Malick descubre América con El nuevo mundo
Colin Farrell y Q´Orianka Kilcher en El nuevo mundo, de T. Malick
Para sorpresa de todos, esta vez sólo hemos tenido que esperar ocho años para disfrutar de otra película de Terrence Malick. El paraíso destruido por la guerra en La delgada línea roja da paso ahora al paraíso conquistado por los colonos ingleses en El nuevo mundo, que llega el viernes 24 de febrero a nuestras salas. Con su cuarto largometraje en más de treinta años, el visionario cineasta norteamericano transforma la leyenda de John Smith (Colin Farrell) y Pocahontas en un hermoso y poético canto al amor, la inocencia y la pérdida.
Cineasta de culto
Mientras no pare de añadir obras maestras de entidad tan personal y artística a su breve obra cinematográfica (4 películas en 33 años), el culto a este cineasta nacido en un pueblo de Texas en 1943 estará siempre justificado. La pasión con que le defienden los devotos seguidores de su cine es sólo igualada por el visceral rechazo con el que sus detractores hablan de lo pretencioso y näif que les resultó La delgada línea roja. Algo semejante ha ocurrido con el estreno de El nuevo mundo en Estados Unidos, que, una vez más, ha dividido radicalmente a la crítica. "Malick es un visionario, y esta historia requería de él", asegura Roger Ebert en el ‘Chicago Reader’; mientras que J. Hoberman escribe en el ‘Village Voice’ que la obra "raramente alcanza la grandiosidad sinfónica que busca". Como Godard, Antonioni o Tarkovsky, los poetas detrás de la cámara siempre han despertado pasiones contrapuestas. Malick, el único director que hoy en día puede orquestar una superproducción sin pagar tasas comerciales (es asombrosa la libertad con la que trabaja), no iba a ser menos.
Y la misión del poeta, según Martin Heidegger, "es arrojar luz a lo que la metafísica ha oscurecido". Los versos que palpitan en las imágenes de La delgada línea roja nos aseguran que las enseñanzas del filósofo alemán quedaron grabadas a fuego en la memoria del joven estudiante de Filosofía en Harvard que fue Terrence Malick, hoy el más lírico y filosófico de los cineastas en activo. Su filmografía puede contemplarse toda ella, según sugieren los profesores Marc Furstenau y Leslie MacAvoy, como un glosario en imágenes de los principios heideggerianos. No en vano, de la secreta biografía del autor de Malas tierras se sabe que tradujo al inglés varias obras de Heidegger antes de añadir su nombre al olimpo del cine norteamericano.
El poeta y el filósofo, efectivamente, se enredan y alimentan de forma inevitable en el pulso (a)narrativo del cine de Malick, que responde a la conquista de estímulos sensoriales mediante argumentos de ecos bíblicos. Pero también se dan cita en su cine el historiador y el naturalista que lleva dentro. Si de sus tres anteriores películas pueden colegirse sendos capítulos que vienen a resumir el siglo XX de la historia de Estados Unidos -el mito rural de principios de siglo (Días del cielo), la segunda guerra mundial (La delgada línea roja) y la convulsión de valores que trajo la cultura posmoderna (Malas tierras)-, con El nuevo mundo Malick viaja ahora al siglo XVII, al edén de los tiempos inmemoriales en que Estados Unidos todavía estaba por nacer, a la llegada de los primeros colonos ingleses a una tierra virgen e inocente, escenario de leyendas que hoy son el mito de la América fundacional, surgida bajo fuego y pólvora, sí, pero (y esto es lo que le interesa a Malick) también bajo las inclemencias del amor.
Canto a la inocencia
En esta aventura épica la coartada es el encuentro de las culturas europea y nativa americana durante la creación de la colonia Jamestown en 1607, a través de la romántica leyenda de John Smith (Collin Farrell) y Pocahontas (Q’Orianka Kilcher), pero el verdadero propósito de Malick es un canto a la inocencia, al amor y al paraíso perdido. Malick glosa la archiconocida leyenda, al contrario de tantos precedentes (el más conocido, el de Disney), como si ninguno de los implicados delante y detrás de la cámara conociera los libros de historia que se escibirían en el futuro. Inocencia es la palabra clave para acercarse a este nuevo mundo. Desde la llegada de los barcos ingleses a las tierras salvajes de Virginia -con la invocación al preludio de El oro del Rhin de Wagner-, Malick pasa por encima de la trama convencional en favor de un cine sensitivo que, como en su anterior filme (con el que guarda muchas similitudes), acumula una polifonía de voces en off, al tiempo grandiosas y naifs, que subliman las emociones de los personajes y la conexión del hombre con la naturaleza y sus "múltiples rostros".
Smith y Pocahontas -que en ningún momento de la película es llamada por ese nombre- bailan sus rituales del amor al piano de Mozart y envueltos en nubes de divagaciones líricas, enseñándose mutuamente sus lenguas y culturas, perdidos en la adoración y curiosidad que sienten el uno por el otro, mientras que las crueles batallas, el hambre y la desesperación que atenazan a los colonos -incapaces de organizarse en una tierra desconocida-, o las luchas entre las tribus locales, se desarrollan en la pantalla como si fueran los recuerdos de un sueño o las obligadas conductas argumentales de un largometraje que en su metraje final se traslada a Inglaterra. Está claro que lo que a Malick le interesa contarnos, según parece que ha imaginado esta fascinante película en su cabeza, es algo que sobrevuela la razón de la narrativa y aterriza directamente en el sustrato emocional del espectador.
Nostalgia del paraíso
Asegura la productora de El nuevo mundo, Sarah Green, que Malick tuvo la idea para esta película ya en los años setenta, y que escribió el guión hace veinticino años. No es difícil imaginar al joven director de Malas tierras vislumbrando los balbuceos de esa América en la que Kit y Holly (debutantes Martin Sheen y Sissy Spacek) buscaban desesperadamente el paraíso. También los oportunistas Bill, Abby y Linda ansiaban lo mismo en los campos de trigo de Días del cielo, o el soldado Witt de La delgada línea roja en las cabañas indígenas de ese "otro mundo" que descubre en las islas Melanesias, lejos del fragor de la batalla.
De forma consciente o no, todas las películas de Malick están surcadas por la nostalgia del hombre por el paraíso perdido y su consiguiente corrupción y destrucción cuando se encuentra. Ahora es John Smith quien halla en el corazón de la naturaleza una comunidad que "no conoce los celos ni el sentido de la propiedad", un mundo al que todavía no han corrompido la avaricia y el oportunismo de las civilizaciones. En este frente es donde entra en juego el talento excepcional de Malick para expresar sus ideas en torno al hombre con la representación de la naturaleza. Tomando otro consejo de Heidegger, quien advirtió en su libro ¿Y para qué poetas? de la peligrosa confusión entre "naturaleza" y "ciencias naturales", en Malick los paisajes dejan de ser simples marcos pictóricos donde encerrar la acción para expresar por sí mismos estados del alma.
En la hora mágica
Legendaria es en este sentido la obsesión de Malick por rodar en la breve "hora mágica" -que trajo de cabeza al director de fotografía Néstor Almendros en el rodaje de Días del cielo-. Una obsesión que responde a la necesidad de retratar el alma agonizante de sus criaturas. Rodada íntegramente por el operador Emmanuel Lubezki en 65 milímetros (la primera vez desde el Hamlet de Brannagh que esto ocurre), en su cuarta película Malick se entrega a su condición de naturalista que pinta cuadros en movimiento con mayor énfasis si cabe que en su obra precedente, como si el paso del tiempo le hubiera confirmado en la decisión de integrar al hombre en su entorno natural, del mismo modo en que están integrados los cocoteros y las cacatúas a los que dedica tantos hermosos planos. El agua y la luz adquieren en El nuevo mundo un carácter trascendental.
Será el ansia exploradora y la ambición por los nuevos territorios de los colonos lo que conviertan este paraíso en un infierno de odios y traiciones. Incluso John Smith, ignorante de que ha encontrado el refugio definitivo, debe abandonar a Pocahontas en busca de más aventuras y ceder su puesto al aristócrata viudo John Rolfe (Christian Bale). Como si fuera un sosias del rico granjero que interpretaba Sam Shepard en Días del cielo, Rolfe acaba casándose con Pocahontas y viajando con ella a Inglaterra para ser presentada como princesa de la joven Virginia en la regia corte británica.
Fascinante fresco
A partir de acontecimientos reales, tomados directamente de los escritos de John Smith, de James Barlowe, Robert Beverly y otros historiadores, Terrence Malick lleva el mito americano a su terreno y lo transforma en un fascinante fresco de la corrupción del edén. Incluso John Smith y Pocahontas adquieren el aura de un Adán y Eva sacados del Génesis, cuyo amor roto por los malentendidos sedimentó la tierra en la que creció la América que hoy conocemos.
Afirma el veterano actor Cristopher Plummer, quien interpreta al capitán Christopher Newport, que Malick es como "alguien de un mundo lejano que ha entrado por casualidad en el negocio del entretenimiento y se niega a dejarse seducir, insistiendo en hacerlo a su manera y sólo a su manera". Los que todavía tienen fe en el cine entendido como poesía, esperan que siga haciéndolo por mucho tiempo y con más frecuencia.