Raymond Aron
Durante demasiados años corrió por los círculos de la intelligentsia francesa un malvado chascarrillo: "Más vale equivocarse con Sartre que acertar con Aron". Quería decirse que la inteligencia fría, insobornable, desapasionadamente exacta del gran liberal judío no podía competir en atractivo con la personalidad arrolladora, magnética y brillante de aquella Juana de Arco laica que fue Jean Paul Sartre. Pero el tiempo pasa, el magnetismo personal muere y quedan solo las palabras, que en el caso de Sartre a menudo testimonian compromisos indecentes con ideologías criminales, mientras que la obra de Aron crece con cada acierto democrático formulado cuando ningún rédito daba formularlos.A Aron no le desvelaba acumular el glamour del intelectual estrella, sino la responsabilidad social del filósofo: "La filosofía es el diálogo entre los medios y el fin, entre el relativismo y la verdad. El filósofo permanece fiel a sí mismo en la medida en que rechaza el sacrificio de uno de los términos, cuya contradictoria solidaridad caracteriza la condición del hombre que piensa". Sartre pasó de largo entre los millones de muertos sacrificados como puros medios en el altar final de la sociedad sin clases; Aron, como Camus, no los perdió de vista jamás. Equivocarse con Sartre no es más que equivocarse, sin más.
Dimensiones de la conciencia histórica agavilla un puñado de ensayos sobre filosofía de la historia, lindando a veces con la sociología o la historia comparada, disciplinas que modestamente reclamaba Aron como especialidad. Todo el libro está recorrido por una obsesión en la que resuena su conflicto con Sartre, que no era más que la liza intelectual de su tiempo y de todos los tiempos: si el hecho bruto es impensable, si el hombre aprehende la realidad ordenándola en forma de relato, cómo podemos distinguir los hechos de las interpretaciones y el valor moral absoluto de la ideología coyuntural dominante. La idea weberiana del valor enfrentada al nihilismo nietzscheano dependiente únicamente de la voluntad de poder. La visión pluralista de la historia que comparten Spengler o Toynbee, quienes admiten las diversas culturas y civilizaciones, frente a la visión totalizante y lineal de Hegel.
Y Aron toma partido. No es mérito poco valiente escribir, ya en 1946, que el marxismo es una filosofía del pasado. Que lo progresista es la fe en que la ciencia nos emancipe del determinismo histórico a cuya esclavitud nos somete Marx. A quien no obstante le reconoce el encanto ancestral de la nostalgia por una edad de oro perdida a cuya sugestión mítica todavía hoy el hombre occidental, cristiano o ateo, no sabe resistirse. Como tampoco se resigna a no querer un porvenir, una tierra prometida. El hombre, por tanto, odia el fin de la historia que parece traer el demoliberalismo tecnocrático, y por eso resurgen pasiones ideológicas y religiones políticas superadas. Basta asomarse a los periódicos del día.
De Agustín de Hipona a Marx, la mente occidental es presa de la idea teleológica, sea la escatología cristiana y el mesianismo judío, sea el paraíso sin clases en que la razón dialéctica secularizó el cristianismo. Aron, sagaz, descubre que el comunismo se valora por la intención, mientras que el capitalismo es juzgado por sus efectos. Por eso Sartre perdona a Stalin, y por eso todavía el comunismo goza de consideración. El marxismo tiene un relato sugestivo para corazones anhelantes. El capitalismo solo ofrece bienestar.
Aron jamás desprecia los aciertos de ideologías antiliberales -en eso también cosiste ser liberal-, y reconoce que "el hombre aliena su humanidad tanto si renuncia a buscar como si imagina haber dicho la última palabra". Por eso propone seguir persiguiendo una vida más moral para el hombre también en democracia. Porque, en contra de lo que dogmatizó Marx, "el acontecimiento histórico es la intervención de la conciencia en un punto del espacio y del tiempo, no una fatalidad de las fuerzas históricas". He aquí la clave de la perspectiva liberal, donde la obra humana no es el producto de corrientes materiales ciegas, sino la expresión de una conciencia dada a la que también se debe una determinada estructura productiva. Escapa Aron de dos determinismos: el cíclico de los antiguos y el lineal de los optimistas modernos; para unos solo hay eterno retorno y para otros, progreso constante. El sangriento siglo XX refuta ambas tesis y coloca al hombre frente a su responsabilidad individual, creadora y libre.
No estamos ante un pensador de sistema. Su estilo es glacial, tan preciso como elegante, es razón en marcha que nunca encalla en metafísicas abstrusas: un Ortega sin ortegadas. Un fenomenólogo de la historia que aprendió en Husserl a volcarse sobre las cosas mismas o, en su caso, sobre los hechos mismos. Su erudición le permite establecer un jugoso parangón entre la Gran Guerra y las guerras del Peloponeso narradas por Tucídides, donde aprendió las claves eternas del conflicto entre derecho y poder, y su lucidez le permite avizorar una era de la diplomacia universal. Es optimista porque entiende, inventada la bomba atómica, que ya nunca se perdería tanto con la guerra, y que nunca se ganó tanto con la paz. Lo cual también se ha cumplido. Pero es prudente también, porque conoce personalmente la ardua pelea del filósofo contra el ideólogo; ardua porque el poder demanda siempre obediencia -y aun la justificación de esa obediencia-, y porque desde Sócrates la sociedad no tolera a quien nunca se somete del todo. Que se lo digan a él. Y a los pocos que hoy siguen su estoico camino por entre la selva de la vigilancia hipercorrecta.