Dedicado a JFK y a JR, ilustres miembros del Frente Popular de Judea.
En el genérico de la última creación capitaneada por el infatigable Ryan Murphy para Netflix observamos a cuatro hombres y dos mujeres trepando por la parte trasera de las enormes letras que forman el popular Hollywood Sign. A lo largo de los siete episodios de la nueva producción del gigante del streaming iremos conociendo a este grupo heterodoxo formado por dos actores, dos actrices, un guionista y un director. Ellos, una panda de advenedizos recién llegados al Los Ángeles de finales de los años 40, serán los artífices de una película que cambiará para siempre el rumbo de la industria del cine. Esa obra no es otra que Meg, dirigida por Raymond Ainsley (Darren Criss), escrita por el guionista negro y homosexual Archie Coleman (Jeremy Pope) e interpretada por un elenco formado por la también afroamericana Camille Washington (Laura Harrier) y los actores de reparto Jack Castello (David Corenswet), Claire Wood (Samara Weaving) y Rock Hudson (Jake Picking). Esa secuencia de créditos sirve como pauta para decodificar el funcionamiento de Hollywood, una propuesta que altera la Historia —trufando de dramas inventados el almanaque de anécdotas de los años dorados de la Meca del cine— para construir un relato aspiracional, de una limpieza discursiva un tanto pueril y, no obstante, profuso en dobles sentidos y golosas asociaciones.
El ascenso por los bastidores del conocido letrero plantea, de inicio, un intrincado juego. En primer lugar, nos muestra a una cuadrilla de novatos que bien por su extracción étnica, bien por su orientación sexual, están fuera de los estándares tolerados por los estudios. Esos excluidos escalarán hasta situarse en el vértice de la pirámide industrial por el camino menos obvio y más enrevesado. Las letras que coronan Mount Lee simbolizan el poder del studio system y la subida de estos debutantes hasta el límite último de esas grafías de cartón piedra suponen la representación, a través de una metáfora simple y efectiva, de una laboriosa conquista: la del asentamiento en el Olimpo de los eternamente relegados (la secuencia se desarrolla de noche y jamás veremos el letrero de frente, solo su armazón: lo que siempre permanece oculto a ojos de los espectadores aquí ocupará nuestro campo de visión, es como apartar la luz de los focos del escenario y lanzarla sobre las bambalinas, el espacio en el que ocurre lo verdaderamente importante). La lectura no debe, sin embargo, detenerse aquí. Esa ascensión es idéntica a la que, el 16 de septiembre de 1932, realizó Peg Entwistle, una joven actriz británica que se suicidó lanzándose desde lo alto de la letra H apenas un mes antes de que se estrenara la primera película en la que había obtenido un pequeño papel, Thirteen Women (George Archainbaud, 1932). Meg, la (falsa) película sobre la que Ryan Murphy e Ian Brennan construyen su miniserie, es una versión de la desdichada historia real de aquella actriz olvidada. El propósito de los guionistas pasa por retomar esa desgraciada sucesión de acontecimientos para reconfigurar la tragedia como una doble oda: el filme no terminará con la muerte de la protagonista y la serie situará a unos artistas que se identifican con Peg Entwistle (pobres, desclasados, voluntariosos) como los nuevos reyes de una cinematografía que, por aquel entonces, ya dominaba el mundo.
En Hollywood conviven la mitomanía, la columna de prensa rosa, el erotismo de baja intensidad, las reivindicaciones de las minorías y el metalenguaje. Esa iluminación ocre recreada por el director de fotografía Simon Dennis que se derrama en cada secuencia alumbra el desfile de los personajes por un sueño tan dorado como el baño que recubre una estatuilla de la Academia. La música de Nathan Barr empapa con un swing suave la banda de sonido, aludiendo a la ligereza de una propuesta que ha de consumirse como una fría copa de champagne (para beber rápido, como exigiendo que la felicidad llegue lo antes posible). En esta fábula referencial los recursos de puesta en escena surgen de los rudimentos más elementales del melodrama: estamos a finales de los 40, en pleno apogeo del Hollywood clásico y Murphy (que dirige el piloto y fija el patrón) no trata en ningún momento de reinventar tan acostumbrada estética, sino que se sirve de ella para abordar una subversión temática, un desmantelamiento de clichés —es como si al final de Rocky IV (Sylvester Stallone, 1985) ganara Ivan Drago (la comparación es tan extraña como elocuente)—. Estamos ante una teleficción frontal en la que los personajes expresan sus ideas a través de los diálogos y en la que el texto está siempre por encima de las imágenes. Ahí están el uso de la figura de Hattie McDaniel (Queen Latifah) como símbolo de la lucha de los actores afroamericanos; el continuado alegato feminista de amplio espectro que va desde la vindicación de las actrices veteranas (Patti LuPone y Holland Taylor) a la sororidad y la comprensión entre mujeres (la unión entre Avis Amberg y Ellen Kincaid para cambiar el rumbo del estudio, el apoyo de Avis a la actriz y amante de su marido Jeanne Crandall) pasando por la denuncia del relegamiento al que tradicionalmente se han visto sometidas (Avis pasa de dirigir el estudio a hacerle la cena a su marido); la visión panóptica de las relaciones homosexuales e, incluso, la obligación de adoptar una postura política (militante) a la hora de producir una película, hecho refrendado por la visita de Eleanor Roosevelt (Harriet Samson Harris) a los platós y su insistencia en la necesidad (y el poder) que tiene la industria cinematográfica para cambiar las cosas en “un país que va hacía atrás” (el mensaje no puede estar más en consonancia con la actualidad).
Hollywood es un espectáculo de variedades temáticas montado para defender la necesidad de que esos colectivos excluidos cuenten sus historias sin para ello tener que abandonar el sistema. Por eso Murphy y Brennan construyen una historia convencional y accesible (incluso simple si se quiere) en la que los personajes dicen lo que piensan (está repleta de contundentes speeches) para que ese mensaje sobre la alteridad nos llegue con la facilidad de un morreo. Que el autor de Glee ostente ahora una posición de privilegio en el seno de la industria audiovisual no debería inducirnos a pensar en su nueva creación como la traducción serial de su éxito (“si yo he podido, vosotros también”), sino más bien como un recordatorio de que esto tenía que haber ocurrido mucho antes (aquí el primer Óscar a la mejor actriz para una mujer negra llega en 1948; en el mundo real hubo que esperar al año 2002, cuando Halle Berry lo recibió por Monster’s Ball. Sigue siendo la única).
El showrunner de Indianápolis cree firmemente en el Modo de Representación Institucional, de ahí que emplee las mismas herramientas formales que sirvieron para afianzar el triunfo de una industria profundamente conservadora. Su carrera no es la de un francotirador (no es John Waters) sino la de un integrado que va alterando los circuitos que forman un sistema consolidado con la intención de que los inputs que introduce desencadenen resultados diferentes a los habituales. Por eso los cambios que se aplican en Meg son del orden de lo superficial. Cuando se decide contratar a Camille Washington como protagonista el relato necesitará ser modificado: una actriz afroamericana no puede suicidarse tal y como hizo Peg Entwistle porque ello implicaría reforzar un discurso en el que los menos favorecidos jamás serán aceptados por la industria, señal inequívoca de que el camino del esfuerzo conduce a la rendición (la lógica, como ven, no se aparta ni un ápice de las doctrinas liberales —el cielo es el límite, do it yourself, etc.—, por eso no estamos tanto ante un éxito colectivo como ante los beneficios surgidos de la suma de talentos individuales). En Meg habrá sustitución de actores y variaciones en el guion: las imágenes serán las mismas. De ahí que la puesta en escena destaque más por su fastuosa ortopedia (vestuario, diseño de producción, maquillaje) que por su manejo de las formas. Puestos a imaginar, pienso en qué podría haber hecho un redivivo Douglas Sirk con este material. Soñar es gratis.
Así pues, desde el punto de vista del análisis formal, apenas hay un par de secuencias llamativas. Nos quedaremos con aquella en la que Henry Willson, gracias a sus tejemanejes, se agencia el cargo de productor en Meg. El director Michael Uppendahl arranca la secuencia con Willson entrando al despacho. Allí le esperan Avis y Dick. Tras un primer plano en profundidad de campo en el que se observa a los tres de espaldas, tras un corte veremos la toma opuesta; esto es, a los tres de frente. El realizador sitúa a Willson entre los otros dos —como elemento divisor y de tensión— y a medida que este va revelando las informaciones que salvarán al estudio del escándalo, lo sitúa mediante el uso de un suave picado por encima de la señora Amberg y su principal ejecutivo. Willson exigirá, acto seguido, un pago por el favor prestado y Uppendahl seguirá su paseo alrededor de la mesa del despacho de Ace Amberg (el boss) insistiendo en colocarlo entre Avis y Dick. Finalmente, se colocará en el lado de la mesa en el que se sienta el propietario del estudio (mientras que sus acompañantes ocupan el lado de las visitas) y tocará con sus manos el respaldo del sillón (marca inequívoca del estatus). Cuando, de pie, solicite convertirse en productor, Dick, primero, y Avis después, se sentarán, situándose en una altura inferior, denotando que Willson los tiene atrapados.
Sea como fuere, Murphy, que ya ha demostrado su pericia como ‘dramatizador’ de lo real (American Crime Story), cree en el poder sanador de la ficción y se vuelca en un ejercicio de justicia poética que concluye con la toma de Hollywood por parte de un ejército de outsiders que suma al grupo de actores y creadores presentados en los créditos a la repentina jefa de los estudios Ace, Avis Amberg (Patti LuPone), a su máximo responsable de producción, el talentoso Dick Samuels (Joe Mantello) y a su jefa de casting, la veterana y solitaria Ellen Kincaid (Holland Taylor). El autor de Feud vindica el papel que el cine de los grandes estudios y las series de televisión de las plataformas tienen como correas de transmisión de un discurso que, en este caso, aboga por la presencia de la diversidad —racial, sexual, vital— en pantalla y por la apertura hacia una narrativa tradicionalmente arrinconada por el mainstream.
En este entretenimiento ucrónico las licencias tomadas con respecto a los elementos extraídos de la realidad de la época son tan evidentes como lógicas: no son más que el muro sobre el que ha de alicatarse la fabulación. Sería absurdo pensar en Hollywood como un ignoto manantial que nos surte de escándalos jamás revelados, más que nada porque todo lo que se cuenta (esté o no ligeramente maquillado) es sobradamente conocido por cualquiera que haya tenido un mínimo interés en las actividades extracurriculares de todos aquellos que decoraron con sus manos el Paseo de la Fama. En aquel tiempo, revistas como Confidential vivían de la revelación de los secretos de alcoba de las estrellas de cine, ¿o acaso Rock Hudson no tuvo que casarse repentinamente con Phyllis Gates, la secretaria de su agente Henry Willson, para evitar que, en el auge de su carrera, los tabloides fueran engordando los rumores ya publicados sobre su conocida homosexualidad? Posteriormente, tanto la ficción novelada —de escritores como James Ellroy a obras como de El día de la langosta, de Nathanael West— como los ensayos que funden lo biográfico con la rumorología —Hollywood Babilonia, de Kenneth Anger— han hablado largo y tendido de muchas de las picantes anécdotas referidas por la serie. De hecho, Servicio completo, el libro de Scotty Bowers, se adivina como una de las grandes inspiraciones del tándem Murphy & Brennan, hasta el punto de que el personaje de Ernie West (magnífico Dylan McDermott) parece estar inspirado en el propio Bowers: sí, lo de la gasolinera fue real (si están interesados en separar el grano de la paja —no me digan que la expresión no es adecuada, ¿eh?— aquí les dejo doble ración de material, en castellano y en inglés, para que prosigan con sus investigaciones).
Los guionistas mezclan realidad y ficción y dramatizan los hechos que convienen a sus intereses para corregir la historia de ‘La fábrica de sueños’ y recordarnos que, como señala Raymond Ainsley, “las películas no solo nos muestran el mundo tal y como es, también nos muestran cómo podría ser”. Para llegar a ese desiderátum final es necesario atravesar cuatro episodios que son un placer irrenunciable para los amantes del marujeo, con la fiesta en la mansión de George Cukor como culmen de lo que podríamos bautizar como gossip orgy. Hasta ese momento hemos visto a señoras bien que contratan los servicios de jóvenes efebos dispuestos como reclamo junto a los surtidores de una gasolinera para que les llenen el depósito (a veces, también el del coche), gais lógicamente armarizados que se dejan caer por la estación de servicio para una clandestina revisión de bajos, aspirantes a actores que entre una audición y otra adecentan sus escuálidas libretas de ahorros haciendo mamadas (pardon my french) o acostándose con mujeres que podrían ser sus madres si sus madres los hubieran tenido tarde. Esta primera mitad es una edición vintage de TMZ ilustrada con una surtida colección de instantáneas soft-porn para todos los gustos: del triple polvo de presentación de la pareja formada por Darren Criss y Laura Harrier a la consumación de los intercambios sexuales apalabrados por Ernie en los que tienen cabida lo sórdido (Cole Porter) y lo romántico (de ahí surge el noviazgo Archie/Rock), sin olvidarnos de ese erotismo gerontológico tan inhabitual en la ficción contemporánea (bienvenido sea, oigan, que la ‘gent gran’ también folla). Evidentemente, en una serie en la que los protagonistas viven de su imagen, la mayoría de los protagonistas son de una hermosura infrecuente y la realización se recrea en la belleza de sus cuerpos, ¿o es que ya se nos había olvidado que esto era una fábula aspiracional? (Por cierto, en una serie en la que se le da caña al código Hays, en la que ellas y ellos copulan, mayoritariamente, a discreción y en la que resuena con fuerza la frase “I don’t judge you” dicha por una mujer a la amante de su marido, casi mejor dejémonos de valoraciones morales).
Así, en esa primera mitad henchida de excesos, Jack Castello y Archie Coleman se prostituyen con dignidad y Rock Hudson se somete a las vejaciones del enfermizo Pigmalión que fue Henry Willson (Jim Parsons) mientras Murphy y Brennan se hacen trampas al solitario para que sus héroes estén en disposición de embarcarse en la producción de Meg. Todo está escrito a favor de obra: los encuentros fortuitos, el oportunísimo infarto de Ace Amberg (Rob Reiner) que da vía libre a su mujer para dirigir el estudio, que la culpa de la ruptura del matrimonio Castello recaiga en su esposa (y lo libere de culpa y de cargas) y un largo etcétera de eventualidades que hacen que todo vaya cuesta abajo.
Sigamos con cuestiones de guion. La explicitud de los diálogos revela la transparente composición de unos personajes que tumban los arquetipos a golpe de discurso. Sin duda, la figura de Henry Willson es la que mayores problemas plantea. Por una jugarreta del destino grafológico, el personaje interpretado por un histriónico Jim Parsons comparte iniciales con Harvey Weinstein. También comparten prácticas: los dos aprovechan su posición de poder en el seno de la industria para abusar sexualmente de sus representados. Hollywood viene a decirnos que esa costumbre (ejem) es tan vieja como la propia ciudad de Los Ángeles y que ha sido tolerada desde tiempos inmemoriales (¿acaso no forma parte George Cukor de esta estirpe de violadores (no se me ocurre otro sustantivo)?). En una teleficción que juega a cambiar la historia para hacernos soñar con un futuro mejor resulta problemático que se redima a alguien como Willson, señalando que la reinserción de estos depredadores es posible si deshacen parte del daño causado acumulando buenas acciones (en este caso produciendo la primera película con un romance homosexual). Algunos seguiremos pensando que los HW de cualquier época pueden seguir haciendo películas siempre que antes hayan pasado por el trullo. Llámennos quisquillosos.
Esta coincidencia de iniciales es solo una de las múltiples lecturas alternativas que nos proporciona la serie y que requieren una ligera dosis de maldad interpretativa:
-Ernie West, un proxeneta de buen corazón, terminará interpretando en la película-dentro-de-la-serie al trasunto de David O. Selznick. Es curioso que a un chulo el papel de productor le vaya como un guante (¡oh, wait!).
-Al guionista Archie Coleman su nueva jefa le dobla el sueldo, le ofrece un contrato por 5 años y le da carta blanca para escribir lo que quiera. Lo mismo que le ha pasado a Ryan Murphy con Netflix.
-Para que Meg sea un éxito de taquilla, la improvisada ejecutiva de Ace Studios decide ampliar el número de salas de estreno al máximo posible y bajar el precio de las entradas. La estrategia de difusión es muy similar a la de Netflix: llegar a todos los hogares con una cuota mensual asequible.
-Hattie McDaniel fue la primera actriz afroamericana ganadora de un Óscar. Fue en la edición de 1939 por interpretar a Mammy en Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, Sam Wood & George Cukor, 1939). Aquí la interpreta Queen Latifah, que también estuvo nominada en la categoría de mejor actriz de reparto en la edición de 2002 por interpretar a ‘Mama’ Morton en Chicago. En el musical dirigido por Rob Marshall interpretaba la canción ‘When you’re good to mama’ en cuyo estribillo sonaba aquello de “When you're good to Mama / Mama's good to you”, frase con la que la presentará Ryan Murphy (y que sirve también para revelar la orientación sexual de McDaniel). Más meta no se puede.
- ¿Es el nombre de Camille Washington un reconocimiento a otra actriz afroamericana que lo está petando como Kerry Washington?
-Mira Sorvino, una de las afectadas por el caso Weinstein, interpreta a Jeanne Crandall, una actriz que lleva una década acostándose con Ace Amberg, el capo de los grandes estudios. Según declaraciones de la propia Sorvino, el hecho de haber rechazado las indecentes proposiciones del todopoderoso productor provocó su marginación; en Hollywood su carrera no se arruinará tras conocerse su secreto, sino que la esposa de Amberg le dará el papel estrella en su siguiente película (perdón por la reiteración de este pasaje).
-Si desconocen las particularidades propias de una producción cinematográfica, aquí tienen un manual de instrucciones que les explica todas y cada una de las fases. Hollywood también es una guía didáctica.
-Estamos ante una serie que reflexiona sobre el mundo del cine. Hollywood explicado desde Netflix. ¿Lo escuchan? Es el cambio de paradigma.
-De manera sutil, también se habla de los cambios estructurales en el sector. El guionista pasa de describirse como el peón con menos poder dentro de la industria a recibir un cheque con fondos ilimitados por parte de su jefa. Además, la figura del productor ejecutivo, representada por Dick Samuels, demuestra que la vara de mando siempre está en manos de quien escandalla el presupuesto. No lo olviden.
En Hollywood también aparece la inefable actriz Tallulah Bankhead, quizá una de las más grandes filósofas cínicas de la historia. A ella se le atribuye una brillantísima colección de aforismos, la mayoría de los cuales serviría para describir esta serie. Decía la protagonista de Náufragos (Alfred Hitchcock, 1944) que “la cocaína no crea adicción. Lo sé porque llevo tomándola desde hace años” y algo similar sucede con las series firmadas por Ryan Murphy, esas que podrán gustar más o menos (allá cada uno con sus placeres), pero que todo el mundo acaba viendo aunque no esté enganchado a ellas.