Luz y espacio en Soledad Sevilla
Mirar al sur, 1997
Vinculada generacionalmente a artistas como Jordi Teixidor, Elena Asíns y José María Yturralde, y relacionada con el Equipo 57, Abel Martín y Eusebio Sempere, con los que participó en el Seminario de Generación Automática de Formas Plásticas del Centro de Cálculo de la Universidad de Madrid, Soledad Sevilla (Valencia, 1944) fue, con ellos, protagonista de la prehistoria de la abstracción geométrica en España. Desde entonces, su obra evolucionó desde la figuración al informalismo, abandonados después para adoptar un estilo conducido por el rigor geométrico y constructivista, del que acabaría distanciándose más tarde en favor de cierta abstracción lírica, su etapa más celebrada.Bajo el título El espacio y el recinto, esta exposición plantea un recorrido por la obra pictórica de Soledad Sevilla desde los setenta hasta hoy, donde ocupan un lugar preponderante dos instalaciones espectaculares. En una sala introductoria se presenta una interesante serie de cuadros de los años setenta, donde se manifiesta la preocupación por el orden y el ritmo, sujetos a las directrices secuenciales de una geometría que luego iría perdiendo su rigor constructivo para dar paso a la libre actividad del color. Hay que destacar la serie de tres cuadros Sin título (1979), donde las variaciones cuadriculares van sacando a la luz campos de color apenas perceptibles, mientras en tablas extraordinarias como Sin título (1975) el color se mueve en detonaciones, siguiendo el ritmo de módulos repetidos y encadenados por líneas quebradas una y otra vez.
Un salto en el tiempo abre la muestra de series como Atropellar la razón (1991), Vélez Blanco (1994) y En ruinas (1995), compuesta por un conjunto de acrílicos sobre tela derivados de su instalación en el castillo de Vélez Blanco (1992), y evocadores de los instantes de una arquitectura efímera en la que se plasmaba el afán de retener lo fugaz. De esta forma, Soledad Sevilla fue adentrándose en una serie de trabajos pictóricos dominados por el orden abstracto y la composición lírica, sin dejar de echar mano de ambiciosas instalaciones. Abstraídas las referencias arquitectónicas, a partir de aquellos lienzos sin apenas variaciones cromáticas se construyeron espacios donde la luz se erigía en mentora de unos cimientos compositivos dispuestos para dilatar una memoria con atmósferas envolventes. Con ello, Soledad Sevilla ha tratado de hacer tangible lo apenas perceptible, multiplicando variaciones cromáticas, repetidas hasta casi disolverse en atmósferas no muy lejos del espíritu de Rothko.
Y de las ruinas del espacio surgen lienzos, a mitad de los noventa, donde la pincelada gana cuerpo, realzando el color y graduando su propia autonomía. En ellos, los acentos visuales, en otro tiempo atemperados, ganan en matices y se detienen en gestos. El paisaje y sus acotaciones cromáticas se convierten así en un terreno sobre el que las pinceladas repiten sus voces monocordes hasta llenarlo todo de rumores. En estos cuadros, el color, antes líquido y desmaterializado, revela sus huellas a partir de una pincelada inquieta y obsesiva, como con un vibrante tic monetiano.
Entre los lienzos, dos aparatosas instalaciones revelan la difícil, y no siempre acertada, articulación de la pintura en las tres dimensiones. La instalación Con una vara de mimbre -un bosque de prismas transparentes sujetos por varas de mimbre y dispuestos para captar la fragmentación de la luz-, si bien en los espacios de Jávea y Damasco lograba sostenerse, con su avasalladora ocupación de la sala central en esta exposición acaba tambaleándose. En una segunda instalación, en las salas finales -donde se contraponen dos muros recorridos por una descomunal grieta, vista en positivo y negativo-, la pintura interviene falseando aquello que tan de verdad palpita en los lienzos.