas. Un fantasma de intensa y dolorosa realidad (hijo simultáneo de todas las mujeres sufrientes en el cine de su autor y de una dura lacra social todavía vigente hoy en España), pero condenado a prolongar su existencia secreta, cuidando calladamente a los vivos, durante el resto de sus días.
Por eso, quizás, la historia de este fantasma y de todas las mujeres que le rodean lleva dentro una hermosa radiografía vital trazada con tanto estilo como convicción, filmada con sabia distancia, pero sin escepticismo, capaz de conjugar con armonía el desgarro y la inocencia, el dolor y la esperanza, la España negra y la España luminosa, el tremendismo y la estilización. Un gran paso hacia delante en la conquista de la madurez expresiva.