El guion contra la imagen: Moscow Noir vs. Ratched
La construcción de las imágenes de 'Ratched' está muy por encima de su narrativa mientras que en 'Moscow Noir' todo se rige según las convenciones establecidas por el imperio del guion
El debate en torno al cine y las series de televisión puede ser productivo, siempre y cuando no se afronte desde el interior de una trinchera. Si la dialéctica que se impone es disyuntiva, si los defensores de la ficción catódica esperan la enésima declaración de un cineasta que afirme haber dirigido una película dividida en partes y no una serie de televisión para saltarle a la yugular, y la intelligentsia cinematográfica recurre a la muletilla de la estética televisiva para cargar contra filmes academicistas o sobreexplicados, no hay nada que hacer. Bueno sí, repartir guantes y que gane el mejor o el que antes fiche a Jason Momoa.
En el fondo, se dirime una cuestión de supremacía, un cambio de tendencia que la infiltración de la pandemia ha ayudado a consolidar. El cine ha perdido su espacio de privilegio en lo alto de la pirámide del entretenimiento. Caen los espectadores (en España se ha pasado de 109.986.858 en 2009 a los 104.889.299 con los que se cerró 2019) y las salas van bajando la persiana (en la última década han cerrado 87 cines -de 851 a 764- y se han perdido 387 pantallas, de 4.082 a 3.695), datos que empeorarán mientras la Covid-19 perdure y aumente la pérdida de público ya sea por los meses de inactividad, por la reducción de aforo o por el retraso de los grandes estrenos de las majors, otro palo en la rueda del sector de la exhibición.
En paralelo asistimos al advenimiento de las plataformas y a unas nuevas formas de consumo desencadenado: ya no nos amarran ni los horarios ni los soportes y se imponen la discontinuidad y la interacción (prácticas favorecidas por un confinamiento que suprimió cualquier otra alternativa). La esencia del modelo de negocio del streaming se basa en la renovación constante del contenido -para captar nuevos abonados- y esa fidelización se logra con mayor facilidad explotando el formato serial que mediante la producción de largometrajes: las películas suponen un consumo puntual, las series se basan en la continuidad y (si funcionan) generan una pulsión deseante (queremos ver qué sucederá a continuación).
Valga este somero resumen -si quieren profundizar pásense por aquí y lean siempre a Elena Neira- para explicar el recelo que crece como una zarza salvaje entre (algunos) seriéfilos y cinéfilos, guardeses acérrimos de sendas parcelas custodiadas con la animosidad de quien defiende una patria. Sucede, sin embargo, que estos cambios coyunturales tienen su incidencia sobre la esfera creativa. La bonancible economía de las plataformas ayudó al desembarco de cineastas en las orillas de la teleficción. Si alguna vez los hijos de la gran pantalla lanzaron miradas de soberbia sobre su hermana pequeña -como si Hitchcock, Fassbinder o Lars Von Trier no hubiera hecho jamás una serie- el talonario se encargó de desviarlas. El tamaño (del soporte) dejó de importar y los holgados presupuestos de estas nuevas corporaciones tecnológicas hicieron el resto. A su llamada han acudido Alberto Rodríguez, Enrique Urbizu, Nicholas Winding Refn, David Lynch, Luca Guadagnino, M. Night Shyamalan, Steven Soderbergh, David Fincher, … ¿Quieren que sigamos? Sí, citemos también a Wong Kar Wai.
Ese trasvase creativo nos deja plantados frente una nueva dicotomía que se levanta ante nosotros como una de esas estacas de las que cuelga un cartel que nos advierte sobre un perro peligroso: la del guion ‘contra’ la puesta en escena. Si discutir que, hoy por hoy, las series de televisión han recogido el testigo del cine como líderes del entretenimiento es algo absurdo -nada hay más sintomático que echar un vistazo a las revistas sobre cine-, obviar la escalada de consecuencias que ello ha causado no lo sería menos. La principal -o la que más nos interesa aquí- es que ese intercambio de autores ha desembocado, a su vez, en una transformación del formato. Aquí entran en colisión dos conceptos muy distintos de autoría: si en las series el guionista es la estrella (o ese golem llamado showrunner, mezcla de guionista y productor ejecutivo), en el cine la figura relevante es la del director (blame it on Cahiers). Esta contingencia tiene más años que la tos, solo que ahora tose mucha gente a la vez.
Llegados a este punto, quizá una mirada arqueológica nos ayude a hacer frente a esta encrucijada. Las primeras series de televisión norteamericanas adaptaron el cine de género popularizado por los estudios de Hollywood a un medio nuevo con un ritmo propio (marcado por la publicidad). Se trataba, pues, de que la comedia (I love Lucy, 1951-1957), el thriller (Dragnet, 1951-1959) o el western (El llanero solitario, 1949-1957) fueran rentables y operativos dentro de una lógica distinta. Ello implicaba adoptar los patrones narrativos y la puesta en escena transparente propias del cine clásico (reconocibles por los espectadores) y adaptarlas a la velocidad del medio, de la época y de la audiencia.
Desde un punto de vista narrativo, nos encontramos ante construcciones clásicas en el sentido más longevo del término, es decir, ante estructuras dramáticas basadas en la causalidad, la finalidad y la progresión dramática heredadas de la novelística verosímil del XIX. Cuando, en su intervención durante el pasado Festival de San Sebastián, Aaron Sorkin apuntaba que “no existe mejor forma de expresar una idea que por medio de una historia”, venía a defender este ideal de ficción. En lo estético, esa operativización mencionada anteriormente se traduce en el uso del montaje por raccord, de una retórica funcional sustentada en la centralidad de los personajes en el encuadre, del empleo del plano/contraplano y la escasa profundidad de campo (recuerden que estamos haciendo arqueología… aunque esto todavía vale para algunas series, bastantes sitcoms, por ejemplo).
La ficción serial televisiva se inscribe en esta tradición, una corriente en la que la primacía del storytelling sobre la puesta en escena es difícilmente discutible. O al menos lo era hasta no hace demasiado tiempo (siempre, siempre ha habido excepciones… Miami Vice es una de ellas). En la opinión de quien esto firma, los grandes avances en el campo de la serialidad televisiva proceden de la bastardía que representan Hannibal (Bryan Fuller, 2013-2015), The Leftovers (Damon Lindelof & Tom Perrotta, 2014-2017), Atlanta (Donald Glover, 2016-?), Horace and Pete (Louis C.K., 2016), Fleabag (Phoebe Waller Bridge, 2016-2019), Legion (Noah Hawley, 2017-2019), o, inevitablemente, Twin Peaks: The Return (David Lynch & Mark Frost, 2017), en las que la permeación de determinados códigos propios del cine contemporáneo, la mixtificación lingüística (teatro, publicidad, videoclip, cine experimental y de vanguardia, videojuego) o la ruptura de la normatividad narrativa fijada por el clasicismo impulsan al formato hacia una renovación estética (y dramática). Esta contaminación formal y estructural viaja en las dos direcciones y los tropos de la serialidad también aplican en el cine: ahí están los cliffhangers que abrochan el Marvel Cinematic Universe, las franquicias como Fast & Furious o Mission: Impossible o la ampliación del mundo que Shyamalan creó para El protegido (2000), en Múltiple (2016) y Glass (2019).
Las fronteras son cada vez más débiles y colocar al cine y a las series en compartimentos estancos indica la adopción de una postura cómoda y fácil de desenmascarar cuando un crítico ‘tradicional’ de televisión se topa con artefactos como Too Old to Die Young (Nicolas Winding Refn & Ed Brubaker, 2019) o cuando una publicación especializada ignora sistemáticamente (aunque cada vez menos, money talks) cualquier serie de televisión que no venga firmada por un cineasta o que no se haya convertido en un fenómeno masivo (también es cierto que el volumen de estrenos seriales es inasumible).
Lo deseable sería evitar maximalismos y, a partir de lo que las propias series proponen (es decir, a partir del análisis de cada texto), determinar la vigencia y la validez, cuando se emplea no como plantilla sino como herramienta expresiva, del ‘lenguaje clásico’ encarnado por propuestas como The Night Of (Richard Price & Steven Zaillan, 2016) o The Crown (Peter Morgan, 2016-?) sin por ello negarse a comprender que el formato, en virtud de esa contaminación bidireccional de la que hablábamos, se abre hacia nuevos horizontes.
El debate es amplísimo y puede extenderse a las diferencias existentes entre el mainstream cinematográfico y el teleserial, con estéticas más parecidas de lo que habitualmente se reconoce, pero con diferencias que se observan, por ejemplo, en cuestiones de orden temático como la representación de las minorías (ahí la TV mainstream gana por goleada). O de que la exploración de nuevas formas que se aparten Modo de Representación Institucional es mucho más fácil de encontrar en el ámbito cinematográfico (especializado y circunscrito casi exclusivamente a la órbita de los festivales y a espacios/salas/plataformas muy concretas) si bien algunas series de televisión como las citadas ya frecuentan esos espacios de resistencia.
Para atrapar con la red de la concreción todas estas ideas lanzadas al vuelo nada mejor que aprovechar el estreno casi simultáneo de Moscow Noir (Aleksi Bardy, 2018) y Ratched (Evan Romansky & Ryan Murphy, 2020). La primera es una teleficción estrenada en nuestro país por Filmin el pasado 29 de septiembre. En el Moscú de 1999, Tom Blixen (Adam Palsson) trabaja como empleado del banco de inversión Pioneer Capital. En su intento por sacar tajada de una compraventa de acciones que, a la vez, ayudará a un amigo suyo a superar sus apreturas económicas se topará con una trama corrupta en la que están implicados altos dirigentes del país.
Adaptación de la novela The conductor from Sant Petersburg de Paul Leander Engström y Camilla Grebe, esta coproducción sueco-lituana deslocaliza un género tan reconocible como el nordic noir y, aunque solo sea por el cambio de paisaje, le insufla aliento a un subgénero agotado: más allá de su solvencia, cuando uno se arrellana en el sofá para ver La ruta del dinero (Jeppe Gjervig Gram, Jannik Tai & Anders Frithiof, 2015) o Caza de brujas (Anna Bache-Wiig & Siv Rajendram Eliassen, 2020) la sensación de dejà vu es inevitable. En Moscow Noir todo se rige según las convenciones establecidas por el imperio del guion. Las pautas fijadas por una determinada ortodoxia narrativa se cumplen: la red de mentiras, el personaje de oscuro pasado, el falso culpable, los giros colocados al final de cada episodio, los twists inesperados,… En lo temático tampoco se nos cuenta nada nuevo: el desmoronamiento del régimen soviético y la entrada del capitalismo en la Rusia del cambio de siglo fue aprovechado por las élites para enriquecerse. Corrupción endémica, crimen organizado, tráfico de influencias,…
Pese a tratarse de un argumento trillado a cuya evolución se le pueden poner algunas pegas (la explicación del pasado de Blixen o las diferencias de nivel interpretativo), estamos ante una serie que, difícilmente, será vapuleada por la seriefilia y que no recibirá atención alguna en los medios cinematográficos especializados. En Moscow Noir las imágenes apenas tienen peso -únicamente cuando los espacios funcionan como metáfora del desmoronamiento de los personajes y del país, como se observa en la imagen que viene a continuación- y la dirección de Mikael Hafstrom, Johan Brisinger y Marten Klingberg se limita a ilustrar los pasajes fijados por un libreto en el que importa que la trama esté bien armada y que el presupuesto de producción sea lo suficientemente holgado como para fabricar una reconstrucción fidedigna de la época en la que se ambienta la historia.
La que no pasaría el filtro de los analistas de guiones es Ratched, el último regalo envenenado que Ryan Murphy ha desarrollado para Netflix (se estrenó el 18 de septiembre). A partir de una idea de Evan Romansky -un viaje al pasado de la enfermera Mildred Ratched, la feroz antagonista de Alguien voló sobre el nido del cuco (Milos Forman, 1975) que le reportó un Oscar a Louise Fletcher- el showrunner de Indianápolis se olvida de cualquier parecido con el filme de Forman y va apelmazando referencias para armar un artefacto que detona por acumulación (eso sí, como apunta el crítico Javier Rueda en el último número de Caimán Cuadernos de Cine “sería un error pensar que la ficción televisiva pudiera estar desconectada del referente cinematográfico, ya que el sadismo resulta con frecuencia la carcasa de la represión...”, y sadismo hay un rato).
A Ryan Murphy, que aquí figura como desarrollador y no como creador de la serie, siempre le ha gustado fijar el look de sus producciones, pero dada su condición de guionista y productor ejecutivo siempre se tiende a pensar que la mayor preocupación de este tipo de creadores (de Sorkin a los King pasando por David Simon) está en cuidar los guiones. Aquí, como en las películas más desquiciadas de Brian De Palma -En el nombre de Cain (1992)- o en la mayoría de los filmes de Dario Argento, la construcción de cada secuencia (casi de cada plano) está muy por encima de la lógica narrativa (aunque no de la esencia de la historia). A un script doctor se le caerían los globos oculares al ver cómo se utilizan las elipsis para evitar situaciones cuya solución dramática implicaría varias secuencias y numerosos contratiempos. Piensen, por ejemplo, en la muerte del Doctor Richard Hanover (Jon Jon Briones) en la habitación de un motel a manos de Charlotte Wells (Sophie Okonedo), paciente con personalidad múltiple (muy en la línea del villano de Múltiple). El guion pasa de puntillas sobre cómo Mildred Ratched (Sarah Paulson), advertida por la propia Charlotte, se deshace del cadáver, la vemos comprar una sierra en una ferretería y, acto seguido, le está entregando la cabeza a Lenore Osgood (Sharon Stone). Los ocho episodios están repletos de soluciones de este estilo, por no hablar de la facilidad con que los personajes huyen de la ley o se mueven por las dependencias del hospital psiquiátrico, porque lo que le interesa a Murphy es plantear una historia sencilla -un enfermera se interna en un frenopático para liberar a su hermanastro, ingresado en fase de revisión psicológica previa a la ejecución de la pena de muerte a la que ha sido condenado tras asesinar a cuatro sacerdotes-, un recipiente en el que verter todas sus obsesiones estéticas, algo inusual (y difícil de entender) en un medio en el que el-guionista-es-la-estrella. No sorprende, pues, que buena parte de la crítica televisiva se la haya cargado (reconozcan que MamaRatched es un gran título si de hacer mofa se trata).
Pero ¿cuáles son las filias estéticas que el creador de Nip/Tuck (2003-2010) vierte sobre la pantalla como si fuera un óleo? Pues ahí están los motivos visuales (y también temáticos) entresacados de películas de Alfred Hitchcock como Vértigo (1958) o Psicósis (1960), un uso de la pantalla partida muy del gusto de Brian De Palma o las citas musicales a obras concretas de Bernard Herrmann, un compositor al que recurrieron los dos directores anteriores. A lo largo de esta primera temporada la banda sonora de Mac Quayle le guiña el ojo a Vértigo, Psicósis o Con la muerte en los talones (1959), pero, sobre todo, a la partitura que Herrmann compuso para El cabo del miedo (J. Lee Thompson) que otro tótem como Elmer Bernstein rehízo para la versión de 1991 que dirigió Martin Scorsese. Las citas no son caprichosas porque el trabajo con el color también remite a Vértigo, toda la parte ambientada en el motel a Psicósis y la subtrama protagonizada por Corey Stoll al juego del gato y el ratón entre Max Cady (Robert Mitchum/Robert De Niro) y Sam Bowden (Gregory Peck/Nick Nolte) en Cape Fear. Si hablamos de perturbados, tampoco falta la mirada cómplice a El resplandor (Stanley Kubrick, 1980), sobre todo en lo referente a la descripción de un sanatorio que en no pocas ocasiones recuerda al hotel Overlook.
En una historia que, como Psicósis o En el nombre de Caín, habla sobre personajes marginales -la presentación de Mildred Ratched remite a la gran excluida de la literatura del XIX, la Hester Prynne de La letra escarlata de Hawthorne– los límites son fundamentales: moteles, el precipicio que separa el mar de la costa californiana, los bares clandestinos situados en tierra de nadie, etcétera. Esos espacios fronterizos remiten, a su vez, a la psicología de los protagonistas: una enfermera que esconde su condición homosexual, un psicópata, una auxiliar a la que le atraen sexualmente los criminales, una secretaria del gobernador lesbiana, una paciente con trastorno de la personalidad, un director de hospital drogadicto, un enfermero mutilado,… Si las localizaciones están directamente relacionadas con los personajes, esa alta concentración de inadaptados explica la mecánica de una serie en la que la saturación lo es todo, de la exuberante colorimetría a los marcados y continuos movimientos de cámara pasando por el homenaje compulsivo. Es innegable que en Ratched todo es excesivo, solo que esa orgía de color, el uso de los filtros verde y rojo muy en la línea de Jennie (William Dieterle, 1948), el vestuario preciosista, el escrupuloso diseño de producción o las volcánicas interpretaciones de Vicent D’Onofrio, Sharon Stone o Sophie Okonedo, están en consonancia con lo que se nos cuenta.
El profesor de la Universidad Jaume I de Castellón y crítico, Aaron Rodríguez Serrano explica muy claramente en este análisis audiovisual que, pese al desafuero de la propuesta, nada es caprichoso en la creación de Murphy y Romansky. El uso de los filtros responde a determinadas pulsiones de los personajes (el verde para el deseo de Mildred; el rojo para los desarreglos de Hanover) y las diferencias en el vestuario remiten a cambios de actitud o del statu quo, por poner solo un par de ejemplos de lo que explica el vídeo que acabamos de mencionar y que se fija en los cuatro primeros capítulos. Para evitar reiteraciones, vamos a echarle un vistazo al sexto episodio (‘Got No Strings’) dirigido por Jessica Yu. El capítulo está dividido en dos tramas que se presentan antes de la aparición de los créditos (que, por cierto, merecerían un examen individual). En la primera, el convicto Edmund Tolleson (Finn Wittrock) y la enfermera Dolly (Alice Englert) huyen de la policía tras haber escapado del hospital de Santa Lucía. En la segunda, Mildred Ratched cuida de Gwendolyn Briggs (Cynthia Nixon), secretaria del gobernador, que se recupera de la herida de bala infligida por Dolly durante la fuga.
‘Got no strings’ arranca con la atolondrada escapada de los dos enamorados. Esa salida al mundo real queda definida por tres referencias asociadas al mundo del cine. Dolly le pide a Edmund que se desnude para que los perros no puedan rastrearlos, “lo he visto en un millón de películas”, esgrime como argumento. Dolly se manejará con códigos propios de la ficción en una realidad que emplea otro lenguaje. Posteriormente, definirá la pareja que forma con Edmund como unos nuevos Bonnie y Clyde y se identificará con la Jane Russell de El forajido (Howard Hughes, 1943); aunque no se cite explícitamente el título, por el año en que transcurre Ratched (1947) y por el tipo de rol que representa Dolly, el paralelismo entre esta y la Rio McDonald de Russell es evidente.
En esta trama veremos, de nuevo, el uso del color verde asociado a la violencia: cuando Dolly encuentra la escopeta con la que, después, asesinará a dos policías, verdes serán las cortinas que tiene detrás y verde la puerta de entrada a la habitación. El abandono de la institución médica que contenía las pulsiones de los huidos conllevará una liberación que aquí desembocará en un intercambio de roles. Dolly tomará las riendas de la relación (en la escena de sexo voltea a su pareja y se pone encima) y se mostrará decidida, mientras que Edmund se transformará en un ser dócil al que la falta de motivaciones homicidas reblandecerá hasta la sumisión. Ese segundo bloque de la que llamaremos trama A (el primero es el previo al genérico) se cierra con una secuencia en la que Dolly sacrificará un pollo, mientras Edmund aparta la mirada, incapaz de soportar esa visión.
La trama B que involucra a Mildred Ratched y a Gwendolyn Briggs empieza con una confesión interrumpida en el lecho del hospital (pre-créditos). El segundo bloque se inicia con una secuencia en la habitación en la que Gwendolyn le pide a Mildred ir a ver un espectáculo de marionetas que ha visto anunciado en el periódico (antes ha visto un show de títeres por televisión). El uso de picados, la música de Mac Quayle y la separación de los dos personajes mediante el montaje señalan que el deseo de ir al teatro no es compartido (“había un teatro de marionetas en el sótano de la casa donde crecí” afirma la enfermera mientras ven la TV). Finalmente, Mildred cederá y las veremos juntas sobre la cama, compartiendo encuadre y con la mano de la sanitaria sobre la pierna de su compañera.
En el teatro la cosa se complica. Mildred y Gwendolyn están rodeadas de niños. Empieza la función. Se encienden las luces del escenario y, desde un primer plano, el presentador (tez blanca, ojos saltones), empezará a contar la historia de un hermano y una hermana. Por corte, pasaremos a un primer plano del rostro de Mildred mientras la voz del presentador sigue narrando la historia de “dos niños que perdieron a su padre y a su madre y emprendieron una gran aventura”. Tras un corte veremos cómo se abren las cortinas del escenario (no es un telón). El espectador irá descubriendo que Mildred está viendo representada la historia de su tortuosa infancia, marcada por el abandono, la violencia y los abusos sexuales (las reacciones del público -que está viendo ‘otra cosa’- son opuestas a las suyas). Súbitamente, la imagen se partirá en dos y el uso de la split screen nos permite ver simultáneamente la cara de Mildred y la obra. Esas dos imágenes se descorrerán -como las cortinas del escenario- y los primeros años de vida de la enfermera Ratched serán encarnados por actores. A partir de ahí se inicia una combinatoria entre el show de marionetas, el desfile de recuerdos y las reacciones de Mildred. Esta suerte mise en abyme -la representación dentro de la representación- no es una estrategia baladí, puesto que juega claramente con los límites de aquello que se puede mostrar (¿recuerdan que Edmundo aparta la vista justo en el momento en el que Dolly le parte el cuello al pollo? De nuevo mirada, violencia y muerte). Hay una doble sublimación: por un lado, estamos ante una alucinación de la protagonista, a la que el teatro de marionetas le devuelve a los abusos que sufrió y, además, lo el tamiz de la ficción permite reflejar escenas de inusitada violencia. En el fondo estamos ante el trauma que aflora (el Hitchcock mas psicoanalítico), un flashback catártico hábilmente construido que hará que Mildred Ratched pueda, finalmente, confesarse ante Gwendolyn.
Pero no abandonemos aún la función. Cuando la versión guiñolesca de Edmund Tolleson apuñale con unas tijeras los ojos de los padres adoptivos que le obligaban a mantener relaciones sexuales con su hermana para solaz de pervertidos de clase alta, de sus cuencas veremos salir un hilo rojo. El mismo hilo que une a la joven Mildred con la Ratched adulta -y que está última cortará- en la secuencia de créditos. Esa herida de la infancia no ha dejado de supurar y la sangre encharca el desarrollo de los ocho episodios, el objetivo de los dos hermanos no es otro que ajustar cuentas con ese pasado para romper con él (Ratched salva a su hermano practicándole una lobotomía al único testigo que puede inculparlo… perforándole un ojo).
Decíamos que, expuesto el trauma, Mildred ya podrá decirle la verdad a su amada Gwendolyn. Jessica Yu utiliza tomas frontales para ofrecernos ese resumen de algo que el espectador ya conoce. A pesar de la reiteración que ello supone, la puesta en escena es muy curiosa: los planos frontales de las dos mujeres enmarcaran una charla que termina con el “mi hermano es Edmund Tolleson”. Inmediatamente, se introducirá una toma idéntica de la cara de Edmund y las dos tramas, en principio independientes, quedarán formal y significantemente fusionadas. Así se encabalga el cierre de la trama A en la que Dolly seguirá las reglas de esas películas que tanto le gustan y acabará tiroteada en una secuencia que guarda no pocas similitudes con el desenlace de Bonnie & Clyde (Arthur Penn, 1967). Aunque la serie se apropie de los modos de Penn (el ralentí, por ejemplo), la admiración de Dolly por Bonnie y Clyde procede de su fuerte arraigo en la cultura popular de la época -fueron considerados héroes durante la Gran Depresión- o, incluso, de Solo se vive una vez, la película que Fritz Lang dirigió en 1937 inspirada en su leyenda.
Este 1.06 termina con el regreso del convicto al hospital -en otro claro homenaje a El silencio de los corderos (Jonathan Demme, 1991) otro de los títulos sampleados sin piedad por Murphy & Cía.- y la recuperación de una de las tramas principales; de hecho, el episodio es un excurso, un gozoso desvío de la narración matriz. El gobernador Wilburn (Vincent D’Onofrio) se reunirá con el Dr. Hanover para pedirle que, tras el escándalo que ha supuesto la fuga de Tolleson, acredite que el reo está en plena posesión de sus facultades y puede ser ejecutado. El mandatario amenaza al médico, que ha sido chantajeado por Mildred para que conserve a su hermano encerrado pero con vida, con retirarle los fondos destinados al hospital si no firma la autorización. Hanover aceptará e, inmediatamente después, nada más abandonar un despacho que tiene mucho de escenario (Hanover finge ser el buen médico que no es), el gobernador le confesará a Gwendolyn, su asistenta, que ha engañado a Hanover y que piensa dejar que la institución psiquiátrica se agote por la falta de recursos: Wilburn también ha representado una ficción. Acto seguido despedirá a su secretaria y el episodio terminará con dos puertas que, como las cortinas de aquel escenario del show de marionetas, se cierran sobre el centro del encuadre. Volviendo al inicio de esta entrada: Ratched es una serie de televisión en la que la construcción de sus imágenes está muy por encima de su guion (pero no de su historia y sus personajes), otro síntoma de que el lenguaje (y los estándares) están cambiando.