¿Cuándo empezó el idilio entre los intelectuales y el marxismo? ¿Quizás en los años veinte del pasado siglo, cuando el capitalismo colapsó por culpa de una descomunal crisis económica? ¿O tal vez antes, cuando se admitió que la violencia era un recurso legítimo para materializar la utopía de una sociedad igualitaria y perfecta? El marxismo incorpora a su filosofía el terror jacobino y la dialéctica de la historia de Hegel, justificando la guerra revolucionaria. El marxismo cautivó a varias generaciones de intelectuales, explotando el mesianismo que ya se había esbozado en el siglo XVIII, cuando se abolieron los dogmas del Antiguo Régimen para reemplazarlos por nuevos mitos como la voluntad general –o popular-, la paz perpetua, la igualdad o la infalibilidad de la razón científica. Durante la posguerra de 1945, los intelectuales se mostraron implacables con las imperfecciones de los países democráticos, pero transigieron con las gravísimas violaciones de los derechos humanos cometidas en la Unión Soviética, alegando que la construcción del socialismo no podría realizarse sin firmeza contrarrevolucionaria. Es decir, sin represión y autoritarismo. Octavio Paz fue uno de los primeros intelectuales que se atrevió a denunciar sin titubeos los crímenes de las autoridades soviéticas. Al igual que George Orwell, experimentó un profundo desengaño en España. Durante su participación en el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, descubrió que las milicias populares pasaban por las armas sin juicio a los que consideraban “fascistas”, un término muy amplio que englobaba a todas las formas de disidencia. Las tácticas represivas de socialistas, comunistas y anarquistas apenas diferían de la violencia fascista. El totalitarismo es un monstruo de dos caras, como Jano. El fascismo asesinaba en nombre de la Raza; el socialismo, en nombre del Pueblo. En ambos casos, se utilizaban entelequias para amparar el odio y la intolerancia.
En marzo de 1951, Octavio Paz publicó en la revista Sur, dirigida por la escritora Victoria Ocampo, un artículo titulado “Los campos de concentración soviéticos”. Le inspiró el testimonio de David Rousset, que había sobrevivido a Buchenwald y había narrado sus penalidades en El universo concentracionario, gracias al cual ganó el Prix Renaudot. Cuando descubrió que en la Unión Soviética existían campos de concentración, Rousset levantó su voz para denunciarlo. Fue la primera persona que utilizó en Francia el término “Gulag”. El periódico comunista Les Lettres françaises le acusó de mentir y falsear datos. Rousset presentó cargos contra el periódico y ganó el juicio. Paz aprovechó la polémica para recordar que en la Unión Soviética no había libertad sindical ni derecho de huelga. Las purgas y las deportaciones eran moneda corriente en el paraíso socialista: “La URSS es joven y su aristocracia todavía no ha tenido el tiempo histórico necesario para consolidar su poder. De ahí su ferocidad”. Octavio Paz finalizaba su artículo salvando al socialismo, una ideología que aún contaba con su simpatía: “La planificación de la economía y la expropiación de capitalistas y latifundistas no engendran automáticamente el socialismo, pero tampoco producen inexorablemente los campos de trabajos forzados, la esclavitud y la deificación en vida del jefe. Los crímenes del régimen burocrático son suyos y bien suyos, no del socialismo”.
En 1973, Octavio Paz dio un paso más, escribiendo un artículo sobre el caso Heberto Padilla, represaliado por la dictadura castrista. Obligado a incriminarse en público y a repudiar su obra, el encarcelamiento de Padilla por atreverse a disentir corroboraba la deriva autoritaria del castrismo: “En Cuba ya está en marcha el fatal proceso que convierte al partido revolucionario en casta burocrática y al dirigente en césar”. Octavio Paz no había compartido el entusiasmo inicial de otros escritores hacia la Revolución cubana. No asistió al famoso Congreso de La Habana en 1967 y si bien aplaudió la caída de Batista, prefirió mantener las distancias. El tiempo le dio la razón. La revolución de los barbudos de Sierra Maestra siguió los mismos pasos que otras revoluciones comunistas: represión de la disidencia, supresión de las libertades, dictadura de partido.También en 1973, Paz publica en Plural una severa crítica contra Jean-Paul Sartre, que titula “El parlón y la parleta”. Sartre ha cultivado el estilo hermético de Husserl y Heidegger, pero con el tiempo ha adoptado la prosa airada del panfleto. Es una especie de Diógenes furioso, que vive en un tonel de palabras: “Hoy habla a chorros sobre lo que ocurre, ocurrirá o no ocurrirá en los seis continentes y el porqué de cada acontecimiento”. Tras criticar el reformismo de Salvador Allende, Sartre se ha mostrado partidario de coordinar la acción armada de las guerrillas campesinas y urbanas. Elogia a los tupamaros, que ya han adoptado esa estrategia, y celebra la clarividencia de Mao, que ha vencido la tentación burocrática mediante el Libro Rojo, suficientemente abierto y flexible para garantizar la libertad de pensamiento. Mao fomenta el culto a su persona, pero no es tan sanguinario como Stalin. Sartre no se muestran tan indulgente con los escritores “burgueses” como Baudelaire y Flaubert. El intelectual debe estar al servicio del obrero y ser él mismo un obrero. Algo perplejo, Paz se pregunta si el intelectual podría entonces desempeñar su papel como voz crítica e independiente. Sartre no se inquieta ante las paradojas o contradicciones. Tampoco rectifica sus errores. No entiende por qué la clase obrera no apoya la revuelta estudiantil de Mayo del 68, que propone como modelo político y social la China de Mao.
En 1974, Octavio Paz publica en Plural “Polvos de aquellos lodos”, un vigoroso ejercicio de autocrítica sobre los escritores que se adhirieron al comunismo, desviando la mirada hacia otro lado cuando los hechos cuestionaban las exaltaciones utópicas. En esas fechas, muchos intelectuales consideraban que la violencia revolucionaria y la dictadura del proletariado eran fases inevitables en el camino hacia el edén socialista. Sartre acusaba a los que denunciaban el sistema represivo de la URSS de proporcionar argumentos al imperialismo capitalista. En el contexto de la guerra fría, había que ser beligerante, tomar partido. La equidistancia solo favorecía a los enemigos de la clase trabajadora. Paz responde que la publicación en 1968 de El Gran Terror, del historiador británico Robert Conquest, había dejado muy claro que el furor homicida de Stalin apenas diferiría de las políticas genocidas de Hitler. El objetivo del Gulag no era reeducar, ni explotar mano de obra barata. Se perseguía castigar, intimidar y atemorizar, silenciando cualquier protesta. La insistencia en las confesiones públicas y en las delaciones era una maniobra para desacreditar a los opositores, convirtiéndolos en cómplices de sus verdugos. El Gulag era “una institución de terror preventivo. La población entera, incluso bajo el dominio relativamente más humano de Jruschov y sus sucesores, vive bajo la amenaza de internación. Asombrosa transposición del dogma del pecado original: todo ciudadano soviético puede ser enviado a un campo de trabajos forzados. La socialización de la culpa entraña la socialización de la pena”.
Octavio Paz descarta responsabilizar a Stalin de una supuesta desviación de la filosofía marxista.El terror apareció con Lenin y los bolcheviques. Lenin fundó la Checa con el pretexto de combatir a los contrarrevolucionarios, pero su propósito real era utilizar la tortura y los campos de trabajos forzados para asegurarse un control absoluto del poder político. Lenin instauró la dictadura del Comité Central sobre el partido, liquidando cualquier atisbo de democracia interna. Octavio Paz reproduce dos citas de Lenin que despejan cualquier duda. En 1921, escribe: “El lugar de los mencheviques y de los socialistas revolucionarios, lo mismo los que confiesan serlo que los que lo disimulan, es la prisión…”. En una carta dirigida a Kámenev con fecha de 3 de noviembre de 1922, añade: “Es un error muy grande pensar que la NEP [Nueva Política Económica, una especie de capitalismo de Estado] ha puesto fin al terror. Vamos a recurrir otra vez al terror y también al terror económico”. Lenin cuestiona que la clase obrera pueda acabar por sí sola con el capitalismo. Es necesario un partido. No solo para hacer la revolución, sino para evitar cualquier retroceso o desviación. Trotski comparte ese punto de vista, descartando cualquier concesión al diálogo: “El partido está obligado a mantener su dictadura sin tener en cuenta las fluctuaciones transitorias de las masas y aun las vacilaciones momentáneas de la clase obrera”.
El marxismo propiciaba el despotismo con su exaltación de la violencia y su desprecio de la democracia burguesa. Una ideología “socialista, progresista, científica y popular” esconde mejor su barbarie que el racismo hitleriano, pero lo cierto es que el régimen soviético se cobró al menos quince millones de vidas. Al igual que la Alemania nazi, la URSS retrocedió a las peores épocas de la Edad Media con sus grandes matanzas. Las indudables injusticias de la economía de mercado empujaron a muchos intelectuales a suscribir las tesis del marxismo. En América Latina, la tradición del cesarismo golpista añadió un motivo más para soñar con el paraíso socialista. El ser humano suele oponer una feroz resistencia a los procesos de desmitificación que destrozan sus sueños. Quizás esa es la razón del apoyo a Stalin por parte de figuras como Aragon, Éluard, Neruda y Alberti: “Empezaron de buena fe, sin duda, […] pero insensiblemente, de compromiso en compromiso, se vieron envueltos en una malla de mentiras, falsedades, engaños y perjurios hasta que perdieron el alma. Se volvieron, literalmente, unos desalmados”. Octavio Paz se incluye entre los que caminaron por el lado equivocado de la historia, dejándose deslumbrar por los mitos del comunismo: “Nuestras opiniones en esta materia no han sido meros errores o fallas en nuestra facultad de juzgar. Han sido un pecado, en el antiguo sentido religioso de la palabra: algo que afecta al ser entero. […] Digo esto con tristeza y con humildad”.
La clarividente denuncia del comunismo de Octavio Paz le acarreó un elevado coste personal, que incluyó las acusaciones más disparatadas. “Los adjetivos cambian, no el vituperio –apunta el escritor mexicano-: he sido sucesivamente cosmopolita, formalista, trotskista, agente de la CIA, ‘intelectual liberal’ y hasta ¡estructuralista al servicio de la burguesía!”. En “Gulag: entre Isaías y Job”, un artículo de 1975 publicado en Plural, Paz salió en defensa de Solzhenitsyn, descalificado por sus convicciones ortodoxas y su paneslavismo. Solzhenitsyn no es un intelectual progresista, sino un tradicionalista que repudia la modernidad surgida de la Ilustración y las revoluciones románticas. No es liberal ni capitalista. Cree en la libertad, la caridad y la dignidad humana, pero no en la democracia representativa: “Aceptaría que Rusia fuese gobernada por un autócrata, si este autócrata fuese asimismo un cristiano auténtico: alguien que creyese en la santidad de la persona humana, en el misterio cotidiano del otro que es nuestro semejante”. Su cristianismo no es intransigente ni inquisitorial. Octavio Paz destaca su pasión moral: “La pasión moral es pasión por la verdad y provoca la aparición de la verdad”. Su voz es profética, bíblica. Nos hace pensar en Job e Isaías: “Nos habla de la actualidad desde la otra orilla, esa orilla –confiesa Paz- que no me atrevo a llamar eterna porque no creo en la eternidad”.
Solzhenitsyn “toca la historia desde la doble perspectiva del ahora mismo y del más allá”. Su Archipiélago Gulag no reveló nada nuevo, pero logró que el fervor por la Unión Soviética se apagara definitivamente:“Los intelectuales de izquierdas por fin aceptaron que el paraíso era el infierno”. Octavio Paz señala que Solzhenitsyn tiene todas las virtudes y todos los vicios del genio ruso: valeroso, compasivo y humilde, pero también arrogante, insensible y brutal. La combinación de estos rasgos antitéticos ha alumbrado escritores como Dostoievski, donde la piedad convive con la brutalidad. Como hombre, Solzhenitsyn puede inspirar mayor o menor simpatía, pero nadie puede negar que Archipiélago Gulag sea un extraordinario testimonio del sufrimiento padecido por los pueblos de la URSS bajo el totalitarismo soviético. “Nuestra civilización ha tocado el límite del mal (Hitler, Stalin)”. Archipiélago Gulag es uno de los relatos esenciales de esa abominación. En eso reside su “grandeza”. Nos muestra a Job en el fango, incapaz de saber si aún es posible hundirse más. Solzhenitsyn nos refiere conductas bestiales, pero también gestos de santidad. La violencia totalitaria no logra borrar la dimensión espiritual del ser humano, donde alientan el sacrificio, el amor a la libertad y el heroísmo.
En 1983, Octavio Paz publica “Crónica de la libertad”, un artículo sobre la lucha de Polonia contra la dictadura comunista. Es una bella pieza literaria que combina magistralmente periodismo, historia y política. Paz afirma que Polonia ha logrado preservar su identidad cultural gracias al catolicismo. La constitución polaca de 1791 es la primera redactada y aprobada en Europa desde la época grecorromana. Establecía la separación de poderes, la soberanía popular y la responsabilidad de los ministros ante el parlamento. Catalina de Rusia acabó con la joven democracia polaca, enviando al ejército para abortar una iniciativa que consideró subversiva. Hasta 1918, Polonia no recuperó su independencia. Durante la Segunda Guerra Mundial, su sufrimiento fue inenarrable: Auschwitz, las fosas de Katyn, el levantamiento del gueto de Varsovia, la sublevación posterior de la ciudad contra los nazis ante la mirada impasible del Ejército Rojo. Abandonada por Roosevelt y Churchill en la Conferencia de Yalta, Polonia quedó atrapada en el otro lado del telón de acero. Desde entonces, se han producido varios levantamientos populares para pedir pan, libertad e independencia. En 1956, el ejército acalló las protestas con una represión que costó cincuenta vidas, cientos de heridos y miles de detenidos.
Paradójicamente, los obreros pedían libertad de asociación y derecho de huelga en un país comunista. Entre 1967 y 1970 surgieron nuevas revueltas que se resolvieron con centenares de muertos. El liderazgo de Lech Walesa y Juan Pablo II puso al gobierno comunista contra las cuerdas. Octavio Paz señala que Walesa no es un intelectual, sino “un hombre salido del pueblo”. En 1981, el general Wojciech Jaruzelski proclamó la ley marcial. De nuevo, se perdieron muchas vidas inocentes. El artículo de Octavio Paz finaliza mucho antes de que la lucha de Solidaridad y la caída del Muro de Berlín libraran a Polonia del comunismo. Paz nos recuerda que en los años ochenta los obreros polacos luchaban por derechos que los trabajadores de casi todo el planeta habían conquistado cien años atrás. En un entrevista realizada diez años más tarde por Komsomólskaya Pravda, Octavio Paz intentó explicar el éxito del comunismo por medio de las insuficiencias de las sociedades libres y plurales: “La gran ausente de nuestro mundo es la palabra fraternidad”. Al margen de esa importante carencia, “las sociedades democráticas liberales no ofrecen un proyecto de futuro. Carecen de lo que podría llamarse metahistoria, es decir, de una visión del hombre que englobe su pasado, su presente y su futuro. Una visión en la que todos se reconozcan” (“Un escritor mexicano ante la Unión Soviética”).
En su ya clásico ensayo El opio de los intelectuales (1955) Raymond Aron afirmó que expresiones como “revolución”, “proletariado” o “lucha de clases” se habían convertido en iconos sagrados. La izquierda se inclina ante ellas con reverencia, reprimiendo cualquier indicio de crítica o titubeo. Ya no son ideas, sino dogmas y se considera herejes a todos los que se atreven a cuestionarlas. El comunismo se ha convertido en el opio de los intelectuales. Por eso son tan necesarios los escépticos. La duda es la herramienta más eficaz contra los fanáticos. Octavio Paz, con su espíritu crítico y su desconfianza hacia las ideologías, realizó una significativa aportación en la lucha contra esa nueva forma de inquisición que fue el comunismo. No cito al Santo Oficio por capricho, sino por la semejanza en los procedimientos: denuncias anónimas, interrogatorios brutales, imposibilidad de ejercer ninguna clase de defensa, confesiones públicas bajo coacciones, castigos ejemplarizantes. Ahora que vuelven los ídolos y surgen intentos de blanquear los totalitarismos de distinto signo, conviene releer los artículos y ensayos de Octavio Paz. Por sus páginas circula el inconfundible viento de la libertad.