'Desde dentro' o cuando Sherlock Holmes salvó a la señorita Tingle
Salvo Stanley Tucci y algunos afilados chistes, nada funciona en la serie. Al detective le hubiera bastado ver los primeros diez minutos de la serie para saberlo.
En ocasiones, el ingenio y el talento suelen confundirse. Sobre todo en formatos cortos, como los tuits. Cierto es que no son conceptos excluyentes, pero a menudo la ocurrencia mordaz, la agudeza cómica, disimula la ausencia de profundidad. Si en las formas breves, que no por su extensión están reñidas con la hondura ("la hipocresía es el homenaje que rinde el vicio a la virtud"), es más fácil dejarse engatusar por las caricias de un discurrir ágil y gracioso; en un texto de largo recorrido los cimientos de la diversión no bastan siquiera para sostener una fachada revestida de importancia tras la cual se desparrama el solar de la nada.
Y algo de (falsa) gravedad envuelta bajo una capa negra de cinismo cachondo es lo que exhibe sin pudor la última creación del (a pesar de esta serie) gran Steven Moffat para Netflix (y para la BBC). Desde dentro, estrenada el pasado 31 de octubre, combina con vistosa aparatosidad dos tramas criminales diseñadas con desigual fortuna pero con la misma utilería, adquirida, seguramente, a aquel vendedor ambulante que se paseaba por Top Secret vendiendo artículos de coña.
En la primera, un vicario adorado por su comunidad encierra en el sótano de su casa a la profesora de matemáticas de su hijo después de que esta, por casualidad, haya abierto un USB que contiene imágenes de pornografía infantil. Las fotografías, claro está, no son propiedad del párroco ni de su retoño, pero por una serie de catastróficas desdichas han ido a proyectarse en el PC del ministro de la Iglesia ante la inquisitiva mirada de la inflexible institutriz. Y, lógicamente, se arma el Belén.
Ya desde el inicio, Moffat opta por construir el argumento a partir de dilemas morales. En este caso, el vicario Harry Watling (un afectadísimo David Tennant) se debate entre las siguientes cuestiones: si dejo salir a la tutora de mi casa, denunciará a mi hijo; si la retengo, me acusará de secuestro. Un dilema que viene precedido de otro anterior que pone en no menos apuros éticos al atribulado pastor: si digo que los archivos pertenecen a mi sacristán, un joven problemático con varios intentos de suicidio a sus espaldas, le arruinaré la vida, pero si afirmo que son míos y le exonero, iré a la cárcel (la idea de sacrificio siempre bien presente).
No es cuestión de resumir todas las disyuntivas que la teleserie plantea, pero a poco que se fijen, observarán que cada giro de la trama se sustenta en un encrucijada similar. Un planteamiento muy parecido, cambiando al vicario por unos estudiantes, lo pueden encontrar en la hoy olvidada Secuestrando a la señorita Tingle (Kevin Williamson, 1999), en la que una portentosa Helen Mirren interpretaba a la estricta docente apresada, también de manera un tanto torpe, por tres de sus alumnos.
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Desde la Inglaterra del vicario Watling y la profesora secuestrada Janice Fife (Dolly Wells) nos desplazamos a una cárcel de máxima seguridad estadounidense en cuyo corredor de la muerte pasa sus últimas semanas de vida el criminólogo Jefferson Grieff (Stanley Tucci, con la sobriedad que le otorga ser una estatua griega en el museo de Madame Tussauds), condenado por haber matado a su esposa (y haber escondido su cabeza nadie sabe donde). Grieff es Sherlock Holmes por otros medios.
De la creación de Conan Doyle, Steven Moffat sabe un rato (como quedó patente en aquella magnífica actualización del mito literario llamada Sherlock), así que aquí se dedica a customizar el arquetipo variando algunas características superficiales pero manteniendo su esencia. Algo parecido a lo que, para desgracia de los espectadores que todavía almacenen en su desagradecida memoria el argumento y las imágenes de la inefable El coleccionista de huesos, intentaba el guionista Jeremy Iacone en aquel troleo cinematográfico dirigido por Phillyp Noyce. Guionista de quien, después de aquello y con razón, nunca más volvimos a saber nada.
Si citamos aquel descalabro fílmico protagonizado por un Denzel Washington tetrapléjico que resolvía crímenes macabros gracias a su imbatible inteligencia es porque el Jefferson Grieff de Desde dentro también está, a su manera, inmovilizado. Ahora bien, su cautiverio no es óbice para que gentes desesperadas acudan a la sala de visitas de la cárcel y le presenten su casos, como si en lugar de una penitenciaría de máxima seguridad aquello fuese el consultorio de un dentista (no se recuerdan tantos privilegios para un recluso desde que Urdangarin ingresara en la prisión de Brieva).
Ahí es cuando este Sherlock Holmes calvo y homicida, acompañado por un peculiar Watson (negro de 150 kilos, con memoria fotográfica y asesino múltiple de mujeres), saca a relucir su talento para la lógica deductiva y resolver encargos como quien hace sopas de letras (eso sí, solo acepta casos que posean "valor moral").
Fortuito e inverosímil
El nexo de unión entre la trama A y la trama B es la periodista Beth Davenport (Lydia West), que conoce a Janice Fife en un accidentado viaje en metro (la primera secuencia es la mejor de la serie) y con la que traza una superficial amistad. Una reportera de sucesos que, a su vez, tendrá concertada una entrevista con el asesino-detective (o viceversa), a quien acabará pidiendo que busque a su supuesta amiga cuando intuye que puede haber desaparecido.
Si, en el primer episodio, uno acepta la confluencia de tanta casualidad y la puesta en marcha de un imparable efecto domino, terminados los cuatro capítulos el espectador no puede sino debatirse entre la incredulidad y la carcajada (por seguir con los dilemas) ante el imposible encaje de bolillos que Moffat, en colaboración con el director Paul McGuigan, pretende tejer (a nivel visual, la repetición de recursos es estomagante; esa cámara subiendo y bajando constantemente de la primera planta de la casa de los Watling a su sótano).
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Son tantas las licencias que se permite el escritor para que las dos historias casen, tantas las concesiones que deben hacer todos los personajes (cuya conducta y psicología varían en función de la procedencia del viento) y tantas las explicaciones que necesitan ofrecernos para que embadurnemos en salsa tártara la rueda de molino con que pretende agasajarnos el guionista británico antes de tomar la comunión, que Desde dentro solo puede disfrutarse como la descreída comedia negra que, a ratos, es (porque esa es otra, el tono criminal y el tono humorístico no están en sintonía).
El cinismo de los diálogos y las bromas a propósito de las inverosímiles situaciones a las que Moffat nos obliga a asistir -fruto de su probado ingenio- tratan de disfrazar de payaso con retranca al doctor en filosofía moral que se esconde detrás de la premisa de la serie que no es otra que "cualquiera puede ser un asesino. Solo se necesita una buena razón y un mal día".
Si ya hemos apuntado que, para que esos actos abominables se den, el cocreador de Drácula (Mark Gatiss & Steven Moffat, 2020) retuerce las reglas de la dramaturgia a voluntad y fuerza la concatenación de situaciones para alcanzar la conclusión deseada, el clímax nos invita a tomárnoslo todo a chufla (¡ese atropello!) para evitar tener que pensar en una resolución del caso en la que lo fortuito -Mary (Lindsay Marshal), la esposa y cómplice del vicario, coincidiendo con Beth en el apartamento de Janice, como si Grieff, además de saber qué sucedió, fuese un dios del tiempo y pudiese disponer el orden de los acontecimientos futuros a su conveniencia- y lo inverosímil -Grieff solo cuenta con la fotografía que le ha proporcionado Beth y con la información de Janice que ha sacado de las redes sociales, ¿cuáles son los elementos que le permiten deducir que ésta es la profesora de Ben y que ese domingo ha ido a su casa?- se dan la mano.
Así pues, salvo Stanley Tucci y algunos afilados chistes, nada funciona en Desde dentro. A Sherlock Holmes le hubiera bastado ver los primeros diez minutos de la serie para saberlo. Desgraciadamente, no todos tenemos su talento.