Siempre he admirado la concisión de Borges. Por una vez intentaré imitarlo. Pienso que la prolijidad nace de la inseguridad. Acumular páginas a veces es una forma de ocultar que no se tiene nada que decir. La pregunta que encabeza este texto quizás es una cuestión tan insondable como intentar describir los infinitos atributos de Dios. La literatura también es un territorio infinito. He de decir que es el territorio en el que ha discurrido la mayor parte de mi vida y soy consciente de que nunca pisaré ciertas regiones. Nunca conoceré a fondo las literaturas orientales. He leído varias veces Las mil y una noches, experimentando la sensación de que cada relato prolongaba realmente mi existencia, pero sé que nunca tendré un conocimiento aceptable de las letras de China, la India o Persia.
Me duele, pero también sé que solo conozco un pequeño enclave del universo y me he resignado a morir ignorando cómo es realmente el cosmos, ese misterio que nos envuelve y que tantas veces nos hace sentirnos insignificantes. ¿Qué es el universo? ¿Quizás el sueño de Dios? Un sueño que se expande sin cesar, como una biblioteca que no deja de añadir nuevos títulos. ¿Qué es la literatura? ¿Tal vez el sueño de una especie que no ha podido resistir la tentación de emular a los dioses, duplicando la realidad con ficciones que pasan de una generación a otra, como un eco que nunca se extingue? No todas lo consiguen, pero las que sortean los siglos reciben el nombre de obras inmortales. Me pregunto si escribir no es una forma de matar a Dios, usurpando su poder creador. En ese sentido, la literatura sería hija del pecado. De hecho, todo indica que es un vástago del árbol de la ciencia, la manzana que nos ha revelado nuestra fragilidad y finitud.
El ser humano quiere saber, quiere comprender, no se conforma con estar. Esa es una de las razones por las que escribe. La literatura es una forma de explorar el mundo para descubrir sus claves, sus secretos. Queremos saber tanto como los dioses y por eso les hemos arrebatado la palabra, que es fuego, Logos, el arché o principio de todo lo que existe, como sostuvo Heráclito. Por tanto, la literatura es un sacrilegio. Si nos hubiéramos conformado con el paraíso, no escribiríamos. Sin el pecado original, no existiría la historia. No habría nada que contar. Se ha reprochado a Dios que creara el mundo, sabiendo que se produciría la Caída, pero la providencia no es ciega. La expulsión del paraíso fue necesaria para que adquiriéramos una identidad e incluso para que Dios se conociera mejor a sí mismo, asumiendo la necesidad de bajar a la Tierra para transitar por la duda, el desamparo y la muerte.
Alguno dirá que estas fintas teológicas son gratuitas, pero no lo creo. La literatura tiende a desaparecer del mundo moderno con la misma fatalidad que la religión y la filosofía. Es algo del pasado. O, más exactamente, de nuestros orígenes. Si algún día baja definitivamente a las catacumbas y su lugar, como ya está sucediendo ahora, es ocupado por libros banales, mero entretenimiento de vida efímera, perderemos el contacto con nuestras raíces y nos quedaremos suspendidos en el vacío. No es una profecía tremendista, sino algo que ya estamos viviendo. En nuestro tiempo, el ser humano ha perdido el sentido de la historia y no atisba ninguna forma de trascendencia. Los grandes centros comerciales son las catedrales del siglo XXI y su liturgia consiste en realizar una compra con una tarjeta de crédito.
La literatura es un sacrilegio. Si nos hubiéramos conformado con el paraíso, no escribiríamos
Este hecho nos muestra que la literatura es –como el arte, la filosofía, la música– lo que nos humaniza, lo que nos singulariza como especie, emancipándonos de la compulsión del instinto. La literatura es algo perfectamente inútil. Podríamos sobrevivir sin ella. Materialmente, claro. La inutilidad de la literatura es un signo de su grandeza. Pone de manifiesto su carácter espiritual. Aparentemente, tampoco necesitamos el bien o la belleza, pero ¿podríamos hablar de una existencia plenamente humana en su ausencia? La literatura es lo que nos ha permitido tener un nombre, ser alguien, llamarnos Ulises y no Nadie. Nos ha sacado de la inercia biológica, donde no hay creación, sino repetición. Nos ha proporcionado un origen, un fundamento.
Somos la especie que dejó el paraíso para recorrer el desierto y superar definitivamente las tentaciones, adquiriendo así una dimensión ética. Si no conociéramos el mal, no podríamos abrazar la virtud. La literatura no es solo una forma de decir las cosas, sino la única forma de decir las cosas que añade al lenguaje trascendencia. El libro no es un simple formato, sino uno de los atributos de Dios. No importa que algunas obras lo nieguen o lo ignoren. Todas intentan llegar más lejos, rebasar los límites y eso es la esencia de lo divino. No aceptar que las sombras de la caverna platónica son lo único real, sino presumir que el fondo último del ser es creatividad, un latido que alumbra sin descanso formas, contrastes, simetrías, armonías, silencios.
¿Qué es la literatura? Un acto de fe y un milagro. ¿Acaso no nos permite hablar con los difuntos o incluso resucitarlos? ¿No afirmamos que Cervantes, Dante o Shakespeare están vivos? ¿No vemos paisajes que ya han cambiado irreversiblemente o que jamás ocuparon un lugar en la geografía? Cada vez que miro las estanterías de mi biblioteca, con miles de libros cuidadosamente alineados, escucho el rumor del tiempo y en mis ojos se dibujan las playas del Ítaca, el bosque de Birnam, una polvorienta posada de Castilla y los prados verdes del limbo con Averroes discutiendo sobre los universales con Platón y Aristóteles. Me gustaría que leyeran esta nota y la juzgaran con indulgencia.