La cárcel sin rejas cuyos presos viven mejor y reinciden menos
Los reclusos de la isla noruega de Bastoy hacen música y toman el sol. Al salir, su tasa de reincidencia roza el 16%.
15 noviembre, 2015 03:59Noticias relacionadas
A Bastoy no se llega por casualidad. Eso no tiene nada que ver con que sea una isla de apenas dos kilómetros cuadrados, perdida en un fiordo noruego. Para coger el pequeño barco blanco que lleva hasta aquí hay una larga lista de espera. Quienes están en esa lista no son turistas sino presos. La isla de Bastoy es una cárcel.
Tom Eberhardt, director del penal, recibe más o menos unas 30 peticiones al mes. “No podemos aceptar a todos”, explica. Los detenidos que pueden acceder a Bastoy deben cumplir unos requisitos. En la isla se puede vivir por un máximo de cinco años y sólo admiten a quiene han cumplido con la mayoría de su condena. Los presos tienen que demostrar que están dispuestos a trabajar en su reinserción.
Todos tienen que escribir una carta en la que expliquen los motivos por los que quieren venir aquí. No importa qué delito hayan cometido. Desde el momento en que pisan esta isla, el pasado ya no cuenta. Sólo existen el presente y el futuro.
“Yo no puedo hacer nada para cambiar lo que hicieron pero sí puedo hacer algo para cambiar lo que son ahora y lo que serán mañana”, dice el director.
Una casa como celda
Eberhardt tiene el pelo rubio y los ojos azules y trabaja aquí desde hace dos años. Antes pasó 20 años como director de una cárcel normal. Enseña su oficina y ofrece una taza de café. Serán muchas durante el día.
“Algunos medios de comunicación han enseñado las imágenes de los detenidos tomando el sol en verano o nadando en el lago. Han hablado de un hotel de lujo, de una cárcel a cinco estrellas. Pero pocos han venido durante el invierno para ver lo que es esta isla durante los otros seis meses del año”, explica. Son los seis meses en los que la isla está desolada, fría y cubierta de nieve.
“Digo que no a la mayoría de los pedidos que recibo para venir aquí. No quiero que este lugar se vuelva un circo mediático. Los muchachos tienen derecho a la intimidad”, advierte Eberhardt.
El director anda rápido entre los campos, como el dueño de una casa y el custodio de sus secretos. Allí están las casitas amarillas y rojas en las que se alojan los presos. A las puertas hay a menudo unas bicicletas. “Ellos mismo se las compraron con el dinero que ganaron gracias a su trabajo”, explica el director. Junto a las casas, una iglesia, un granero y la casa de la dirección.
En Bastoy hay 115 presos. Son los afortunados de los 3.872 que hay en las cárceles noruegas. No puede haber en la isla ni uno menos ni uno más.
La estructura de Bastoy cuesta al Estado unos ocho millones de euros al año. El coste total del sistema penitenciario noruego alcanza los 2.000 millones de euros.
Conocida como la “isla del diablo”, Bastoy fue un reformatorio para jóvenes desde 1900 hasta 1970. Un lugar famoso por la brutalidad con la que se trataba a los residentes que vive hoy una transformación. Desde 1988 es una prisión de “mínima seguridad” y desde 2006 es lo que conocemos hoy.
Autónoma y ecológica
Tocamos a una puerta blanca y abre un hombre macizo, con el pelo largo y rubio y una sonrisa tranquilizadora. Su nombre es Rune, tiene 39 años y es un recién llegado. Antes pasó cinco años en una cárcel de máxima seguridad. Él mismo explica por qué está aquí: “Entré a un banco y lo asalté con armas”.
En la sala de estar, la estufa está alimentada por la leña de la isla, recogida por los presos. “Aquí todo está hecho de madera, nuestra madera”, resalta Tom Eberhardt. Es un detalle importante porque permite a la isla subsistir sin ayuda del exterior con las hortalizas y los cueros de las vacas.
Si se excluyen unos tractores, aquí no hay coches. Las bicicletas, en cambio, están por todo lado.
Rune trabaja en el barco. habla de su pasión por las motos. También de sus ideas sobre la cárcel y la justicia. Rune abrazaba fusiles sin miedo para robar bancos. Ahora maneja ollas y vajillas.
“Los noruegos son grandes bebedores de café y sin esta bebida negra no iríamos a ningún lado”, dice Rune sonriendo. "Aquí cambié. Me entraron ganas de volver a estudiar y ahora sólo me faltan dos años para cumplir mi sueño de ser mecánico”.
Rune ha pagado por sus faltas. Sobre todo con los sentimientos: “¿Cómo puedes decirle a tu novia que pasarás años y años encerrado en una prisión? No puedes”. Si todavía la tuviera, podría ir a visitarlo una vez por semana y podrían quedarse a solas, sin vigilancia.
“¿Los familiares pueden quedarse aquí también por las noches?”, preguntamos al director. “Lo estamos pensando. Sólo tenemos que organizarnos”, contesta.
Una isla normal
En Bastoy se puede y se debe trabajar y estudiar. Los prisioneros tienen que aportar su esfuerzo en los invernaderos, con los animales o en la carpintería. A cambio reciben un pequeño salario. Pueden trabajar como jardineros, mecánicos o limpiadores. También en el barco o en un departamento de Horten, la ciudad más cercana en tierra firme.
Quince minutos después de que termine el toque de queda, empieza la jornada laboral de los presos, que ganan ocho euros por turno. La cárcel les da 24 euros extra por semana para que los gasten en desayunos y en almuerzos y a veces en una tarjeta telefónica que pueden usar en las cabinas durante los horarios establecidos.
No todos tienen ganas de hablar ni de contar qué han hecho para llegar a la cárcel. En el establo, hay un muchacho de unos veinte años que prefiere acariciar sus vacas. Las conoce una por una: “He visto nacer a algunas de ellas. Para mí es como si fueran una familia y será difícil dejarlas”.
Hoy es su último día en esta cárcel de mínima seguridad. Mínima porque aquí no hay ni la sombra de unas rejas.
En la isla de Bastoy no todo son flores. Como en todas las cárceles, hay reclusos que no son bien aceptados. Por lo general, los que han maltratado a las mujeres o a los niños. Pero también en esto es una cárcel distinta. ¿Por qué acuchillar al enemigo si puedo limitarme a no hacerle caso?
“No pueden obligarme a pasar mi tiempo con personas que no me gustan” dice Karl, 26 años, condenado por una agresión.
Rehabilitación, no castigo
En esta isla se respira la tranquilidad y la gentileza de los pueblos escandinavos. Pero en Bastoy no faltan los asesinos, los violadores o los pederastas.
No es su pasado sino el futuro lo que hace especiales a estos presos: el 84% de los que pasan por Bastoy nunca volverá a violar la ley. Según el instituto noruego de criminología (Krus) la tasa de reincidencia es del 16%. El promedio europeo está en el 70-75% y el americano llega a tocar el 80%.
En EE UU existen cárceles come el Tent Camp, donde los detenidos viven en carpas y están expuestos a cualquier mal tiempo. En Bastoy ocurre al revés.
“Nosotros estamos aquí para formar a ciudadanos y vecinos", dice el director. "Un día estas personas saldrán de la cárcel y serán libres. ¿A quién quisieras como vecino para ti y tu familia? ¿Preferirías a un hombre reintegrado en la sociedad o a un hombre todavía enfermo, enojado, que ha estado encerrado durante años en condiciones indignas?”.
La argumentación del director es imbatible y los números le dan la razón.
Aquí no hay rejas pero los presos nunca olvidan que se encuentran en una cárcel. En Noruega no hay cadena perpetua y la pena máxima es de 21 años. En un delincuente la legislación noruega ve una persona que tarde o temprano volverá a ser parte de la sociedad.
Por supuesto, hay excepciones como Anders Breivik, responsable de la masacre de Utoya donde murieron 77 personas. El juez podrá añadir cinco años a su condena si el detenido es todavía socialmente peligroso. El director de Bastoy cree que a Breivik se le añadirán esos años. Así poco a poco acabará por cumplir con la primera cadena perpetua de la historia noruega.