Image: Una de cal y otra de arena en la Bienal de Venecia

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Exposiciones

Una de cal y otra de arena en la Bienal de Venecia

Sección oficial

19 mayo, 2017 02:00

Juan Downey: The circle of fires, 1979. Fotografía: Andrea Avezzù

Nuestros críticos han recorrido Venecia de arriba abajo: la exposición oficial Viva Arte Viva en los Giardini del Castello y el Arsenale (con más de 120 artistas) y una selección de los 85 pabellones nacionales vecinos a la muestra y salpicados por toda la ciudad. Se necesitarían varias semanas para dar buena cuenta de las numerosas propuestas que ofrece esta Bienal. Tenemos varios meses para visitarla, hasta el 26 de noviembre.

Venecia no es Documenta. No hay evento en el calendario internacional que logre despertar tanta expectación como la cita que en la primavera de los años impares tiene lugar en los Giardini del Castello, el Arsenale y en la cada vez más inasumible cantidad de espacios oficiales y comerciales repartidos por la laguna. Sí. Comerciales. La Bienal de Venecia es un escaparate de una envergadura colosal, y la sección oficial, que acaparan la exposición central y los pabellones nacionales, tiene cada vez menos peso ante el empuje con el que las iniciativas privadas se abren paso en la ciudad. Al contrario de lo sucedido en Documenta, donde la lista de artistas sólo se hizo pública el día de la rueda de prensa, conocimos a los participantes en la Bienal de Venecia con semanas de antelación. Pueden imaginar la voracidad con la que el mercado encendió su maquinaria para situar a los artistas en el plano de mayor visibilidad. Hay galerías que se jactan de tener hasta quince artistas en la bienal, como orgullosas de ser modelos de head-hunting. Las que no logran tal hazaña tampoco lloran desconsoladas, ¿que no han seleccionado a ninguno de los míos en la Bienal? No hay problema. Alquilamos un palazzo, montamos una estruendosa operación de marketing y nuestro artista va a tener el mismo eco que quien ocupe la rotonda del Pabellón Central o la primera sala del Arsenale. Los meses previos a la Bienal parecen los últimos kilómetros de una etapa plana de ciclismo abocada al sprint. Los equipos se juegan la piel por que sus mejores velocistas lleguen a los metros finales en la mejor posición, con vistas a dar el golpe de riñón final. Por lo demás, junto a los habituales gerifaltes institucionales, comisarios y críticos, aparecen también en Venecia con inusitado oportunismo asesores del más extraño pelaje, relaciones públicas y gurús de la comunicación de los que nunca antes se supo, y uno no entiende como esta ciudad no se hunde para siempre de tanta urgente y sedienta agitación.

Christine Macel, conservadora jefa del Centre Pompidou parisién y comisaria de esta 57 edición de la Bienal de Venecia, la ha titulado -para sorpresa, si no perplejidad, de la mayoría- Viva Arte Viva. Es un título realmente desafortunado, más parecido a una canción de Spice Girls que a lo que realmente pretende la comisaria en su exposición: situar el papel que el arte y sus creadores ostentan en la sociedad, otra vez en el centro del debate. Pasarle de nuevo el testigo al artista es algo muy esperanzador, una empresa loable a la que este título no hace justicia. Macel ha dividido su proyecto en nueve secciones que ha llamado "trans-pabellones". Se reparten entre el Pabellón Central y el Arsenale y están dedicados a Artistas y libros, a los Placeres y los miedos, a lo Común, a la Tierra, a las Tradiciones, a los Chamanes, a lo Dionisíaco, a los Colores y al Tiempo y el infinito. A través de estos espacios, delimitados con más o menos nitidez, se pretende abarcar las formas que tiene el artista de estar en el mundo. Vamos a ver.

Tiendo a empezar todos los años mi recorrido en la Bienal por el Pabellón Central, como buscando ahí, en su arranque, alguna clave temprana para ir tomando el pulso al discurso curatorial. Este año, vemos al entrar las célebres fotografías de Mladen Stilinovic durmiendo. Stilinovic aboga por la riqueza de lo improductivo, por esa inactiva pretensión de ahuyentar la tiranía de los números que convierte al durmiente yugoslavo en adalid de la resistencia. Stilinovic forma parte del capítulo dedicado a Artistas y libros, en la que se nos habla de la labor del artista en su estudio, un lugar donde se espera que el lenguaje devenga forma y conciencia política. El estudio como germen de todo está muy presente en esta sección en la que Olafur Eliasson no ha podido evitar caer en el vicio de tratar el tema de los refugiados con el habitual paternalismo inane. ¿No habría que incidir menos en la representación, menos en liturgias vacías sobre su dantesca situación y dedicar más esfuerzo a reclamar un estatus legal para los desplazados, si es que se quiere de verdad asumir, como artista, un rol transformador?

Mladen Stilinovic: Artist at work, 1978. Fotografía: Francesco Galli

En sucesivas salas vemos mórbidas pinturas del sirio Marwan, un hombre en suspensión perpetua en el vídeo de Sebastián Díaz Morales, las exploraciones del húngaro Tibor Hajas en torno a su propio cuerpo. No sé… Me produce cierta inquietud el excesivo ensimismamiento en el que Christine Macel sitúa la labor del artista. Las imágenes de Stilinovic son una referencia ineludible para muchos, entre los que me incluyo, pero no sé si su desidia es el mejor arma para responder a la agonizante sociedad de nuestro tiempo. Leí a Macel decir que el arte no puede cambiar el mundo pero sí reinventarlo. No parece que las propuestas que vemos en el Pabellón Central puedan hacer ni lo uno ni lo otro, y si lo hacen, es tan privada y discreta su proyección que apenas resultan perceptibles sus ecos. Tampoco ayuda el montaje. Es un espacio difícil que requiere de arritmias, de tensiones entre vacíos y llenos, y aquí, lamentablemente, las salas que están dedicadas a presentaciones individuales están saturadas de obra y, lo que es peor, todas están donde se les espera. Resulta aquí solitaria y taciturna la presencia de Raymond Hains entre tanta melancolía. Creo que habría estado mucho más cómodo en el Arsenale.

Porque la exposición del Arsenale tiene, sin duda, otra temperatura. Arranca dubitativa con una gran pieza mal montada de Juan Downey pero avanza con brío a partir de la segunda sala, donde comienza el tramo más interesante de esta Bienal. Es aquí donde el artista, que se agrupa muchas veces en colectivos, parece por fin ponerse las pilas. Hay una insistencia en lo relacional que poco tiene que ver con el célebre género que gestaron los franceses en los años noventa y sí con la consolidación de los movimientos críticos ciudadanos surgidos en las primaveras árabes y en las plazas europeas. Aquí, Macel acierta al proponer posibles antecedentes de estas dinámicas. Se mezclan en esta primera zona las secciones de lo Común y de la Tierra, aunque ya aquí comienza a parecerme prescindible esta división en capítulos. Destaca la formidable propuesta de Maria Lai. La italiana toma lo vernáculo como materia para dar forma a una iconografía organizada en torno a su memoria y a la preservación y visibilización, siempre desde un fuerte arraigo en la comunidad, de mitos locales sardos. Poco después, vemos al grupo esloveno OHO, que recupera la relación con una naturaleza ignorada por el contexto político yugoslavo. Lo hacen discretamente, utilizando materiales tan comunes como rollos de papel higiénico y huyendo del extatismo romántico para rebajar la grandeza del paisaje a una escala humana.

Se entremezclan también, en nuestro recorrido por los colosales pasillos del antiguo arsenal, los episodios dedicados a las Tradiciones y a lo Dionisíaco, un término que no acabo de entender al asociarse exclusivamente a lo femenino. Una porción importante -y francamente interesante- de este tramo está dedicada al trabajo textil. Son soberbios las propuestas escultóricas de la mexicana Cynthia Gutiérrez con textiles oaxaqueños y piedras autóctonas. Aluden también a lo vernáculo pues, en la forma de tejerse, requieren de una labor férreamente ligada a la comunidad. Se encuentran estas esculturas en la antesala de lo que considero el momento de mayor altura de esta Bienal, el diálogo entre Heidi Bucher (Suiza, 1926-1993) y la libanesa Huguette Caland (1931). Las suyas son formas diferentes de entender el trabajo con tejidos. Si la primera trenza una sugerente relación entre el mundo marino y la arquitectura, la segunda proyecta vínculos entre los tejidos y una mirada al cuerpo y a la sexualidad en extraordinarios dibujos de sutilísimo trazo.

Edith Dekyndt: One thousand and one nights, 2016. Fotografía: Italo Rondinella

Caminamos envueltos en cierta sensación de tibieza. Poco se ciñe a la convulsión de nuestro tiempo. Pocas veces, en los últimos años, ha estado el mundo expuesto a afrentas tan graves, y pocas veces, en tiempos recientes, se ha visto una Bienal tan ajena a su momento histórico, por más que se le quiera dar la batuta al artista como protagonista del cambio. En principio, nada tengo en contra de un número muy alto de trabajos aquí incluidos. Me parecen estupendas las piezas de Edith Dekyndt y de Alicia Kwade ya a la final del Arsenal. Las aplaudiría en la mayoría de las exposiciones en las que las encontrara, pero en este contexto me alejan de mis miedos, pierdo el contacto con lo real, y yo ahora no quiero mirar hacia otro lado.

Ya al final del recorrido, en el Giardini delle Vergini, se encuentra uno de los momentos potentes de esta Bienal de Christine Macel, tal vez porque se enmarca en una sección llamada Special Projects que no parece estar ligado a ninguno de estos absurdos capítulos. Transitamos una sucesión de tres trabajos estupendos, los de Michael Beutler, Hassan Khan y Erika Verzutti, todos ellos alojados en un clima incierto. El primero ha alzado un hangar inestable y precario. Todo lo que construye el artista se encuentra en un avanzado estado de indefinición pese a la característica contundencia formal de su trabajo. La pieza de sonido de Hassan Khan sume al visitante en una sensación de suspensión. No es la prescindible representación de la suspensión que veíamos en la vídeoinstalación de Sebastián Díaz Morales en el Pabellón Central. Es un sentimiento que se nos mete hasta los huesos a medida que caminamos por el jardín. Funciona. Y más como antesala de la soberbia instalación de seres ambiguos y fragmentarios de Erika Verzutti, a medio camino entre lo humano y lo real, en algún lugar entre lo vivido y lo soñado.

@Javier_Hontoria