Dos dioses lejos de las bombas del ISIS y de una exnovia
El souvenir entra en la maleta para quedarse en tu vida. En el siglo XIX, Austen Henry Layard expolió a Iraq estas dos esculturas, que Rockefeller compró y donó al Metropolitan Museum.
1 agosto, 2016 23:48Noticias relacionadas
Esta vez no llegué al Metropolitan Museum de Nueva York (MET) por una ruptura sentimental, sino por Austen Henry Layard, arqueólogo y expoliador del siglo XIX de quien buscaba una biografía que no insistiera en dibujar al Sir como un aventurero infatigable, sino por ser el número uno del imperialismo cultural. En sus viajes halló la alucinante biblioteca de Asurbanipal, en la zona de Babilonia, llena de tablillas cuneiformes. Todo lo que excavó y descubrió en las ciudades asirias de Nimrud y Nínive (en la actual Iraq) lo mandó al Museo Británico, pero hubo una pareja de estas esculturas gigantes del dios Lamasu que se quedaron en su casa, en el condado de Dorset, en Inglaterra, donde estuvieron casi un siglo hasta que el magnate Rockefeller las compró en 1927 y su hijo donó al Metropolitan.
En la historia de las fortunas norteamericanas del siglo XX siempre se repite el capítulo del amor por el patrimonio ajeno. En España todas metieron mano a principios de siglo pasado: desde John D. Rockefeller, J. P. Morgan, Samuel H. Kress, Andrew Mellon, Henry Clay Frick, Charles Deering a William Randolph Hearst. Este último compra la reja del siglo XVIII que cerraba el coro de la Catedral de Valladolid, también está en el MET. El acuerdo entre el cabildo y el intermediario del millonario se cerró en 500 pesetas. La forja se la llevó por una peseta y quince céntimos el kilo, a lo que añadió dos púlpitos de lectura del antiguo presbiterio.
Apropiarse del pasado y meterlo en casa hoy es más fácil gracias al kitsch prodigioso. El souvenir del museo cabe en la maleta y es casi tan real como los originales. De hecho, en mi primer MET ella me dejó plantado (para siempre) y cubrí el apego quebrado comprando este juego de sujetalibros divino, por 125 dólares. Ahora sostiene la colección de catálogos de arte que me regaló ella, en una estantería Kallax del IKEA. Sólo uno de los imperios más grandes de la antigüedad es capaz de soportar una ruptura y todos esos volúmenes pesados.
Gracias al kitsch
A veces me quedo mirándolas y descubro, en su reproducción industrial, dos piezas únicas, tan misteriosas e inaccesibles como las figuras mitológicas originales de cuerpo de toro, alas de águila y cabeza humana, que el salvaje rey guerrero Asurnasirpal II tenía colocadas a la entrada del palacio de Kalhu (actual Nimrud, arrasada por el Estado Islámico), la ciudad que fundó y convirtió en capital del reino después de invitar a vino a sus 16.000 habitantes, en un fiestón que se alargó 10 días. Los Lamasus, dioses protectores, han acabado empotrados en el alicatado de la sala del museo neoyorquino, en un horrible arco de paso, simulando su ubicación real. Duda: ¿es más kitsch el producto de la tienda o la pieza en la sala?
Cheryl dice de su marido que es un tipo difícil de contentar cuando hay que regalarle algo, pero pensó que este souvenir le gustaría porque, en otro tiempo, él fue arqueólogo. “En persona son mucho más impresionantes”, escribe en los comentarios im-pa-ga-bles de la web de la tienda del museo. Otro explica -atención, gloria bendita- que con ellos cerca uno recuerda que quiere “salir en busca de nuevos conocimientos”.
El resto insiste mucho en esa idea de la identidad propia de cada una de las dos bestias, “son iguales, pero no idénticas”. Tener dos dioses mitológicos de resina en casa más que cultura, es culto. Alabamos la artesanía industrial cultural que nos permite desear alcanzar un conocimiento lejano sin movernos de casa y que haya reformado la idea tristona y avinagrada de museo.