Muy de vez en cuando, en ese inabarcable almacén de contenido audiovisual que es Netflix, uno se topa, ni que sea por las bondades de la estadística, con una obra digna de mención en mitad de esas estanterías llenas de irrelevancia. Al algoritmo que rige los destinos de la compañía de la gran N roja hay dos temas que le deben funcionar especialmente bien: uno son las sectas, el otro los asesinos en serie.
Ahondando en esta última temática, y oculta tras el fulgurante éxito de la más que interesante Monstruo: La historia de Jeffrey Dahmer (Ryan Murphy & Ian Brennan, 2022) —junto con The Playlist, lo único potable que ha sacado la firma radicada en Los Gatos últimamente—, nos encontramos con Las mariposas negras, miniserie de seis episodios creada por Olivier Abbou y Bruno Merle que se estrenó el pasado 14 de octubre y que, entre los lanzamientos de los últimos y fallidos proyectos de Mike Flannagan (El club de la medianoche) o Ryan Murphy (Vigilante), ha pasado casi desapercibida.
Antes de entrar en materia, sean partícipes del fracaso de este cronista a la hora de dar cuenta de Las mariposas negras sin adentrarse en el lodazal de los spoilers. Si no han visto la serie, siéntanse libres de abandonar estas páginas ahora mismo, porque para analizar a fondo el trabajo de Abbou y Merle se necesita indagar en la figura del narrador y distinguir entre las distintas focalizaciones que componen el relato, para lo cual resulta inevitable destripar partes cruciales de la trama. Avisados quedan. Siempre pueden regresar a estas líneas después de verla: tómense la advertencia como un acicate para adentrarse en su enrevesado y atractivo argumento.
Adrien Winckler (Nicolas Duvauchelle) es un escritor cuarentón en horas bajas que está tan lejos de publicar una novela de éxito como Stephen King de ganar el Nobel. Su atribulada vida, marcada también por los infructuosos intentos de concebir un hijo junto a Nora (Alice Belaïdi), dará un vuelco cuando conozca a Albert Desiderio (impresionante Niels Arestrup), un anciano que le contrata para que escriba sus memorias. El relato del viejo (al que bautizaremos como narrador 2) arranca con un romance infantil que floreció bajo la oscura sombra de la posguerra mundial.
Ella se llamaba Solange y era hija de alemán, así que sus primeros años en el norte de Francia fueron un infierno hasta que conoció a Albert. Esa historia de amor preadolescente, que ocupa el primer encuentro entre ambos, se retrata con ternura (presten oídos a la partitura de Clément Tery) y con el uso de planos idénticos para capturar a entrevistador y entrevistado.
Todo cambia en la segunda reunión, cuando la muerte entra en escena, cuando la confesión de Desiderio resquebraja las expectativas de Adrien. Albert y Solange han crecido, están en la playa disfrutando del sol y del mar. Una pareja de hermanos se suma a una jornada festiva que deriva en un intento de violación que concluye en asesinato: Solange mata a su agresor y Albert, para no dejar testigos, ahoga al hermano.
Desde ese instante, el biografiado empezará a rememorar episodios vacacionales en los que se entreveran viajes de placer y asesinatos múltiples, el homicidio como parte de un juego de excitación sexual, un preliminar cuya naturaleza bebía de aquel luctuoso pasaje playero, el apuñalamiento del violador como precedente necesario para consumar la relación carnal (Solange como cebo, Albert como ejecutor).
De este segundo encuentro entre Adrien y Albert no importan tanto las sobrecogedoras revelaciones (más estremecedoras por proceder de un anciano achacoso) como la manera de ilustrar la reunión y los acontecimientos relatados. Desde la dirección, con una brusca modificación del ángulo de la cámara se subraya la diferencia entre el biógrafo (filmado en ligero contrapicado) y el relator (en picado extremo), variación que se produce precisamente cuando Desiderio inquiere a Winckler sobre temas biográficos (el uso del pseudónimo, la relación con su padre y con su madre, etcétera).
Con esa marca puntual se establece que entre ambos media una evidente distancia fílmica pero también moral, una distancia que se irá acortando paulatinamente —Abbou insiste desde la planificación en las diferencias entre ambos en la tercera reunión, situada en el segundo episodio— hasta igualarlos mediante la sucesión planos/contraplanos idénticos y sin introducir esos tiros de cámara tan significativos (capítulo 3) en el momento en el que sus conversaciones se equilibran y de la recolección de un testimonio se pasa a un quid pro quo en el que Adrien desvela partes de un pasado despojado de cualquier rastro de impecabilidad (es un tipo irascible y violento que pasó su tiempo en la trena).
Provocación con formas extremas
En Las mariposas negras hay una querencia hacia las formas extremas, llamativas, cuyo uso no está exento de rigor y va más allá de la provocación del impacto súbito. Hemos hablado de esas angulaciones un tanto aparatosas, pero también podríamos hacer referencia al abigarrado diseño de producción (reforzado por la planificación) en consonancia con la tumultuosa psicología de los personajes, aunque quizá lo más interesante sea reparar en el uso del color. Los flashbacks que ilustran las vacaciones homicidas de Albert y Solange a lo largo de la década de los 70 son de una luminosidad atroz que contrasta con un presente oscuro y hostil.
¿Por qué filmar lo macabro de manera hermosa, cada asesinato como una celebración? Para entender esto debemos tener presente en todo momento quién nos está contando la historia. El presente lo articula un narrador omnisciente que se mueve a su antojo por el interior del relato (después hablaremos del que denominaremos narrador 1) y que, en ocasiones, da voz a los personajes que lo integran, como es el caso de Albert, quien se encarga de contarnos su pasado; esto es, su versión de aquel entonces. Una versión mediatizada, alterada, manipulada por aquel al que hemos bautizado como narrador 2 y que en narratología quedaría definido como narrador no fiable.
Más allá de que sea la voz de Desiderio la que nos introduce en cada una de esas porciones de pretérito que salpican el metraje, los creadores nos proporcionan unas cuantas pistas sobre la credibilidad de lo que nos cuenta y sobre nuestra cuota de participación en el relato. El uso de la colorimetría remite a la visión que Albert nos ofrece de su pasado junto a Solange —y que ha desembocado en un presente oscuro, y ese choque cromático ya debería ponernos en alerta sobre la evidente fractura que existe entre unas imágenes y otras—, así que atendiendo a esta lógica lo que estamos viendo no tiene por qué ser fiel a la verdad objetiva: es lo que Monsieur Desiderio ha decidido contarnos.
Si atendemos al homicidio primigenio, el de la playa, veremos que Olivier Abbou, que firma todos los capítulos como director, rueda el asesinato cometido por Solange casi en primer plano, mientras que para el ahogamiento causado por Albert recurre a un plano general. Esa distancia se mantendrá para mostrar el asesinato del fotógrafo Steven Powell (John Robinson) en el capítulo 2 y funciona como otra señal de alerta a la hora de interpretar el testimonio de Desiderio: ¿por qué sus muertes, que revive en primera persona y que desgrana sin pestañear, se observan desde tan lejos y el único asesinato de Solange desde tan cerca?
No faltará quien le cuelgue el adjetivo de tramposo a producción como esta y, sin embargo, sus creadores nos advierten desde el inicio que buena parte de lo que se nos muestra puede no ajustarse a la realidad. Esos engaños, que terminan contaminando todos los estadios narrativos, quedan justificados, precisamente, en esa secuencia playera en la que, tras cometer el crimen, Albert se acerca a Solange y espeta un “j’ai besoin de vous, Adrien” rodado con una mirada directa a cámara.
Esa licencia hace que, primeramente, se mezclen las dos capas narrativas que se ponen en juego: a través de la voz de Albert se suturan su relato y la conversación con su biógrafo quien, a su vez, ocupa la posición de Solange situada aquí en el fuera de campo (esa identificación no es en absoluto gratuita, puesto que funde en un solo plano a tres personajes cuyos destinos están trágicamente unidos). En segundo lugar, la mirada a cámara rompe el pacto que las ficciones establecen con esa audiencia que parece observarlo todo siempre desde fuera y a la que, como a Adrien, se exhorta a colaborar para ver si es posible alcanzar la verdad.
Y si uno atiende a estos gestos —es decir, al uso de diferentes texturas para diferenciar los tiempos, a la mezcla de distintos puntos de vista y al empleo de determinados códigos del cine exploitation (véase el plano superior en el que desde la puesta en escena se invoca simultáneamente a Eros y Tanatos)— se irá dando cuenta, aunque sea a posteriori, de que había suficientes señales para evitar la presunta estafa, otra cosa muy distinta es que no fuésemos capaces de verlas o de decodificarlas.
Para entender mejor todo esto urge desplazarnos al último episodio, aquel en el que descubrimos la verdadera identidad de Adrien, y que Desiderio no solo es su padre, sino que además los asesinatos no fueron cosa suya sino de su madre, una Solange que ahora se llama Catherine (Brigitte Catillon). En este punto, uno asume el destino final de un relato cuyas consecuencias ya nos habían sido sugeridas mediante el embellecimiento del pasado, llegando al extremo de alterar la verdadera imagen de Solange (aquí conviven el exaltado uso del color y el retrato alterado de la amante, ambas decisiones derivadas del hecho de que sea Albert quien evoque aquel tiempo); o aplicando una lente de aumento a la hora de filmar los crímenes de Desiderio (al fin y al cabo, fue Solange quien los cometió y el los vio desde cierta distancia).
Cuando en este último tercio de la serie (capítulos 5 y 6), el narrador 1 introduce el punto de vista de Solange (que vendría a ser el narrador 3) observamos los acontecimientos desde otro ángulo, completando así una visión panóptica que queda reflejada en la poderosa imagen final (la tienen justo arriba), la de Catherine/Solange partida en tres frente a un espejo, metáfora no solo de su triple condición (amante, madre y asesina) sino también de la fractura misma de un material narrativo compuesto a partir de la superposición de versiones.
['The Old Man': un pletórico Jeff Bridges en el papel de 'americano intranquilo']
Para Adrien la verdad se torna inasible, una sucesión de aseveraciones y desmentidos difíciles de asumir, tal y como se muestra en esa toma extática correspondiente al episodio final, la cámara enloquecida dando vueltas a su alrededor (el vórtice como símbolo de la serie, igual que el cuadro que cuelga en casa de Albert) para consumar el clímax de las revelaciones. De ahí que, por otra parte, se le de tanta importancia al registro (las grabaciones caseras, la grabadora de voz, la hemeroteca) como única fuente capaz de aprehender una verdad que se desvanece con cada nuevo testimonio. No es casual que una de las primeras cosas que la joven Solange haga antes de emprender su huida sea quemar las cintas de Super 8 registradas por Albert, condición necesaria para construirse una nueva vida.
Al final, aunque este inscrito ya en los inicios de la propuesta, todo es un gran juego entre distintas instancias narrativas, todas ellas sospechosas, incluida la de un demiurgo que ordena el relato de manera artera, que nos manipula con la inclusión de esas analepsis infantiles de Adrien y que altera la cronología del relato para sorprendernos. La investigación llevada a cabo por el agente Carrel (Sami Bouajila) y su compañera Mathilde (Marie Denarnaud) sobre el pasado de Desiderio se nos presenta como perteneciente al mismo tiempo que las conversaciones entre Adrien y Albert.
La inspiración en El silencio de los corderos
Sin embargo, en el tercer episodio sabremos que esas averiguaciones son anteriores y que constituyen, precisamente, el desencadenante de la historia: las indagaciones policiales son las que inducen a Albert a contactar con Adrien. Esa falsa simultaneidad de las dos tramas se aprovecha de un hábito contraído por los espectadores, quienes siempre tendemos a asumir la convergencia de dos tiempos salvo que se nos indique lo contrario.
A esa acomodaticia costumbre le sacaban partido el guionista Justin Haythe y el director Pieter Jan Brugge en La sombra de un secuestro (2004), y otro tanto sucedía, aunque con una modulación diferente, en El silencio de los corderos (Jonathan Demme, 1991), sin duda una de las grandes inspiraciones para Abbou y Merle, viendo como articulan la relación Adrien/Albert (el famoso quid pro quo) o escuchando alguno de los temas compuestos por Clément Tery para la banda sonora original en el que resuena el trabajo de Howard Shore para el film de Demme.
Por cierto, y aun cuando existe una reiteración de los hechos, los guionistas no explican las cosas por duplicado, sino que cada vez añaden una capa más de información a esas situaciones ya contadas, y evitan forzar coincidencias que quizá le vendrían bien a la historia pero que resultarían incoherentes (por ejemplo, que Adrien descubriera que Carrel está preso en el sótano del caserón de su padre). Una cosa más: pese a los múltiples giros de guion, los creadores se esfuerzan porque cada uno de ellos quede justificado, siempre atendiendo a la psicología de los personajes (dejemos aquí algunas preguntas para que busquen las respuestas en la serie: ¿por qué Adrien no denuncia a Albert cuando comprueba que es un asesino? ¿por qué Adrien visita a Nastya cuando es la única que puede descubrir/revelar la verdad?).
Por cierto, y más allá de la cita a El silencio de los corderos, Las mariposas negras bien podría verse como un híbrido entre la obra de escritores como Thierry Jonquet (los giros de la trama siempre vinculados a la desesperación de los protagonistas), Jean-Patrick Manchette (la amoralidad de algunos personajes) y Stephen King (el autor devorado por su creación, aquí planteada por una suerte de mise en abyme enfermiza e insalvable). Sirvan estos tres nombres como argumentos de autoridad para justificar el disfrute de este cronista frente a una serie tan engañosa como una declaración de amor de Kitty Collins.