Ciao, Raffaella Carrá: la mujer comunista y feminista que nos enseñó el ombligo y el cerebro
En sus canciones habló de homosexualidad, sadomasoquismo, goce y alegría. En su discurso reivindicó a la clase obrera. En su vida fue un icono incomparable de carisma, rebeldía y libertad.
Raffaella Carrá no era una mujer, sino una fuerza de la naturaleza: se la recuerda siempre enérgica y vital, incombustible, divertida, arrolladora, sensual, expectorante. Con su sola presencia recordaba a los demás que a este mundo hemos venido un rato, que tenemos derecho a gozar, que hay que arrancarse la placenta del conservadurismo, de la frigidez y del aburrimiento. Raffaella vive en los karaokes y en las discotecas, en las pistas de baile, en cada rincón del planeta donde una mujer mueve las pestañas y desplaza el aire, en cada baldosa en la que una chica tiene ganas de juego y lo hace saber, sin pudores, con alegría, con encanto inconmensurable.
Igual hacía años que no la veíamos, pero estaba: estaba cada vez que sonaba “para hacer bien el amor hay que venir al sur” y cada vez que recordaba que “lo importante es que lo hagas con quien quieras tú”. Ojo: ese verso ya era de una vanguardia espectacular en 1978 aquí en España, con el cadáver de Franco aún caliente y quitándonos aún la costra de casi cuarenta años de represión sexual y de machismo truculento. Veníamos de un mundo, de un país, donde ser mujer significaba convertirse por siempre en un ser reproductor y tierno, cuidador y sumiso, entregado a la cocina, a la costura, a los afectos familiares: un ser sin cuenta corriente ni planes, sin sueños ni ideas propias. Sólo una mascota, ser mujer. Sólo un satélite del hombre, del marido, del macho.
En esas estábamos cuando la muerte del dictador en la cama vino a colindar con el poderío de la Carrá, que nos invitaba al colchón para hacer cosas mucho más interesantes que morirse: besar, tocar, disfrutar. “Por si acaso se acaba el mundo / todo el tiempo he de aprovechar / corazón de vagabundo / voy buscando mi libertad”, cantaba la tremenda hembra agitando esa melena mítica color platino. “Tuve muchas experiencias / y he llegado a la conclusión / de que perdida la inocencia / en el sur se pasa mejor”. Si lo decía ella, iba a misa. Bueno: a misa y a todas partes.
En las manifestaciones feministas modernas, las chicas emulan a Aitana y a Ana Guerra de OT cuando entonaban lo de “yo decido el cuándo, el dónde y con quién”, pero Raffaella ya lo cantaba cuando el placer de la mujer y su autonomía sexual parecían animales mitológicos. Trajo tal aire fresco a este país esclavizado y estrecho -que olía ya a smoking room- que nunca podremos agradecérselo lo bastante.
El primer 'no es no'
Sus guiños atraviesan los siglos: su “hazlo con quien quieras tú” es hoy el clarísimo -y no exento de polémica- “no es no”. Interesante que la canción que más le molestó al Vaticano fuese, sin embargo, Tuca Tuca. Aquel baile desprejuiciado, coqueto y ferozmente moderno que se marcó con el italiano Alberto Sordi les sonó a los religiosos como recién llegado del infierno. Cuando le vieron el ombligo, los obispos se arañaron la cara: qué era eso de que una mujer enseñase la tripita. Hábrase visto. Ella, sin inmutarse: melenazo parriba, melenazo pabajo. No sólo no se le dislocaba el cuello con aquellos giros letales, sino que cada vez tenía la cabeza mejor puesta.
Peor se hubiesen puesto los clérigos si hubiesen entendido las líneas secretas de 03 03 456, donde se refería a la masturbación femenina -una canción que también molestó y fue castrada en varios países-: “Mi dedo está enrojecido de tanto marcar, se mueve solo sobre mi cuerpo y marca sin parar”, cantaba la Carrá, haciendo un símil hilarante entre el dedo cansado de llamar al tipo que no le hace caso y el dedo cansado ya de masturbarse buscando su propio goce.
Qué esperaban de una mujer que rechazó al mismísimo Frank Sinatra o que pasó de la tontería de Hollywood -empezaba a petarlo en películas americanas cuando asumió que ese mundo no era para ella-: “A las cinco de la tarde cerraban los estudios y se alcoholizaban. Me sentía marciana, muy incómoda”. Querían convertirla en la nueva Sophia Loren o en una renovada Gina Lollobrigida. “No bebo ni me drogo: Hollywood no era para mí”, disparó.
Viva el sado y la purpurina
Defendió un sexo rupturista y novedoso para el mundo de entonces: como cuando en Santo, Santo confesaba que su marido era muy aburrido en la cama y que ella necesitaba más juerga. “Santo es mi marido, sale muy temprano y cuando es de noche vuelve destruido. Cuando vuelve al hogar, se tiende, y a la hora de amar, se duerme. La macroeconomía es su pasión, santo, santo, ¡yo ya no aguanto más!, el santo me engañó, ¿dónde está el sadismo, dónde el masoquismo, lo que él me prometió?”. Espectacular.
El armario de Raffaella era un jaleo: venga rojo, venga brilli-brilli, venga purpurina, venga campana loca, venga top imposible. Lógico: una guerrera como ella necesitaba uniforme pa’ matar. Para derribar estereotipos. Para visibilizar el erotismo de la mujer sin negar o minimizar por ello su lucidez. Ella decía que el reto era enseñarles a los hombres que “al cuerpo femenino lo sujetaba una cabeza”; que el físico de la mujer estaba conectado al cerebro, que no eran dos mundos aparte. Que se podía ser sexy y ser audaz. Que se podía ser erótica y brillante. Que, por suerte, nunca hubo que elegir. “Aquello no iba sólo de mostrar mi cuerpo, era hacer entender que el cuerpo de una mujer siempre está unido a su cabeza. La sensualidad no está reñida con la inteligencia, la simpatía, la ironía…”, expresaba.
Esta idea la ejemplificó con su misma vida, sin ir más lejos: aunque empezase dedicándose a la danza y a la actuación, pronto fue reclutada por la televisión porque era todo un animal expresivo. No bastaba su cara bonita ni su cuerpo desencadenado: la gente quería escucharla hablar, desarrollarse, bromear, reír, dar espectáculo. Cómo no iba a dar espectáculo Raffaela, por otra parte, si ella era su propio show andante. Con todo, nunca se dejó embaucar por las mieles de la pequeña pantalla. Nunca se doblegó, no le pudo la ambición. No entregó su vida a los focos. Fue siempre su jefa y la jefa de cualquiera que se le pusiera al lado.
Empleada de nadie
Así lo contaba en una entrevista: “Soy una mujer muy libre. Yo nunca he sido una empleada de la televisión. Cuando empecé mi carrera en los setenta y tuve mi primer gran éxito yo trabajaba haciendo un programa un año y retirándome a descansar durante dos. Y mis compañeros hombres me decían: "Si te vas, Rafaella, alguien tomará tu sitio". Y yo les decía: pues que lo tomen”, reía. “Una mujer puede desgastar su imagen más rápidamente porque siempre tiene que innovar con sus trajes, sus canciones… Es mucho más complicado que para un hombre. Esta vida de ir y volver era como tener un amante que cuando estaba, entraba en la familia. Pero luego se iba, porque yo no era una mujer casada con nadie”.
Siempre se sintió orgullosa de rechazar, desde sus inicios hasta hoy mismo, la idea del matrimonio. Quería tener un nombre y un apellido propio, no ser jamás “la esposa de”. “Prometer que vas a amar a alguien toda la vida es una promesa demasiado grande. Y yo odio romper promesas. Y a los abogados”, lanzaba. Viajaba. Aparecía y desaparecía, como el Guadiana. No daba explicaciones a nadie. Y siempre procuraba, ante todo, pasárselo en grande: ¿es que acaso estamos aquí para otra cosa?
Icono gay y comunista
La Carrá se convirtió en un icono gay no sólo por sus looks felizmente estrafalarios ni por su canto a la vida y a la libertad -como en Explota, explota; Rumore o Far l’Amore-, sino también por un tema llamado Lucas, revolucionario cuanto menos para la época -lo sacó en el año 1978-. Ahí hablaba de cómo se había enamorado de un chico que resultó ser gay. Todo esto lo contaba veladamente, claro. “Una tarde desde mi ventana / le vi abrazado a un desconocido / no sé quién era / tal vez un viejo amigo / desde ese día nunca más le he vuelto a ver”. Hablaba con ternura de ese modelo de hombre que aún no podía salir del armario y que tenía que fingir -engañándose a sí mismo o a los demás- que le gustaban las chicas. Hasta que un día, por fin, se dejaba ser, como en el Son amigos que cantaba Miguel Bosé también en esos tiempos. Irreverente.
Todo lo que tocaba Raffaella lo volvía viral incluso antes de que existiese el concepto “viral”. Triunfó en sus películas, en sus giras, en su papel de showgirl, en los programas de televisión que giraban alrededor de su figura carismática, divina y liberada: fue la chica favorita de España en los ochenta, y en Italia las familias enteras se reunían alrededor de la mesa para escucharla hablar, como a una profeta glam, pero, sin embargo, transversal. Con una rebeldía única que apelaba igual a la abuela que al niño. Se reconocía como una “adelantada a su época”.
Siempre se involucró, Raffaella. Siempre se mojó cuando a nadie le apetecía hacerlo. Y no sólo en lo que a feminismo se refiere, sino en cuanto a los derechos de la clase trabajadora: “Yo siempre voto comunista. En un conflicto entre trabajadores y empresarios, siempre estaré del lado de los trabajadores”. Se preocupaba con fruición de las condiciones en las que curraban sus bailarinas y bailarines. “Ser comunista implica un modo de vida y una responsabilidad muy grande”, alegó. No ha habido nadie que la haya desdicho hasta hoy. Raffaella nos enseñó el ombligo cuando nadie había visto uno. También la garganta, la palabra, la alegría, y el cerebro -cuando del cerebro femenino se cuestionaba hasta su existencia-. Ciao, bambina. Te echaremos siempre de menos.