Antes de conocerlo y de entablar una amistad que se convirtió en un amour fou y después en una amistad íntima cargada de reproches, Friedgard Thoma (Colonia, 1946) escribió a Cioran,
a finales de enero de 1981 o comienzos de febrero, no lo recuerda bien, una carta en la que le confesaba su felicidad por haber encontrado al fin a un autor que escribía “osadías reconfortantes”, a veces “con la serenidad solitaria de Robert Walser”. También negaba que sus escritos pudieran mover a la depresión, como algunos decían. Más aún, proclamaba que “en tiempos de la mayor tristeza su obra ejerce en mí una influencia alentadora y regeneradora”.
Casi a vuelta de correo, la joven recibió una carta manuscrita en la que el filósofo le agradecía que no lo considerase “destructivo”, defendía el contenido irónico de su obra y coqueteaba sutilmente: “París es una ciudad decaída. Si viniera por aquí me alegraría conocerla. Me he convertido en un señor mayor y casi me encuentro en el mismo estado que París”. Friedgard no necesitaba más. Poco después le contesta que su “forma de ironía es necesaria”, y que el que se proclame decaído “suena consecuente y simpático”. Aprovecha para enviarle una foto “para que se haga una idea de quién le escribe” y le insinúa que le encantaría conocerlo en persona. “Espero poder dar un paseo con usted antes de Pascua por esta ciudad”, le responde Cioran. También intercambian recomendaciones de autores y confidencias (él le confiesa que la M que en ocasiones aparece junto a su nombre significa “mensch”, “ser humano”, que no tenía un nombre que comenzara con M aunque en algunos diccionarios figurase como Emil Michael).
El 14 de abril se produce al fin el primer encuentro. Se han citado en París, en un hotel frente a la casa donde una amiga del filósofo se suicidó. Diez minutos antes de la hora acordada, aparece Cioran, “un hombre frágil, con una madeja despeinada de pelo gris y ojos del mismo color; llegó casi volando, sin rumbo fijo”. Obsesionado por el dinero, presume de vivir ocioso gracias a su compañera sentimental, que le mantiene desde hace décadas.
Ella, por su parte, se había puesto “muy guapa” y se aburre de oír hablar de alquileres y sueldos. Ese día caminan cerca de dos horas, y otra más en el Museo Carnavalet. Rematan la velada en casa de Cioran, que por el camino compra un filete e insiste en cocinarlo en su ático diminuto, porque “en París todo es demasiado caro y malo”. Charlan hasta la medianoche y cuando ella se va, sabe que ha nacido algo muy especial.
"Si usted no hubiese mostrado resistencia... Quisiera enterrar mi cabeza bajo su falda para siempre"
Apenas se sabe qué pasó la noche siguiente. Thoma recuerda que cuando se despidieron, él la besó en la oreja y ella se emocionó. Luego la telefoneó, y más tarde le escribió una carta que desde entonces resultaría clave en su relación, pues Cioran se obsesionó con que la destruyera y ella le aseguró en varias ocasiones que lo había hecho. Y, por supuesto, le mintió. En la carta, él había escrito: “Pensé en usted y en todo lo que hubiera podido pasar el jueves por la noche… si usted no hubiese ofrecido resistencia. La oí suspirar y llorar. En mi mente se han desarrollado, durante más de una hora, las escenas más íntimas, con tal precisión que tuve que levantarme para no volverme loco. Discutimos demasiado y comprendí mi fijación sensual hacia usted después de haberle reconocido por teléfono que quisiera enterrar mi cabeza para siempre bajo su falda. […] En el fondo todo comenzó con la foto, quiero decir con sus ojos. […] Se asustó de algún modo cuando le hablé de una inclinación ‘perversa’ hacia su cuerpo. Quería decir ‘ardiente’”.
Todas las alegrías y los golpes
La respuesta de ella es sorprendente: se retrata como “el ser humano que le ama […] una persona que necesita más tiempo, que es más lenta y torpe cuando se trata de cruzar ciertos umbrales”, dando pie a más cartas, citas en Colonia y París, y renovados reproches, como cuando el 12 de mayo de 1981 él apunta: “¿cómo podría haber supuesto que sufriría tanto por usted. [….] Todo lo que me distancia de usted es exilio”. Ella no se queda atrás: “Los dos días intensos con usted me afectaron mucho. Sólo podía desprenderme por la noche de la sensación de ser una muñeca. Durante el día casi estaba asustada por la manera suya, por la exaltación con que me ‘trataba”. Todavía el 17 de julio Cioran le confiesa que ella “se ha convertido en el centro de mi vida, en la diosa de una
persona que no cree en nada, la mayor felicidad y desgracia”.
El final, sin embargo, estaba cerca y unas vacaciones en Suiza, con la compañera de Cioran, el amante de Thoma y su hijo, lo precipitan, pues se hacen íntimas amigas y confidentes. Las cartas y visitas se espacian. En octubre, él le agradece “todas las alegrías y los golpes que van unidos a su nombre”. En otra misiva subraya que “aunque he amado la vida apasionadamente, la encontraba absurda. Ahora la encuentro absolutamente absurda: sin usted. Hubiera querido añadir algo gracioso, pero no tengo las fuerzas. Su C.”. Más tarde: “Ella no sabrá nunca, me he dicho a mí mismo, lo que ha sido para mí y lo que es”, y en diciembre: “Desde el principio, la decepción era, en su fondo, inevitable. Qué pena que ya no sea una ilusión. Su C.”. Transformada la pasión en amistad, al final de sus días, ya muy enfermo, insistirá: “Está presente en mi corazón. C.”.