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A vista de pájaro, la carretera que llega a Villar de Cañas (Cuenca) desde la autovía de Valencia es una línea de apenas un centímetro, un carreterín que une las localidades conquenses de Villares del Saz y Fuentelespino de Haro.
Alrededor, se extiende una enorme extensión con cultivo de de cebada, girasol y de barbecho. Tan solo sabemos que hemos llegado al pueblo cuando nos sorprenden la iglesia y el camposanto, siempre hermanados. La quietud de la escena solo es un avance de lo que está por venir: en el centro del pueblo, las calles están vacías. No hay ni un coche aparcado, las persianas de las casas están cerradas y nadie pasea. Es mediodía, pero las farolas están encendidas. Wells radiando La guerra de los mundos debió de causar la misma espantada general, la misma sensación de que todo el mundo aguarda en un refugio a un invasor. Solo hablan unas pancartas colocadas por los que están a favor del ATC, el Almacén Temporal Centralizado.
Los costes del fracaso
Hace cinco años, el pueblo parecía otro. Cuando aquel 30 de diciembre de 2011 Soraya Sáenz de Santamaría anunció que Villar de Cañas, con 479 habitantes, era la localidad elegida, los vecinos dieron, literalmente, saltos de alegría. Habían vencido a Zarra, en Valencia, y a Ascó, en Tarragona, que se imponían como favoritas. Los euros se reflejaron en sus pupilas, y los currículums llegaban por centenas. El Ministerio de Industria acordó con ENRESA, la empresa constructora, que la comarca recibiría 6 millones de euros durante 60 años desde que circularan los primeros camiones con residuos. El 40% de esa cifra, 2,4 millones de euros, irían a parar a Villar de Cañas. El proyecto se aprobó con un presupuesto total de 1.000 millones de euros, de los que solo se han invertido 80. Pero todavía no se ha colocado ni un ladrillo del silo. Únicamente se han señalizado y pavimentado las carreteras de acceso y se han levantado tres edificaciones: una nave donde se guardan los testigos de los sondeos de la tierra, un laboratorio y otro edificio donde llegarán empresas de distintos sectores para investigar. Sin embargo, de toda esa inversión, los vecinos no han visto ni un duro. Si el cementerio nuclear no se pone en marcha finalmente, la comarca perderá 360 millones de euros y Villar de Cañas, 144 millones.
Un cartel de viviendas en promoción desgastado, como la publicidad de blanqueamientos dentales en una fachada, es la secuela de este fracaso económico.
Enorme piscina radiactiva
El 27 de julio de 2015 el Consejo de Seguridad Nuclear (CSN) emitía un informe favorable para la instalación del ATC en Villar de Cañas, pero a la vez, avisaba de los “límites y condiciones relativos a la seguridad nuclear y la protección radiológica en la zona”. Desde entonces, un grupo formado por seis geólogos obedecen a las peticiones del CSN, ahora bajo el sol abrasador, protegiéndose la cara con gorras que publicitan una marca de abonos. En este cementerio hasta las máquinas respetan el silencio. Son camiones de sondeo con un largo tubo que, casi en un susurro, penetra en el suelo hasta 200 metros de profundidad. Se analizan distintas variables, pero lo primordial es saber si existe riesgo sísmico en la zona, si el cementerio nuclear podría construirse encima de una falla; y, sobre todo, si la construcción afectaría a algún acuífero. En ese caso, la trayectoria del agua dirigiría una hipotética fuga radiactiva directamente a la cuenca el Río Záncara, a escasos kilómetros.
El terreno reservado para el cementerio nuclear ocupa 50.000 metros cuadrados frente a los 5.000 que tiene el cementerio del pueblo. Los residuos no se soterrarían, sino que se almacenarían en una piscina de 300 metros de largo por 20 de ancho que ocuparía unos 32.000 metros cuadrados. Allí se almacenarían todos los residuos nucleares generados en España: 6.700 contenedores de 20 pies cada uno, la medida que se utiliza para el transporte marítimo.
De los terrenos donde se colocaría esa enorme piscina se han extraído más de 200 muestras de piedra. Expuestas en el suelo parecen enormes tizas de colegio. Van a parar a la nave contigua al vivero de empresas, donde son la única compañía de las dos limpiadoras que embellecen los cristales una y otra vez, observando el trabajo de las máquinas frente a ellas. “Es raro trabajar aquí. Si hubiera gente al menos ensuciarían algo”, cuenta Gema Rodrigo, una de las dos limpiadoras. Gema coge su bicicleta cada día a las tres de la tarde para volver al pueblo, atravesando esta tierra árida y baldía, como la gasolinera frente a la que pasa a diario; igual que los protagonistas de Cormac McCarthy arrastraban su carrito de la compra por una carretera infinita en busca de algún signo de vida.
Las esperanzas, soterradas con el ATC
Amparo Cerdán abre la persiana de su casa vestida de luto. No piensa en la radiactividad. Espera el día que el cementerio nuclear empiece a funcionar como debieron esperar a Saturno sus hijos la noche que le entró hambre, con una mezcla de esperanza y miedo.
Ella apostó por Villar de Cañas. Antes vivía en Madrid, pero compró una casa en el pueblo y con su hijo, Luis Bilbao, montó el hostal Un rincón de la Mancha. “Con 51 años y un niño recién nacido me quedé en el paro y mi mujer también”, explica Luis, hasta entonces ilustrador y publicista. “Al principio dábamos entre 38 y 40 comidas al día, y los trabajadores que vinieron a construir el ATC se quedaban a dormir. Pero ahora tenemos dos o tres personas hospedadas y no nos da ni para cubrir gastos. Con 81 años, sigo trabajando porque esta casa también es de mis otros dos hijos”, dice Amparo. Cada día hace la comida, hoy toca gazpacho y pollo a la cerveza. El olor de la olla impregna el hostal como en casa de la abuela. Ella trabaja con esmero y dedicación. Mientras, en el campo, la máquina extractora bombea con determinación.
Santiago Escobedo también apostó por Villar de Cañas para montar su negocio. Abrió un estudio de arquitectura con otro socio y al principio les iba bien. Hicieron informes y dieron asistencia técnica a obras alrededor del proyecto, en la parte no nuclear. “Llegamos a ser seis trabajadores. Ahora estamos solo dos y hemos buscado negocio en Guadalajara, Cuenca o Valencia porque aquí todo está parado”, cuenta Santiago. Aunque tiene sus esperanzas puestas en que el proyecto se reanude: “Estoy convencido de que al final saldrá adelante por mucho que ahora se impongan los intereses políticos”, lamenta. Pero la fecha tope para concluir la obra según el proyecto inicial es 2017, por lo que parece difícil que se consiga en medio año. Más aún cuando se han abierto procesos judiciales contra el cementerio nuclear.
Las avutardas levantan el vuelo
No se les ve, pero las avutardas sobrevuelan el cementerio y hacen peligrar el proyecto. Tan solo un día después de que el Consejo de Seguridad Nuclear emitiera el informe favorable a la instalación el Gobierno de Castilla-La Mancha, presidido por el socialista Emiliano García-Page, anunció su intención de ampliar la Zona de Especial Protección para las Aves de la laguna del Hito, cercana a Villar de Cañas, de 1.000 a 25.000 hectáreas. Tal decisión había que leerla en clave política: la instalación del cementerio nuclear en Villar de Cañas fue una apuesta de la anterior presidenta autonómica, María Dolores Cospedal, secretaria general del PP, rival política de García-Page.
En conversación telefónica el consejero de Agricultura Francisco Martínez Arroyo avanza a EL ESPAÑOL que a principios de otoño “el Gobierno habrá conseguido ampliar la zona ZEPA mediante un decreto, y estará en condiciones de proponer a la Comisión Europea que la zona sea Lugar de Importancia Comunitaria de la Red Natura”. Asegura que no es una medida contra el ATC, sino que están convencidos de que es un espacio a proteger por la vegetación única que se da en los terrenos yesísticos.
Sin embargo la sensación es de que el Gobierno central y el Ayuntamiento están echando un pulso diario con la Administración regional por el cementerio nuclear. El ex ministro de Industria, José Manuel Soria, anunció a finales de octubre de 2015 un recurso contra la ampliación de la zona ZEPA que, según defiende el alcalde de Villar de Cañas, José María Sáiz, “mataría a los agricultores de la zona”. “Desde un despacho en Toledo no se pueden tomar estas decisiones”, se queja.
Santiago Noé Díaz es uno de esos agricultores. Él tiene 200 hectáreas de cultivos en el pueblo. Nos enseña orgulloso una de cebada. Con 45 años, no se imagina haciendo otra cosa. Cree que las exigencias de una zona protegida le harían perder dinero por el tipo de abonos y porque las tierras valen menos. “¿Me quito la funda (el mono) para la foto? Bueno no, para qué, si yo soy lo que soy, no voy a engañar a nadie”, dice mientras posa.
El consejero de Agricultura asegura que se ha reservado una suma de dinero en los Fondos de Desarrollo Rural de Castilla-La Mancha para “compensar a los agricultores que pierdan rentabilidad en sus explotaciones” y que tienen un plan para revitalizar la comarca casi fantasma: ponerles a criar malvas. Lanzarán un plan de cultivo de plantas aromáticas en la zona.
El traslado de los residuos nucleares a un cementerio en Francia cuesta a nuestro país casi 22 millones de euros anuales, 60.000 euros diarios. Ese coste fue uno de los argumentos para construir nuestro propio cementerio.
Todos los ojos se centran en la seguridad, debe ser absoluta y no dejar resquicio a duda ya que la decisión de trasladarlos se tomó tras el accidente nuclear de Vandellós (Tarragona) en 1989. No hubo víctimas mortales, ni fuga radiactiva. Un fallo mecánico provocó un incendio y la empresa que lo gestionaba, Hifrensa, decidió cerrar definitivamente.
Villar de Cañas no es Chernóbil y hay pocas probabilidades de que lo sea si el cementerio nuclear finalmente se construye (en los últimos 60 años se han registrado menos de 20 accidentes nucleares en todo el mundo) pero el abandono de los columpios del parque, junto a las ruinas de una casa, recuerda ese paradigma del peligro que esconde la energía nuclear.