Walter Benjamin en el campo de Marte
El filósofo no nos habla de inmortalidad, sino del poder del pasado para fecundar el presente
Walter Benjamin se suicidó en 1940 en Portbou, un municipio del Alto Ampurdán. No le permitieron cruzar la frontera española, alegando que sus papeles no estaban en regla. El filósofo judío ingirió una dosis letal de morfina para no caer en manos de la Gestapo. Su trágico fin lo convirtió en un nuevo Sócrates, pero sin la esperanza de albergar un alma inmortal. Cuando se quitó la vida en el Hotel Francia, Benjamin se hallaba convencido de que viajaba hacia la nada. ¿Dedujo que su muerte corroboraba sus Tesis sobre la filosofía de la historia, elaboradas ese mismo año? ¿Pensó que el ángel de Paul Klee rescataría su nombre del olvido? Benjamin negó que el movimiento de la historia constituyera un progreso indefinido hacia lo mejor. La brutal irrupción de los fascismos y la transformación del materialismo histórico en escatología desmentían esa tesis, revelando que las luces de la Ilustración se habían mostrado demasiado optimistas. De hecho, la idea de progreso había contribuido a propagar la oscuridad, creando nuevos ídolos que demandaban la inmolación del ser humano. Interpretar la historia como una marcha ineluctable hacia un destino feliz, condena al olvido a las víctimas que surjan en ese proceso ascendente. Esas flores pisoteadas en el camino, precio ineludible –según Hegel– del despliegue del Espíritu, no son simples anotaciones marginales en el libro de la historia, sino posibilidades que podrían fructificar en el futuro. Walter Benjamin no nos habla de inmortalidad, sino del poder del pasado para fecundar el presente. Lo cierto es que su obra, cada vez más estimada, no se ha hundido en el légamo del olvido. Es un faro que ilumina el presente, abriendo surcos en el tiempo. Benjamin tenía razón. Lo que queda atrás participa activamente en el río de la vida, excavando nuevos cauces.
En Para una crítica de la violencia, un breve ensayo aparecido en 1921, Benjamin reivindica la memoria de los vencidos, alegando que esconde un eco mesiánico. Su inspiración puede ayudarnos a construir un porvenir sin humillados y ofendidos. Frente a la perspectiva triunfal de los vencedores, que cierra las puertas al pasado, el “tiempo-ahora” (Jetztzeit) rescata lo pretérito, creando discontinuidades que pueden modificar el curso de la historia. “No hay documento de cultura que no lo sea al mismo tiempo de barbarie”, advierte Benjamin, señalando que no hay progreso inocente. “Nada que haya acontecido se debe dar para la Historia por perdido”, pues la redención de las víctimas depende de nuestra capacidad de transformar las astillas del pasado en semillas fructíferas. Benjamin afirma que la violencia desempeña un papel esencial en el devenir histórico. Funda y conserva el orden social. La palabra crea un espacio exento de violencia, con la capacidad de establecer acuerdos y fijar límites, pero el lenguaje solo prospera en escenarios donde ya imperan el amor a la paz, la cortesía, la confianza, la delicadeza. No es el caso de la historia, donde se dirimen las diferencias mediante la confrontación. Por eso hay que distinguir entre violencia legítima y violencia ilegítima. Walter Benjamin habla de una “débil fuerza mesiánica” que representa la oportunidad de liberar a las masas oprimidas. La violencia revolucionaria funda un nuevo orden social que liquida las injusticias históricas. Sin embargo, ese giro puede convertirse en una nueva forma de opresión. La dictadura del proletariado puede ser el antifaz de un gobierno autoritario. La única manera de romper el círculo del sometimiento a poderes sucesivos es mantener abierta la posibilidad de una nueva ruptura. La violencia no es utópica, pero precede a la utopía.
Walter Benjamin escribió sobre la violencia en la época de la primera posguerra mundial, la revolución rusa y el fracaso del levantamiento espartaquista, que se cobró las vidas de Rosa Luxemburgo y Karl Liebnecht. En esas fechas, la voz del pacifismo era débil y minoritaria. Casi nadie se atrevía a cuestionar la guerra entre las naciones y la clase obrera alentaba el sueño de una revolución que liquidara el orden capitalista. La paz parecía una fantasía absurda, un sentimentalismo ridículo. Solo unos pocos desafiaban al discurso dominante, como Erich Maria Remarque, que en 1929 publicó Sin novedad en el frente. Como excombatiente de la Gran Guerra, Remarque narró con elocuencia las penalidades de los soldados en el frente, abocados a morir en trincheras inmundas, atestadas de piojos y ratas, o en ofensivas contra alambradas protegidas por hileras de ametralladoras. La guerra no es una gesta, sino una orgía de sufrimiento inútil. Apenas pisaban ese teatro despiadado, los soldados se olvidaban del anhelo de gloria, limitándose a huir de la muerte. Algunos sobrevivían, pero morían por dentro. Aunque regresaran al mundo de los vivos, lo harían como espectros, torturados por recuerdos que jamás se borrarían de su memoria. En 1930, Gabriel Chevallier, excombatiente francés publicó El miedo, un sobrecogedor testimonio de su experiencia en el frente. Allí descubrió que la guerra no enseñaba nada, salvo a despreciar la propia vida y la ajena, lo cual representaba una verdadera “capitulación del alma”.
En 1930, con una visión más clara de la violencia, Walter Benjamin publica una reseña sobre una colección de ensayos agrupados bajo el título Guerra y guerreros. Ernst Jünger es el editor de la obra. Benjamin señala que la expansión irreflexiva de la técnica ha promovido la guerra. En Meditación de la técnica, Ortega y Gasset sostiene que la técnica es la segunda naturaleza del hombre, pero Benjamin no comparte su optimismo, señalando que el ser humano se ha convertido en la herramienta de la técnica. Su ilimitado caudal de posibilidades ha anegado la posibilidad más elemental y necesaria: hacer más habitable el mundo. Lejos de aliviar las tensiones y neutralizar las fuerzas destructivas, la técnica ha avivado los conflictos. Sus inmensos medios han sobrepasado cualquier ilusión o expectativa de clarificación racional. El mundo no se ha vuelto más inteligible, sino más confuso y ruidoso. Ha esclavizado al hombre, no ha contribuido a su liberación. Se ha destruido desde el principio la dimensión espiritual de la técnica. No se ha tolerado que se empleara en adecentar y reformar la casa común, ni se ha permitido que se pusiera al servicio de la creatividad. La técnica solo se ha utilizado para despersonalizar, fomentando una imagen de la realidad donde la producción en cadena es la única meta admisible. El análisis de Benjamin refleja fielmente la realidad. En los años treinta, las fábricas se revelan como el laboratorio de una nueva humanidad. El trabajador parece abocado a convertirse en soldado; la guerra se concibe como trabajo. La conciencia ha sido arrojada a un frenesí que invoca la destrucción como un aspecto esencial del ciclo de la vida. Se fabrica para despilfarrar. La historia es el interminable festín de la muerte, un potlatch inacabable donde no se exalta la vida, sino el placer de malgastar y desechar. Paradójicamente, el incremento de la producción, que se produjo gracias a la técnica, acarreó un pavoroso aumento de la destrucción. Londres, Rotterdam, Varsovia, Dresde, Hamburgo, Tokio, Hiroshima, Nagasaki, arderán como gigantescas hogueras, devorando miles de vidas. Como apunta Günther Anders, el sueño fáustico de la técnica sobrepasó la imaginación del ser humano, abriendo la puerta a la aniquilación total. Desde la aparición de las bombas atómicas, la guerra puede significar la devastación de la Tierra y la extinción de la vida. Absurdamente, la humanidad ha preparado su propia inmolación. No se sacrificará por Dios, la Naturaleza o la Historia, sino por un exceso de ingenio y un déficit de comprensión.
Benjamin señala que la violencia es la fundadora y la conservadora del derecho. La pena de muerte es la máxima expresión del orden jurídico, pues evidencia que la violencia es una prerrogativa del Estado. Por eso, el asalto al poder se plantea como la usurpación de un derecho reservado a las autoridades. Para el terrorismo callejero de los nazis, matar significa declarar que no reconocen la legitimidad de la República y que su intención es fundar un nuevo orden jurídico. En cierto sentido actúan como la policía, que siempre excede sus funciones, abusando de su poder. Las fuerzas de seguridad sostienen que su meta es garantizar el bienestar colectivo, pero lo cierto es que si examinamos sus “más groseras operaciones”, descubriremos que siempre “están dirigidas en contra de los sectores más vulnerables y juiciosos, y contra quienes el Estado no tiene necesidad alguna de proteger sus leyes”. La violencia policial es “una irrupción inconcebible, generalizada y monstruosa en la vida del Estado civilizado”. Significa la “máxima degeneración de la violencia”. Quizás eso explica su estrecha connivencia con las hordas pardas que intentan destruir la República de Weimar, instaurando un reinado de terror que prepare la conquista del “espacio vital”. En 1921, Benjamin habla de la diferencia entre “violencia mítica” y “violencia divina”: “la violencia mítica es fundadora de derecho, la divina es destructora de derecho. Si la primera establece fronteras, la segunda arrasa con ellas; si la mítica es culpabilizadora y expiatoria, la divina es redentora; cuando aquélla amenaza, ésta golpea, si aquélla es sangrienta, esta otra es letal aunque incruenta”. Se ha especulado mucho sobre esta distinción, señalando que Benjamin justifica la “violencia mítica” como legítima rebelión contra el orden capitalista. La “violencia divina” evocaría esa situación paradisíaca donde no había leyes ni fronteras y la violencia era estrictamente simbólica. Frente a la legitimidad de la violencia revolucionaria, que autoriza matar a otros hombres, la violencia divina alza un precepto inamovible: “No matarás”. Eso no significa que en la esfera privada, el hombre no pueda sustraerse a ese mandato, utilizando –por ejemplo– la legítima defensa, pero en el terreno de los principios debe reinar la prohibición de matar. La “violencia divina” no exige sacrificios. Simplemente los acepta como una forma de redención.
En su reseña de Guerra y guerreros, Walter Benjamin señala que la guerra se ha banalizado, asimilándola a un acontecimiento deportivo, un hecho que no necesita una justificación moral o histórica. “Esta nueva teoría de la guerra, que tiene su origen rabiosamente decadente inscrito en la frente, no es más que una transposición descarada de la tesis de L’A pour l’Art a la guerra”. Benjamin no se equivoca. Hitler se disfraza de héroe, pero es un decadente movido por el nihilismo. Su visión estética de la violencia degrada el valor de la vida humana a simple lance en el vendaval de la guerra. El hombre es irrelevante; la guerra, no. La guerra es el escenario donde se dirime la diferencia entre amos y esclavos. Los que no temen morir son los señores naturales de la historia; los que prefieren humillarse a perder la vida, no pueden ser otra cosa que esclavos. En la misma línea, los autores que participan en el libro editado por Jünger lamentan que se haya combatido según “principios muy impuros”. Apenas se ha luchado “hombre contra hombre, tropa contra tropa”. La “aristocracia eterna del oficio militar” ha sido destruida por los gases y las bombas. Ya no se persigue el honor, sino la eficacia. La moral burguesa ha menoscabado la nobleza del arte de la guerra. La confrontación entre naciones ya no es “una tremenda ola de vida, orientada por una fuerza dolorosamente profunda, necesaria y unitaria”. Lo mítico y heroico se aleja del campo de batalla por culpa de la irrupción de las masas en el cuerpo de oficiales. “Las guerras ya no son dirigidas, sino administradas”. Benjamin atribuye este culto a la violencia a la filosofía idealista alemana, que sacrifica lo humano en el altar del Espíritu. Morir es irrelevante cuando la existencia individual está al servicio de la Idea. ¿Qué importa el hombre frente a la sagrada y eterna Alemania?
Walter Benjamin no oculta su desprecio frente a la retórica barata de los apologistas de la guerra: “Filibusteros profesionales han tomado la palabra. Su horizonte llamea pero no por ello es menos estrecho”. Su ética de guerreros es el barniz que oculta la complacencia con el trabajo de exterminio del enemigo. Los aristócratas de la violencia deploran el auge de la técnica, pero no tardarán en idealizar su capacidad de destrucción. Las máquinas hacen posible la guerra total, donde ya no se discrimina entre civiles y combatientes. La Tierra entera resplandece como un gigantesco campo de Marte. En ese escenario, no hay espacio para lo humano, sino para un combatiente anónimo que lucha por la gloria de la Idea. Los nazis identifican esa Idea con la Raza y, sin dejar de exaltar la lucha cuerpo a cuerpo, reivindican las posibilidades de la técnica, una maravillosa herramienta en el taller de la guerra. De hecho, Ernst Jünger publica en 1932 El trabajador. Dominio y figura, que elogia la impersonalidad del combatiente fascista, mitad trabajador, mitad soldado. Es el signo de los tiempos, la luz del espíritu, la aurora de una nueva época. Benjamin piensa que la técnica puede ser la llave para la felicidad humana, pero el fascismo amenaza con convertirla en el apogeo de la inhumanidad. Si algo no detiene el “oscuro embrujo rúnico” que representa el nazismo, “Alemania sacrificará su futuro” y el mundo sufrirá los estragos de la “mística de la muerte”.
Walter Benjamin no pensaba que “la guerra fuera la continuación de la política por otros medios” (Clausewitz), pero sí entendía que existía una violencia legítima y una violencia ilegítima. La violencia no es la matriz de la historia, pero sí su comadrona. Mientras existan masas oprimidas y esclavizadas, luchar por su liberación constituirá un imperativo ético, pero en ningún caso se debe exaltar la violencia por sí misma, como hace el fascismo. La violencia no es épica ni heroica, sino el fruto de las contradicciones de la economía capitalista, que empobrece a los mismos trabajadores que impulsan su desarrollo. Walter Benjamin no llegó a conocer la magnitud de la Shoah ni las bombas de Hiroshima y Nagasaki. No sé cómo habría interpretado esas catástrofes. Indudablemente, habría invocado al ángel de Paul Klee para que extendiera sus alas y acogiera a las víctimas, buscándoles una segunda vida en el porvenir. No ya como seres reales, sino como posibilidades de un futuro sin campos de exterminio, ni hongos nucleares. No está de más recordar que si la humanidad desaparece algún día por una guerra de devastación masiva, será como si nada hubiera existido. La historia se diluirá el tiempo. No me parece imposible que Walter Benjamin, después de reflexionar sobre la insólita capacidad de destrucción de la era termonuclear, hubiera llegado a la conclusión de que solo el lenguaje puede garantizar un mañana a la medida del ser humano.