Debo a Andrés Seoane, joven periodista y gallego enemistado con la tibieza y la ambigüedad, el hallazgo de Jorge Luis Borges en la fresca penumbra de un soportal de Ávila. Seoane y yo somos compañeros de trabajo y, sin embargo, amigos. Alguien dijo que las enseñanzas de El Príncipe de Maquiavelo se cumplen a diario en el pequeño universo de una oficina, pero lo cierto es que Andrés y yo hemos pasado por ese campo de batalla sin conocer la traición o la deslealtad. Es un raro privilegio que los dos agradecemos. Una sofocante noche de julio salimos juntos a pasear por la calle Huertas de Madrid, pródiga en librerías y tabernas. ¿Qué mejor compañía puede anhelar un libro que una jarra de Guinness con algo de oporto? Afortunadamente, mi amistad con Andrés no se rige por los preceptos de la pérfida Albión, que aconseja excluir la confidencia y, al cabo de un tiempo, omitir el diálogo. Durante esa salida nocturna, hablamos de libros, compartimos chismes –la república de las letras perdería mucho sin ellos- y nos adentramos en el terreno de la confidencia, sin otra traba que el siempre necesario pudor.
-No creerás a quién encontré en Ávila –dijo Andrés-. Fue el verano pasado, cuando me acerqué para escribir un reportaje sobre santa Teresa.
-¿Quizás a algún escritor?
-Sí, un escritor, pero un escritor difunto.
Pestañeé con estupor, preguntándome si la Guinness y el oporto se le habían subido a la cabeza. De hecho, mi cerebro ya se había internado en una placentera nube de alcohol y las inhibiciones comenzaban a desmoronarse.
-¿Difunto?
-Borges. Me encontré con Borges.
-¿Lo dices en serio?
-No estoy seguro, pero se parecía muchísimo a él. Me alojé en una pequeña pensión cerca de la Plaza de Santa Teresa.
-Una bonita plaza –interrumpí- masacrada por un horrible edifico moderno, un pecado arquitectónico que perseguirá a su creador al otro mundo. Espero que Dios ponga en su sitio al arquitecto. Siempre he creído que el infierno es un edificio racionalista con muebles de metacrilato. Tal vez acabe ahí el autor de ese adefesio.
-Ávila es una ciudad preciosa –comentó Andrés-. Ojalá siempre conserve ese aire místico que se respira en sus calles y en sus plazas.
-Brindo por eso –dije, alzando la jarra de Guinness.
Andrés brindó conmigo y nos acabamos nuestras jarras, pidiendo a un camarero que volviera a llenarlas. Su gesto de preocupación nos indicó que ya habíamos traspasado la raya que separa la ebriedad, siempre ligera y festiva, de la borrachera, turbia y estruendosa.
-Al salir de la pensión –continuó mi joven amigo-, casi me di de bruces con un ciego que caminaba con un robusto bastón. Nada que ver con esos bastones blancos que llevan los invidentes. Aunque ni siquiera nos rozamos, me disculpé. Me llamó la atención que me respondiera con acento argentino. Observé su rostro y lo reconocí de inmediato. Tiene el mismo aspecto y, aunque hacía mucho calor, llevaba un traje gris de tres piezas y una corbata negra. Quizás no debí hacerlo, pero le seguí durante unos minutos. Caminaba muy despacio, tanteando el terreno con su bastón. Cuando al fin se sentó en un banco de piedra, cerca de la Catedral, no pude reprimir mi curiosidad y me dirigí a él, comentándole que se parecía muchísimo a Borges.
-No se fíe de las apariencias –me contestó-. Los sentidos nos engañan. Solo soy un jubilado que intenta sobrellevar su vejez con dignidad.
-Perdone que insista, pero es su vivo retrato.
-Borges nunca existió. Fue una alucinación colectiva, un invento de los filósofos franceses. Foucault le tomó el pelo al mundo cuando citó al tal Borges al comienzo de Las palabras y las cosas.
-Admiro la obra de Borges –exclamé-. Siempre le he considerado un genio.
-Noto por su voz que es joven y, por tanto, generoso. Lea a Homero. Él sí es un genio.
-Lleva usted un libro en la mano. ¿No será uno de Borges?
-No, por favor. Es la Ilíada. Mi amigo Pierre Menard logró escribir varios capítulos del Quijote. Sin copiarlos, claro. Yo quiero hacer lo mismo con la Ilíada.
-Parece una tarea imposible.
-Lo es, pero el tiempo es mi aliado.
Di un buen trago a mi Guinness, sin saber qué pensar. Andrés es un joven muy serio, incapaz de mentir. No se parece a mí, siempre dispuesto a sacrificar la verdad para contar una buena historia. Pienso que la verdad está sobrevalorada. Es mucho menos importante que la imaginación.
-¿Qué más te dijo? –pregunté.
-Poco más. Yo tenía que hacer una entrevista y se me hacía tarde. Quise saber si era posible hablar con él unas horas después y me contestó: “antes, después… esas palabras ya no tienen sentido para mí”. Me estrechó la mano y me sorprendió su suavidad y su aroma a lavanda. Me pareció uno de esos caballeros de antaño, escrupulosos en el vestir y en los modales, siempre con olor a colonia y a ropa recién planchada.
Andrés y yo nos separamos con un largo abrazo. Nos aferramos el uno al otro porque el alcohol había alterado nuestro sentido del equilibrio y volver a casa nos parecía una proeza descomunal. No sé qué le sucedió a Andrés, si se tiró en un banco y se durmió, o llegó a casa sin problemas. En mi caso, un prolongado paseo por la Castellana me despejó. En Plaza de Castilla, pedí un taxi y me hundí en el asiento trasero, pensando que nunca me perdonaría a mí mismo no viajar a Ávila para buscar a Borges. El anciano ciego no había confirmado su identidad, pero sus respuestas eran inequívocamente borgianas. El escritor argentino había nacido en 1899 y llevaba muerto desde 1986. El relato de Andrés desafiaba a la lógica, la biología y el sentido común, pero era tan hermoso como una utopía renacentista. ¿Qué habría querido decir el ciego al comentar que el tiempo era su aliado?
Al día siguiente, con la cabeza más despejada, llamé por teléfono a Andrés para que me confirmara su historia, pensando que tal vez me había gastado una broma.
-Lo de la otra noche fue guasa, ¿no?
-¿A qué te refieres?
-A lo del ciego parecido a Borges.
-Todo lo que conté es cierto. Solo me olvidé de una cosa. Cuando nos dijimos adiós, me comentó: “Los vivos son fantasmas efímeros. Hay que ser amable con ellos, pues siempre están a punto de desvanecerse. Por desgracia, no es mi caso. Me ha encantado conocerle. No pierda el tiempo leyendo a Borges. Si tiene un espíritu fuerte, adelante con Schopenhauer. Si no es así, lea a Chesterton o Stevenson”.
La conversación telefónica con Andrés disipó mis vacilaciones. Al día siguiente, viajaba en coche hacia Ávila. Me gusta la carretera. El movimiento es una forma de conectar con el mundo. Sientes que estás ligado al paisaje, como un pez al agua. Aparqué cerca de las murallas de Ávila y caminé hasta la pensión donde se había alojado Andrés. Cuando llegué al portal, no supe qué hacer. El calor era insoportable. Permanecer en la calle constituía una temeridad. Me apoyé en una columna, buscando el frescor de la piedra. Después de una hora me pregunté si mi excursión se parecería a la primera salida de don Quijote, decepcionante e infructuosa. Al cabo de otra hora, decidí moverme, desanimado por el temor de haber hecho el viaje en balde. Deambulé por la ciudad, estupefacto por la tolerancia al calor de las monjas que se paseaban con sus hábitos de carmelitas descalzas. En mangas de camisa y con unos pantalones de lino, yo casi no podía respirar, mientras ellas se movían sin mostrar signos de fatiga. Al llegar a la Plaza de Santa Teresa, me detuve delante del escaparate de una librería y ojeé los libros expuestos. Entre ellos había uno con una banda donde aparecía el fragmento de una de mis críticas, con mi nombre al final. Me pregunté si era el modesto lugar que me reservaba la eternidad.
-No se preocupe por la eternidad –dijo alguien que se había situado a mi lado sin que lo advirtiera-. Solo alcanza a unos pocos y es una maldición.
Volví la cabeza y me encontré con un ciego que se parecía extraordinariamente a Borges. Con traje gris de tres piezas, corbata negra y bastón, su frente no había sido agraviada por el sudor. En cambio, yo parpadeaba sin cesar, pues el sudor bañaba mis cejas y caía en mis ojos, cegándome momentáneamente.
-Los muertos no tienen frío ni calor –dijo el ciego-. Viven para el intelecto y las circunstancias del mundo físico no les afectan.
Su voz era casi un susurro. Morosa y con una sombra de ironía, transmitía la serenidad del sabio que ha viajado al porvenir y ha vuelto con una rosa.
-¿No le apetece caminar? –me preguntó.
Asentí y le ofrecí mi brazo, pensando que se sentiría más cómodo. Aceptó con naturalidad, como si fuéramos viejos amigos.
-¿A qué se dedica usted? –me preguntó.
-Soy crítico literario.
-Yo también lo fui. Es un oficio que exige paciencia. Yo tenía poca paciencia. Si un libro no me gustaba, no volvía a insistir con ese autor. Fui un lector hedónico. ¿Merece la pena leer por sentido del deber? Creo que no.
-¿Por qué está en Ávila?
-Me gusta la literatura fantástica. Santa Teresa es una gran fabuladora.
-¿No cree en Dios?
-Todo es posible, hasta Dios. Fíjese que ni siquiera estamos seguros de que Dios no exista.
-No lo diga muy alto. Ávila es una ciudad muy católica.
-De entre todas las sectas del cristianismo, el catolicismo es la que menos me agrada. Hay poca religión y mucha política, mucho anhelo de poder. Prefiero a los protestantes. Conocen mejor la Biblia. Fue mi primera lectura. Mi abuela me hizo recorrerla de arriba abajo. Puedo decir que accedí al mundo del libro de la mano del Espíritu Santo.
-Noto que se emociona al hablar de los libros.
-No puedo imaginarme el mundo sin libros. El acontecimiento más importante de mi vida fue descubrir la biblioteca de mi padre. En el fondo, nunca he salido de allí.
No me atreví a decirle que a mí me había sucedido lo mismo. Mi padre nos legó pocas cosas materiales, pero sus libros nunca han dejado de acompañarme, proporcionándome esperanza y un motivo para vivir.
-Antes no sabía si había otra vida. Ahora lo he averiguado, lo cual no significa que me haya encontrado con Dios. Simplemente, estoy aquí y los libros siguen a mi lado.
-¿Cuál son sus géneros preferidos?
-Los catálogos y las enciclopedias. Son anónimas como las catedrales. Yo escribí un puñado de libros, una miscelánea sin importancia. Fui vanidoso y los firmé. ¡Cuánto lo lamento! Odio a ese maldito yo que todos llevamos dentro, siempre intentando llamar la atención, como un niño maleducado. No entiendo el anhelo de fama. Yo hubiera deseado ser invisible. Quizás lo soy y no me he dado cuenta.
-Yo le veo perfectamente.
-Cada uno ve lo que quiere ver.
-Borges… -comencé a decir, pero no pude terminar la frase.
-Prescindamos de los nombres. Yo no sé quién soy. Tal vez solo sea nadie, como Ulises.
Nos sentamos bajo los soportales de la Plaza de Santa Teresa, ocupando la mesa de una cafetería. Una camarera muy joven nos preguntó qué queríamos tomar. Mi acompañante pidió una horchata y me animó a probarla:
-Es deliciosa. No se arrepentirá.
La chica regresó al poco y nos sirvió dos horchatas. Tenía el pelo recogido en una coleta y unos mechones rubios caían sobre su frente, balaceándose sobre sus ojos azules. Era una muchacha verdaderamente hermosa. Su belleza resaltaba al lado de dos hombres que distaban mucho de ser jóvenes.
-¿Qué piensa a estas alturas del amor? –inquirí, arrepintiéndome de inmediato de tocar un tema tan íntimo.
-Es una religión más, una mitología privada.
Durante un rato, permanecimos en silencio. Quería preguntarle por su vida amorosa, pero no me atrevía.
-El amor puede ser una fuente de sufrimiento –dijo el ciego, como si mirara hacia atrás, examinando su pasado-, pero le voy a decir una cosa. Vale la pena ser desdichado muchas veces para ser feliz un minuto. Yo conocí la felicidad. Viajé en globo con la persona amada y escancié la arena del desierto. Fueron los mejores momentos de mi vida.
Observé su bastón. No era blanco ni delgado, sino grueso y de roble. Sencillo, austero, señorial.
-¿Mira mi bastón?
-¿Cómo lo sabe?
-Los ciegos siempre vamos un paso por delante. La oscuridad es un don. Te enseña a pensar mejor, a sentir mejor, a recordar con más precisión. Tal vez le extrañe que no lleve un bastón blanco. Piense que no distingo los colores. ¿Por qué llevar uno de esos bastones de ciego?
Callé, molesto por haber sacado a relucir el tema de la ceguera.
-No se apene. Ser ciego no es tan malo. Te enseña a ser humilde. Y la gente es muy generosa con los ciegos. En seguida se ofrecen a ayudarte. En cambio, la sordera solo produce irritación. Mi amigo el profesor Tryphon Tournesol es un genio, un gran estudioso de los rayos cósmicos y la estratosfera, pero los que hablan con él no tardan en perder la paciencia.
-¿Sigue leyendo filosofía? –pregunté, procurando llevar la conversación a un territorio menos embarazoso.
-Claro. Si no lo hiciera, ¿cómo podría organizar mis perplejidades?
Una hilera de carmelitas descalzas pasó cerca de nosotros. Por sus enérgicos movimientos parecían soldados desfilando a paso ligero.
-¿Qué le parece el fervor religioso que se respira en Ávila?
-No me molesta. Cristo es uno de los pilares de la civilización. No me cae tan simpático como Buda, pero le admiro. Eso sí, no admito que fuera un hombre apuesto. Sería un acto injusto de Dios, una forma de racismo. Imposible. Cristo debe haber sido francamente feo y todas esas pinturas que nos lo muestran hermoso son una solemne tontería.
-Que no le oiga Chesterton. Se molestaría mucho.
-No creo. Chesterton debería ser uno de los padres de la iglesia. Ha sido el único apologista que ha utilizado el humor para justificar la fe.
-¿Sigue pensando que la democracia es un abuso de la estadística?
-No, ya no, pero el ascenso de los populismos parece darme la razón. La humanidad se ha vuelto idiota.
El ciego se llevó la mano a la muñeca y exploró un reloj que podía leerse con la yema de los dedos.
-Ya es muy tarde. Tengo que marcharme.
-¿No podríamos hablar un poco más?
-No puedo prolongar la conversación. Necesito ser disciplinado con los horarios.
-Dijo que el tiempo era su aliado.
-Es cierto, pero no es algo que me alegre. Yo anhelaba morir. En cuerpo y alma. La idea de otra vida me parecía horrible, una pesadilla, pero tengo que resignarme con lo que me ha tocado.
-¿Qué es lo que hace ahora? ¿Continúa escribiendo?
-Intento volver a escribir algunos cantos de la Ilíada. No hablo de copiarlos. Quiero producir unas páginas que coincidan palabra por palabra y línea por línea con algunos cantos.
-¿Quiere convertirse en Homero?
-No, por favor. Quiero seguir siendo yo y escribir esos cantos desde mi experiencia como individuo. No será difícil. El tiempo ha dejado de pisarme los talones y parece ser que esta situación se prolongará de forma indefinida. Imagino que escribiré sucesivamente el Quijote, la Comedia de Dante, el Ulises de Joyce. Si no lo hiciera, me transformaría en un animal y no estoy dispuesto a bajar ese escalón. No quiero acabar revolcándome entre el estiércol, alimentándome de carroña.
Nos despedimos cerca de la estatua dedicada a Santa Teresa.
-También escribiré el Libro de la Vida. Es inevitable.
-¿Cómo sabe exactamente dónde estamos?
-Conozco Ávila. He medido los pasos que separan unos lugares de otros. Asistiré a la destrucción de esta ciudad. Y de tantas otras. Me gustaría no tener ese privilegio, si es que puede llamarse así, pero no depende de mí.
-¿Quizás de Dios?
-¿Quién sabe?
Antes de separarnos, el ciego deslizó en mi mano un pequeño objeto:
-Conserve esto como recuerdo de nuestro encuentro.
Se trataba de una extraña pieza tallada en madera.
-¿Qué es?
-Thurs. Una runa. Equivale a nuestra Z. Debe su nombre a los jotun, una raza de gigantes que representaban el caos original. Hoy suele interpretarse como símbolo de fuerza y energía. Quizás le ayude. No soy supersticioso, pero siempre me han gustado los amuletos.
Cuando me reuní con Andrés Seoane delante de dos jarras de Guinness con oporto en la misma taberna de la calle Huertas donde me había contado su encuentro con el ciego, discutimos sobre la identidad de aquel misterioso anciano.
-No le des más vueltas –dijo Andrés-. Habla como Borges, se parece a Borges como una gota de agua a otra. Es Borges.
-Yo me limitaré a contar lo que he presenciado. ¿Crees que me publicarán la historia?
-No lo sé. Van a decir que estás chiflado.
-Chiflados. Tú no te vas a librar de esto. Te mencionaré en el artículo.
Andrés se demudó, poniéndose tan blanco como la servilleta con la que se limpiaba de los labios la espuma de la cerveza.
-Todo esto es muy raro –dijo-. Empiezo a sentirme como el niño de El sexto sentido. No debí decirte nada. Mira que los gallegos somos prudentes y pensamos bien las cosas antes de hacerlas. En fin. Haz lo que quieras, pero ya me estás invitando a otra Guinness con oporto.
No recuerdo cómo acabó la noche con Andrés, pero al día siguiente me levanté con un monumental dolor de cabeza. Me incorporé lentamente y un pequeño objeto rodó por la cama. Era la runa que me había regalado el ciego junto a la estatua de Santa Teresa. Derrotado por las evidencias, decidí escribir este texto, confiando en la indulgencia de los lectores y la comprensión de mis jefes. Algunos dirán que solo fue un sueño, pero yo les responderé que se escribe para transformar los sueños en realidad.