'The Crown', los reyes también lloran
Peter Morgan logra siempre -pero siempre, siempre- que una institución tan rancia y extemporánea como la monarquía no solo quede bien parada, sino que se eleve como el bastión moral de una nación
1.Algunas consideraciones previas
- Para mí, The Crown es como ese amigo al que quieres a pesar de sus ideas. Alguien cuyo decálogo político está tan alejado del tuyo como Octubre (Sergei M. Eisenstein, 1927) de El triunfo de la voluntad (Leni Riefenstahl, 1935), lo que no impide que os unan otras cosas como el vino, la pesca con mosca o Dostoievski.
- Peter Morgan logra siempre -pero siempre, siempre- que una institución tan rancia y extemporánea como la monarquía no solo quede bien parada, sino que se eleve como el bastión moral de una nación (!).
- Es como si Rick Baker se hubiera metido a guionista y se entregara con pasión a escribir una epopeya cosmética en la que su arte debe eliminar, sin perder el brillo que otorga la Corona, los rastros de divinidad que alejan a la Reina por la gracia de Dios de sus súbditos. Eso se consigue con la aplicación de diferentes técnicas, entre ellas la inyección de altas dosis de humanidad, tanto a partir de un libreto prolijo en matices como mediante el uso de planos generales que insisten en la soledad y el aislamiento de todos y cada uno de los miembros de una familia real que, como su familia de usted o la mía, también tienen problemas. Y no estamos hablando de que tu hermano pequeño tiene el baño ocupado y tú overbooking en la vejiga -ellos salen a seis baños por persona y, claro, eso no les pasa-, o de que la hipoteca vence el jueves y tu libreta de ahorros parece el guion de un slasher. Eso, sabedlo ya, no son problemas. O al menos no son problemas reales. Los dolores de cabeza de la monarquía son cosa seria, como frenar golpes de estado (ese contrapicado en el que The Queen dice aquello de “estoy protegiendo la democracia”: oh, my god), encontrar el mejor método para criar caballos ganadores o evitar que la prensa se entere de las correrías extramatrimoniales de dos tercios de tus congéneres. Ahí os querría yo ver, bebiéndoos un oporto de 100 libras la copa mientras pensáis en cómo mantener unido al país que no os ha elegido y que, sin embargo, os quiere (o eso viene a transmitir Morgan). Eso es un marrón y no la devaluación de la moneda o la huelga de los mineros.
- El guionista de The Damned United (Tom Hooper, 2009) siempre está presto a disculpar los errores de su soberana. La lágrima con la que se cierra el no menos majestuoso capítulo tercero (‘Aberfan’) quizá sea el ejemplo perfecto. Después de la catástrofe minera que costó la vida a 144 personas, y tras negarse repetidamente a acudir al lugar del siniestro, Isabel II accedió a las peticiones de su Primer Ministro, Harold Wilson (Jason Watkins), y de su marido, el príncipe Felipe (Tobias Menzies), y viajó a la desolada ciudad galesa para presentar sus respetos. El episodio termina con la reina en sus aposentos, filmada en plano general y situada en una esquina del encuadre. La escala, las dimensiones de la estancia y lo recargado de la decoración reforzarán esa sensación de desamparo. Esa lágrima final, que contrasta con una línea de diálogo anterior en la que la Reina expresa que alguien como ella está obligada a la “ausencia de emoción”, unida a los intertítulos que cierran el episodio en los que se explicita su arrepentimiento por no haber ido antes, son un ejemplo más de la nobleza monárquica, por si quedaba duda alguna.
- The Crown es el reverso luminoso de ese documental que el Duque de Edimburgo le encarga a la BBC para mejorar la imagen de la Casa Real; imagen que el mismo empaña en una entrevista concedida a una cadena norteamericana en la que declara, en plena crisis económica, que andan cortos de cash, que el estado les tiene el sueldo congelado como si fueran un maestro de escuela y que con ese dinero no tienen ni para limpiar los candelabros del castillo de Windsor. La siempre diligente televisión pública británica llena Buckingham de cámaras y focos, pero el reportaje sale rana y esos súbditos que apenas tienen para llegar a fin de mes se cenan un plato de derroche monárquico que les provoca tanta acidez como si el Krakatoa se marcara una rumba volcánica en sus estómagos. Al final, el obligado regreso a Inglaterra de la Princesa Alicia (Jane Lapotaire) les salvará los muebles. La madre del Príncipe Felipe bien podría ser una asignatura troncal de la carrera de historia. A sus problemas de salud (sordera congénita y esquizofrenia) se añadieron otros de raíz política: su matrimonio con el Príncipe Andrés de Grecia y Dinamarca y los distintos conflictos que afectaron al primero de sus dominios, en el que tenían fijada su residencia, la obligaron a exiliarse en repetidas ocasiones. Ingresada en un asilo para recuperarse de sus crisis mentales y posteriormente separada de su esposo, la bisnieta de la Reina Victoria permaneció en Atenas durante la Segunda Guerra Mundial y auxilió a los refugiados judíos. Después crearía una orden religiosa que se dedicaría a la caridad hasta que, en 1967, el Golpe de Estado de los Coroneles la devolvió a Inglaterra. Esa anciana baqueteada, que jamás abandonó sus hábitos - ¡cómo debieron llorar su muerte los estanqueros! - consigue, en una entrevista urdida por su nieta Anna (Erin Doherty), lavarle la cara a los Windsor, humanizarlos (perdonen que me repita, no será la última vez).
- Al final, ese gusto por los matices que busca la ‘plebeización’ de la monarquía, nos hace percibir a Margarita (Helena Bonham Carter) como la hermana díscola que no encuentra su lugar en el mundo pero que gracias a su don de gentes es capaz de camelarse a Lyndon B. Johnson (Clancy Brown) y reconducir las relaciones con Estados Unidos; a Felipe, que es un marido malencarado y frustrado -porque está sometido a una mujer y porque ha visto sus pasiones castradas- como alguien capaz de rectificar y no solo de pedir disculpas al nuevo deán de Windsor (Tim McMullan) al que había abochornado previamente acusándole de excesivamente metafísico y poco proactivo, sino de habilitar en palacio un balneario teológico para sacerdotes con achaques de fe. O de mostrarnos al Príncipe Carlos (Josh O’Connor) como un chico sensible, encorsetado por sus deberes como heredero, cuya opinión importa tanto como el parte meteorológico de la Isla de Mann. Lo único que ha heredado Carlitos es el malditismo de su tío, Eduardo VIII (Derek Jacobi), el efímero. Su amor por una plebeya - ¿hay algo más humano que el (des)amor? - lo llevará a viajar al Caribe contra su voluntad y cuando termina ‘Imbroglio’ (3.09), solo deseas darle un abrazo. En el fondo, como bien supo ver hasta un socialista como Wilson, la realeza es buena gente.
2. Tywysog Cymru
No, no es un error mecanográfico, es el título del sexto episodio de la tercera temporada de The Crown y nos servirá -me servirá- para explicar porque, a pesar de todos los reparos anteriormente expuestos, la serie me parece admirable (creo que tanto este capítulo como ‘Aberfan’ y ‘Moondust’ son de lo mejor que se ha hecho este año). Centrarme en él me evitará alcanzar una extensión inasumible incluso para mí mismo y, al tiempo, me permitirá compendiar los valores de la teleficción estrella de Netflix sin necesidad de ahondar en cuestiones argumentales (esto es, destriparemos poca cosa, aunque la mayoría de los acontecimientos referidos por la serie sean Historia y estén, por ende, en los libros).
El episodio relata la marcha de Carlos a la Universidad de Aberystwyth por un trimestre. Durante ese periodo de tiempo, el joven heredero deberá familiarizarse con las costumbres galesas, amén de aprender su idioma, antes de ser investido como Príncipe de Gales. El sucesor se topará con una región en la que la pobreza y un cada vez más pujante movimiento nacionalista le convierten en persona non grata. ‘Tywysog Cymru’ habla del desconocimiento de la realidad plurinacional del Reino Unido no solo por parte de la Corona sino, por extensión, de la nación dominante (Inglaterra) y de la necesidad de reconocer esas diferencias culturales y lingüísticas, de aprenderlas y de otorgarles el valor que merecen no solo en su lugar de origen sino en el resto de un estado que si se quiere unido deberá asumir sus diferencias en vez de negarlas (igual esto les suena).
Estamos, pues, ante un proceso de aprendizaje. El protagonista es enviado, contra su voluntad, a un territorio desconocido y hostil al que deberá adaptarse. El capítulo puede verse de manera autónoma, sin necesidad de haber seguido la serie (he hecho pruebas con amigos cual Bacterio seriéfilo). Es una característica común a la mayoría de los episodios que forman esta tercera entrega. Aunque el núcleo familiar formado por el matrimonio entre Isabel II y el Duque de Edimburgo ejerza como mínimo hilo conductor, la mayoría de los episodios funcionan como un bloque sólido y unitario, casi siempre estructurado en tres actos. Pensemos en ‘Margaritology’ (3.02) o en ‘Moondust’ (3.07) -uno protagonizado por Margarita y otro por Felipe- en el que la evolución que experimentan los personajes en el seno del capítulo responde a la ordenación clásica. The Crown serviría, pues, como ejemplo de una de las (múltiples) formas de lo que los estudiosos televisivos contemporáneos denominan flexi-narrative puesto que combina lo auto-conclusivo con lo serial.
El armazón dramático de este 3.06 responde a los principios constructivos desarrollados por Aristóteles en su ‘Poética’: planteamiento (Carlos llega a Gales y no es bien recibido); nudo (deberá enfrentar una situación adversa) y desenlace (superará el trance y el relato quedará cerrado). Este tipo de organización se repetirá, como hemos apuntado, en otros episodios. No es lo único. Al fin y al cabo, estamos ante una ficción seriada y, por lo tanto, la repetición y la continuidad le son inherentes, así que conviene ver como se articulan. En el apartado formal, The Crown es una serie eminentemente neoclásica. Si digo esto es debido al gusto por la simetría y la división tripartita del encuadre, con los protagonistas (casi) siempre en el centro generando dos espacios a sus lados. Esto se observa, sobre todo, cuando se reproducen actos públicos o cuando se retratan grandes edificios (haya o no personas interviniendo en la secuencia). El discurso que, ya como Príncipe de Gales, da Carlos al final del episodio nos puede servir como plantilla, con Isabel II en el centro del plano y el cuadro organizado en torno a ella. Estamos ante una serie sobria y solemne: como la Reina.
Volvamos a la Universidad de Aberystwyth. Carlos se instala allí en contra de sus deseos. Él estaba la mar de feliz en Cambridge y en el hosco Gales se siente atrapado. Y así nos lo mostrará Christian Schwochow, el director del capítulo, cuando lo filma en los pasillos, en la biblioteca o en la cabina telefónica cuando llama a su hermana, utilizando el reencuadre para aumentar esa sensación de encierro. El heredero al trono debe aprender galés para dar su discurso durante la toma de posesión del cargo. Para ello le asignan al profesor Edward Millward (Mark Lewis Jones), republicano acérrimo y firme defensor de la identidad y la autodeterminación galesas. La distancia ideológica entre ambos parece, inicialmente, insalvable. La primera conversación entre los dos es tensa, como se deduce no solo de los diálogos sino de la construcción de los encuadres: los en ese momento antagonistas aparecen filmados, primero, en un ligero escorzo y, después, cuando la charla sube de intensidad, de perfil. Con una salvedad: Millward siempre aparece filmado en plano medio, mientras que la escala de los planos que ocupa el Príncipe cada vez se acorta más. Además, salvo en el establishing shot, jamás comparten encuadre: la sutura de planos y contraplanos los separa y solo al final de la charla veremos como la espalda del profesor invade parte del plano que, en ese intercambio, corresponde a Carlos, perdedor de esa primera batalla dialéctica, tal y como reflejan la superioridad mostrada en esos cuadros finales -un cuerpo ocupa el espacio que hasta ahora pertenecía solo al ¿futuro? monarca- y el último primer plano de un sucesor abrumado por un maestro que se despide de él con una frase lapidaria: “¿para qué hemos derramado sangre los galeses en nombre de los ingleses?”.
La segunda conversación, en el mismo despacho, se fórmula en los mismos términos estéticos. Esta vez, a los diferentes grados de intensidad, marcados por el acortamiento de las escalas, y de separación física, introducidos por los cortes de edición, hay que añadir otra variación: el uso del plano general para insistir en esa distancia entre ambos, esta vez marcada por las dimensiones del escritorio principal. Millward y Carlos aparecerán juntos en el plano y, al mismo tiempo, separados por el montaje interno (esa gran mesa que los aleja como si un océano de madera mediara entre ellos). En The Crown el uso del formato 2.00:1, bautizado por el director de fotografía Vittorio Storaro como Univisum, es fundamental, tal y como se deduce de esta secuencia. Más apaisado que el 16:9 habitual en la televisión, permite trabajar mejor las composiciones panorámicas, aproximándose a las prestaciones del 2.35:1 cinematográfico. En la teleserie de Peter Morgan las posibilidades que ofrece el Univisium sirven, entre otras muchas cosas, para reforzar los sentimientos de soledad y desamparo que invaden a la mayoría de los miembros de la Casa Real, tal y como sucede con el Príncipe Carlos al final de esta secuencia: el profesor saldrá del despacho dando un portazo y tras una panorámica veremos al heredero solo y abatido en mitad de la estancia.
A medida que Carlos profundiza en el conocimiento de la realidad galesa -costumbres, idioma, historia- el alejamiento con respecto a su profesor se irá reduciendo. Primero, con un simple cambio de mesa: dejarán el escritorio principal y se situarán en una mesa auxiliar que los aproxima física y simbólicamente. Después de que Carlos haya pasado por la biblioteca y se haya empollado la historia de Gales -esto es, haya mostrado respeto- ya pueden compartir encuadre. El capítulo avanza y los dos personajes irán intimando -Carlos cenará con el tutor y su familia- hasta que, finalmente, cuando el pupilo ya haya pronunciado su discurso de investidura, en el que afirma que los galeses tienen una identidad propia que ha de ser reconocida por el Estado, profesor y alumno se despedirán en el coche que ha de llevar al Príncipe de vuelta a Londres y veremos sus rostros más cerca que nunca, casi tocándose. Todo esto se produce de manera orgánica, sin necesidad de grandes aspavientos formales, apelando a una puesta en escena clásica, invisible. Este tipo de decisiones visuales se pueden rastrear en todos los episodios. Solo hace falta ver como se explica, en imágenes, el cambio de actriz y el paso del tiempo en la secuencia que abre la temporada: Olivia Colman se merece un monográfico, por cierto. Del reparto, en realidad, poco se puede decir: la presencia de dos tótems como Derek Jacobi y Geraldine Chaplin no es más que la enésima constatación de que en esta serie solo vale la excelencia.
‘Tywysog Cymru’ contiene casi todos los recursos formales que la serie emplea, siempre con ligeras y estimulantes variaciones, a lo largo de sus diez capítulos. El montaje paralelo para generar tensión tanto en los instantes previos al pronunciamiento de Carlos como durante el discurso, alternándose las imágenes del acto con las reacciones de Millward: ahí estamos, con el corazón en un puño, nerviosos por saber que dirá Carlos -en ese momento ya lo podemos llamar nuestro Carlos- cosa que en realidad ya sabemos, pero que esperamos ver confirmada por sus palabras, como cuando vemos un partido de fútbol repetido temiendo que lo que sabes que fue gol ahora no lo sea, como si la moviola la manejara Thanos. El uso del montaje paralelo y de la música de Martin Phipps aumentan la expectación no solo aquí, sino en otros grandes momentos como la narración de la cena entre Margarita y Johnson que el Primer Ministro Wilson le relata a la Reina (¡qué ritmo!) o el cierre de ‘Imbroglio’ (3.09) en el que se intercalan imágenes del discurso de aniversario de la Reina, la boda de Camilla (Emerald Fennell) y Andrew Parker Bowles (Andrew Buchan), el exilio caribeño de Carlos y la reciente viudedad de Wallis Simpson (Geraldine Chaplin) mientras suena la sonata ‘Claro de luna’ de Beethoven interpretada por el Primer Ministro Edward Heath (Michael Maloney), responsable de la grave crisis energética que atraviesa el país.
La lista de soluciones de puesta en escena presentes en el episodio sería larguísima. La discusión familiar inicial en la que se le pide Carlos que deje Cambridge para cumplir con sus obligaciones, con el heredero en el centro del plano y toda la familia, formando un arco, frente a él (composición que veremos en más ocasiones) y con un cuadro con una disposición similar, detrás, cerrando el círculo y aprisionando formal, alegórica e históricamente al joven príncipe. La discusión con su hermana Anna, que en lugar de emplear el consabido plano-contraplano está filmada utilizando un espejo y el cambio de foco: la princesa es el reflejo del hermano al que querría sustituir, un Carlos que, además, aceptaría de buen grado ese intercambio de papeles; las aspiraciones truncadas, el deseo incumplido y la camaradería fraternal quedan así registradas en una secuencia en la que la realidad se impondrá cuando se rompa ese juego especular y Anna entre en el plano, bese primero a su hermano y luego le golpee. También se podría hablar largo y tendido de la construcción circular del episodio, que empieza y acaba con una representación teatral, siendo la circunferencia que une esos dos puntos la curva de aprendizaje del protagonista. Pero, y ya para terminar, déjenme que me quede con la recepción que la Reina le brinda a su vástago después de conocer el contenido de su discurso de investidura (durante el acto no se entera de nada porque, claro está, no habla galés). Isabel II está mosqueada nivel Mourinho con insomnio. Lo que ha hecho su retoño es poco menos que atentar contra la unidad de la nación. Carlos entra en la habitación de su madre y Schwochow la sitúa en el primer término del encuadre. Al fondo de la imagen, fuera de foco en el umbral de la puerta, esta su primogénito. Cuando la cámara toma el punto de vista de Carlos, él seguirá fuera de foco y su madre, que ahora esta en el segundo término del encuadre, seguirá enfocada. De este modo el realizador no solo marca el mayúsculo enfado de la Reina -se nos niega la imagen del hijo- sino que además establece que la opinión que prevalecerá es la de ella, siempre perfectamente visible desde cualquier ángulo. Acto seguido se produce un hecho curioso: Carlos avanzará hacia la posición de su madre, la cámara cambiará de emplazamiento y lo veremos nítidamente; un corte nos llevará al plano inicial, con la Reina mirando un espejo, de espaldas a su hijo otra vez fuera de foco y, cuando esta se gire para mirarlo, la cámara lo enfocará: lo vemos bien porque ella le mira. ¿Alguna duda sobre quién manda aquí? El rapapolvo posterior, la tremebunda frase de que su opinión no le importa a nadie (ni al país ni a su familia) y un encuadre oclusivo, nos invitan a pensar en el destino de Carlos como una condena. Los versos de ‘Ricardo II’ que él mismo pronunciara en la secuencia final – “I feel want, taste grief, need friends: subjected thus, How can you say to me, I am a King?” - insisten, a través de su figura, en la voluntad de humanizar a un heredero que no parece dispuesto a hacer los mismos sacrificios que su antecesora. En fin, una corona que pesa como una jornada laboral de doce horas. Larga vida a las contradicciones, al vino, a la pesca con mosca y a Dostoievski. Larga vida a The Crown.