Una polvareda amarillenta levita a ambos lados de las ventanillas del Hyundai. A la derecha, tres hombres ennegrecidos por el hollín de las ascuas de los secaderos de pimiento transportan leña y sacos en varias carretillas. Sudan, agotados, con los rostros coloreados de rojo por el pimentón. De frente, a unos veinte metros, un gigantesco tractor tira de un contenedor azul repleto de hojas tiernas de tabaco. El conductor toma un desvío de tierra. Parece dirigirse hacia el mismo lugar en el que estamos citados: la cooperativa Tabacos de Cáceres. Se trata de una moderna fábrica tabaquera en la que se secan, empaquetan y distribuyen los dos millones y medio de kilos de tabaco rubio o Virginia que, sólo en ese complejo, se procesan cada temporada provenientes de los valles extremeños de La Vera.
Las tierras que rodean este enclave, Jarandilla, Losar, Villanueva, Cuacos de Yuste, Jaraíz, junto a las de la comarca del Arañuelo, concentran el 99% de la producción de tabaco de España. Hace años había reductos de este negocio en Granada, en Navarra, en Badajoz, pero la amenaza existencial que supone vivir de un oficio acosado por la mala fama de las tabacaleras, ahogado por los vaivenes del mercado europeo, dependiente de las ayudas de la Política Agraria Común (PAC), acechado por la despoblación y temeroso de la ausencia de relevo generacional, en definitiva, una empresa en peligro de extinción, ha concentrado en el norte cacereño a los últimos cultivadores que sobreviven a la modernidad. A ojos de un capitalino, estos labriegos son como cancerberos de la tradición obcecados en mantener vivo el espíritu de sus ancestros; bajo su punto de vista, son sólo 'gente corriente' que quiere ganarse la vida dignamente haciendo lo que mejor saben.
Llegamos a destino. Del mastodóntico tractor, marca John Deere, ya aparcado frente a unos colosales silos de pellets, se baja Jesús Acuña, al que sus amigos conocen como Susi. Se acerca con la desconfianza que todo hombre de campo debe tener hacia el espécimen de ciudad, pero, en el fondo, animoso de departir sobre su oficio. "Vosotros sois los periodistas de Madrid, ¿no?". La pregunta retórica se salda con un fuerte apretón de manos. "Ahora vamos a ir a mis campos para que veáis cómo se recoge el tabaco. Tengo la cosechadora preparada. Pero, primero, os voy a enseñar cómo funciona una cooperativa. ¿Fumáis?". La pregunta tiene trampa. Quien no esté acostumbrado al humo del tabaco, advierte Susi, va a sufrir dentro de los secaderos. Allí, tomar una bocanada de aire se asemeja a fumar una cajetilla de cigarros. Nadie lleva mascarilla, así que la aventura comienza con lágrimas en los ojos y la tráquea asaeteada por la mefítica humareda suspendida en el ambiente, que se agarra a las fosas nasales y a la garganta como un catarro insoportable.
Mientras nos dirigimos hacia el respiradero de los horrores, el agricultor desvela que tiene dos hermanos junto a los que cultiva 40 hectáreas de tabaco rubio, la única variante que se vende bien en la zona. La otra típica en Extremadura, el tabaco negro, no goza de buena demanda, principalmente porque es más costoso tratarlo y venderlo, ya que sus hojas necesitan reposar dos o tres meses colgadas del techo en un secadero natural y no ocho días como el rubio. Ese concepto artesanal de producción, olvidado tiempo atrás, ha plagado La Vera de cientos de viejos secaderos fantasma para tabaco negro, ya inútiles, que esperan a ser demolidos. La propia familia de Susi producía 80.000 kilos de este producto hace décadas, pero el negocio fue muriendo poco a poco. Ya casi nadie lo cultiva.
Caminamos cerca de los silos. Susi explica que están llenos de pellets y huesos de aceituna. "Sirven para calentar el agua que después genera el vapor en los secaderos. Antes se hacía con gasoil, pero lo ideal sería montar placas solares para todo, ¿no?". El guía ríe ante la inventiva. Es inevitable percibir en su tono cierto resquemor hacia los dictámenes de eficiencia energética que llegan, como órdenes de obligado cumplimiento, desde la gran ciudad, aunque en última instancia reconoce parte de su valía. "Ahí está la caldera", señala a un lado. "De allí salen las astillas del pellet que hacen de combustible. Todo es pura biomasa, porque lo contrario contamina".
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El negocio del tabaco es sencillo de comprender. Los agricultores de la zona plantan en sus campos miles de semillas de tabaco rubio hacia finales de abril o principios de mayo. Las plantas se convierten en gigantescas matas de casi dos metros de altura que presentan hojas verdes del tamaño de una sandía. Durante tres meses, de mayo a julio, crecen, y a finales de agosto, hasta principios de noviembre, los agricultores las recogen por pisos –los más bajos, los primeros, tienen menos calidad, mientras que la parte superior, las cogollas, son las más valiosas– con ayuda de sus mastodónticas cosechadoras.
Una vez recolectadas, llevan las hojas en camiones a los secaderos de las cooperativas, donde las secan, empaquetan y venden al peso a CETARSA, la semipública Compañía Española de Tabaco en Rama S.A. Ellos hacen el picado –la limpieza de impurezas– y el salseo –el aliño– para vender el resultado a las grandes tabacaleras, como Philip Morris o Japan Tobacco International, que después hacen sus propias mezclas para producir sus cigarrillos y distribuirlos entre sus marcas, ya con su correspondiente almizcle de productos químicos para generar adicción en el consumidor.
Mientras el guía explica la teoría, llegamos hasta un gigantesco pasillo de unos cincuenta metros de longitud y otros seis o siete de ancho. A izquierda y a derecha se extienden, a cada lado, 66 puertas dobles, 132 en total, que esconden, cada una, un secadero de tabaco rubio. El ambiente es irrespirable por culpa del vapor que las calderas insuflan dentro de cada celda para ahumar las hojas. Susi abre uno de los portones. Una nueva humareda se distribuye por la estancia como una entidad espectral recién liberada de su presidio. "Las plantas tienen que estar aquí ocho días hasta que se secan. En cada secadero se meten 8.500 kilos en verde y salen 1.300 en seco. Así, semana tras semana. En una temporada podemos producir, sólo en esta cooperativa, 2 millones y medio de kilos. Pero este año la cosecha se ha reducido casi a la mitad. Hemos hecho 1 millón y poco".
Un hombre montado sobre una bicicleta se acerca desde la otra punta del pasillo. Se llama José y es empleado de la cooperativa. "Este año la meteorología ha sido terrible", confiesa el recién llegado. "Ha llovido mucho en primavera y la mayoría ha tenido que gradear [arar la tierra con las gradas del tractor] toda su producción". Tras haber plantado en mayo las semillas de tabaco rubio, las lluvias anegaron el campo mientras los primeros brotes comenzaban a asomar, lo que frustró o debilitó muchas cosechas. Es una de las principales causas de que este año haya sido mucho más baja de lo habitual, lo que ha llevado a algunas cooperativas locales, como Coolosar, a amenazar con movilizaciones.
"La otra causa del bajón tiene que ver con los nematicidas", asegura Susi. "Nos han prohibido usar un producto para eliminar los nemátodos [unos hongos con forma de esferas similares a los quistes tumorales] que salen en las raíces de las plantas. Si usamos este líquido, la planta coge fuerza y echa raíces fuertes. Pero lo han vetado porque dicen que es perjudicial. Ahora nos ofrecen un tal Velum de la farmacéutica Bayern, que dicen que es el mejor pero yo creo que no sirve para nada".
"Algo parecido ha pasado en Huelva con las fresas", continúa. "¿Sabes qué han hecho algunos agricultores? Irse a la linde con Portugal, porque allí sí permiten usarlo. Pero después España importa esas mismas fresas producidas en Portugal sin control fitosanitario y aquí nos las comemos igual. Es un sinsentido". En sustitución al nematicida, la Unión Europea ha propuesto también sembrar una mezcla de semilla, rábano, rúcula y mostaza que, al gradearlo sobre los campos, voltearlo y enterrarlo, produce unos gases biocidas. "Los que se les han subido a la cabeza".
La combinación de las lluvias primaverales sobre las cosechas y las limitantes prohibiciones de los fitosanitarios en el campo han sido el motivo, aseguran los entrevistados, de que las cosechas se hayan reducido tanto este año. La familia Acuña tiene capacidad para producir 160.000 kilos de tabaco rubio, pero en 2023 sólo han podido recolectar 100.000.
"El problema es que los beneficios están en esos 60.000 de margen, porque abonar, gradear y mantener la planta nos cuesta 2 € y pico por kilo, procesarla en la cooperativa poco más de 1 € y luego sólo nos pagan 4 €. Y reza porque no tengas alguna avería". Las cuentas, claramente, no salen. Sus únicos beneficios, confiesa, son lo que les quedan de las ayudas de la PAC, unos 1.235 € por hectárea siempre y cuando trabajen la tierra con tabaco y no con cultivos leñosos, como los nogales o los olivos, porque entonces Bruselas sólo paga 600 €.
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Llegados a este punto, aquel ambiente que parece sacado de un pasaje de La Divina Comedia de Dante se ha tornado ya irrespirable, así que José, a la vanguardia sobre su velocípedo, y Susi, al que parece no importunarle el humo del tabaco, nos dirigen hacia la que parece ser una de las salas medulares de la cooperativa. Allí hay pilas de cajas de cartón de tres, cuatro, seis, diez metros de alto cuyo cierre está asegurado con bridas blancas. En cada una hay 100 kilos de tabaco seco, 400 € por paquete. Al frente, en un portón abierto, se ve el tractor de Susi y varias cintas mecánicas que, si estuviesen operativas, transportarían ahora mismo las decenas de hojas de tabaco rubio que reposan sobre los remolques de hierro.
"He oído que habéis dado mucha guerra este año con las movilizaciones", pregunto a los agricultores. "Bueno, tenemos que defender lo que es nuestro", responde Kiko Encabo, otro propietario de la zona que acaba de llegar de su secadero de pimiento y que es primo de Susi. "En nuestra cooperativa, Coolosar, no queríamos vender el tabaco a 4 €, que es la media que ofrece CETARSA por el kilo, aunque yo no les vendo directamente a ellos. Buscábamos más, por lo menos 5 €. Hemos estado una semana parados sin vender. ¿Qué ha pasado? Que el resto de cooperativas sí han vendido y no hemos hecho fuerza. Acabamos cediendo. Somos pocos pero estamos muy desunidos".
"¡Nos están matando!"
Queda atrás la cooperativa tabaquera. El paisaje mecánico y ahumado da paso a los verdes campos del virginia que cultivan Jesús Acuña y su familia. El termómetro no baja de los 25 grados. Por eso, a pesar de ser octubre, los agricultores se ven obligados a recoger el poco tabaco que queda a estas alturas tras la puesta de sol, a partir de las ocho, y trabajan toda la madrugada hasta que amanece. Conducir por las carreteras de La Vera y Arañuelo de noche implica encontrarse con numerosas lucecillas, similares a naves alienígenas, pululando a izquierda y derecha de los quitamiedos mientras ejecutan el repelado de las plantas.
Jesús Acuña se acerca hasta su padre, Julián, un veterano de mil guerras agrícolas. Uno de los labriegos que nos acompaña me presenta, de broma, como un miembro de CETARSA. "¿De CETARSA? Uy, uy, uy, agua, agua, fuera de aquí", exclama, y por un momento temo que lo diga en serio. Le explico que soy periodista y el semblante se le relaja de forma automática. "Ah, no me vaciléis, ¿eh? Que aquí ya nos tienen bien acogotados por todos lados. Ya no valemos para nada. ¿Ves eso?", señala, a lo lejos, unos edificios grises en ruinas. "Antes vivían aquí 10 familias. Ahora no hay nadie. En la zona de la Vega de El Cincho antes teníamos 96 familias. ¿Sabes cuántas quedan ahora? 14".
Nadie mejor que un hombre que nació en las postrimerías de la Guerra Civil para preguntarle qué futuro le ve a este sector en declive. Ni un sacerdote hablando del Apocalipsis tras la gran apostasía mostraría un futuro tan poco halagüeño para sus hijos y nietos. "Hace 40 años el kilo de tabaco valía el equivalente a 3 €. ¡Hace 40 años! ¡Que vengan a ver la cuenta de Julián cuando era joven y que la vean ahora! Hoy nos pagan el tabaco a 4 € el kilo, pero debería estar de 6 € para arriba. Luego bien que venden 20 cigarrillos por 5 €".
"¿Quién se lleva los beneficios?", pregunta, retórico, el veterano cultivador. "El Estado. Aquí apartados y ocultos somos el negocio perfecto. Cada año nos bajan más los precios y ellos ganan más. Nos están asfixiando. Y toda la culpa la tienen los políticos, el gobierno, y las malditas subvenciones de la PAC, que son un cáncer. No queremos ayudas, pero no nos queda otra que agarrarnos a ellas para sobrevivir. ¡Basta ya de despachos y mentiras! Nos están matando dándonos caramelos envenenados. ¡Yo tengo 84 años y me hicieron en una tabaquera, así que sé de lo que hablo! Nunca miento. Antes podíamos echar al terreno lo que quisiéramos y ahora nos dan productos que no valen para nada. ¡Mira cómo están las plantas! ¡Secas! ¡Enfermas! ¡La agricultura verde no es agricultura de salón! ¡Ya no ganamos ni para hierro!".
El petardeo del motor de una gigantesca cosechadora opaca, de pronto, la filípica de Julián. Susi acaba de arrancarla y comienza a hacer la cosecha. El mastodonte rojo, que debe medir unos cinco metros tanto de alto como de largo, está especialmente diseñado para recoger las hojas de las plantas por pisos sin dañar el tallo. Es lo que se conoce como repelado. Si fuese tabaco negro, el agricultor arrancaría la planta entera, pero al tratarse de rubio Virginia, sólo coge los folios verdes, capa por capa: las tres primeras hojas, primer piso; las cuatro segundas, segundo piso; las cuatro terceras, tercer piso; y las últimas, las cogollas. En función del piso foliar, cuanto más arriba, más calidad en el sabor y la textura y, por tanto, más valor.
"Aquí tenemos una de las mejores calidades de tabaco del mundo", confiesa Kiko Encabo, labriego del pimiento que a estas alturas aún nos acompaña. "Aquí, cuando vendemos, nos hacen una media: CETARSA pone las cajas de tabaco en una cinta grande, las van abriendo y les ponen precio. Primer piso a un euro o, si la calidad es peor, a cincuenta céntimos. Los segundos pisos, a dos y tres euros. Al final hacen una media. Este año han pagado todo un poco más caro, a cuatro, porque está la cosa muy revolucioná. Lo curioso de todo es que la mayor parte del tabaco que producimos aquí no sabemos dónde acaba. Piensa que en España fumamos tres veces más de lo que producimos, y vete tú a saber si el Marlboro que tenemos tiene tabaco de Italia, de Grecia, de España o de África". Le pregunto si fuma, pero dice que no.
El experimento Kentucky
Baja el sol y la temperatura comienza a ser agradable. Al otro lado del valle aparecen, en un todoterreno blanco, José Luis Robles y Rubén Martín. El primero tiene 25 años y es el agricultor más joven de la zona. El segundo es gerente de la cooperativa COTABACO. "¿Tenéis un cigarrillo?", pregunta Martín, consciente de lo paradójico de su pregunta en estas tierras. Robles saca del bolsillo una caja de puros italiana de la marca Italico. Martín no fuma puros, así que rechaza el ofrecimiento. También el de un cigarro de liar. Desiste y se dirige hacia el secadero tradicional que tiene enfrente.
"Esto era un secadero tradicional de Burley, que es como llamamos al tabaco negro, pero hemos aprovechado para hacer algo diferente. Aquí curamos tabaco Kentucky en una atmósfera controlada con plástico, que hace que suba la temperatura y la humedad. Es lo que hay dentro de estos puros", y coge la cajita de Robles. No llego a verla bien porque un enorme cerdo se ha interpuesto entre nosotros y ha empezado a olfatearme las zapatillas, llenándolas de barro.
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Tabaco Kentucky. Es la cuarta variedad que hay en la zona, además del rubio, el negro y un tercero, el CDL, que aunque en gran parte de la Unión Europea su consumo está prohibido, también en España, sí se puede producir y comercializar aquí y enviar a la península escandinava. Es el típico tabaco de mascar que se ve en las películas del oeste. "Es un tipo de negro que sólo sirve para esnifar (el snuff del rapé) o para masticar (el tipo más común de tabaco sin humo). En Europa se vende únicamente a los países nórdicos, como Suecia, y un poco a Dinamarca. Tiene mucha nicotina, por encima del 4%. Una verdadera bomba que te mete unas hostias de puta madre. En Estados Unidos también se produce".
Como si decirlo fuese una invocación, de entre unos setos, como un duende ancestral que se presenta sólo a un selecto grupo de elegidos, aparece un hombre vestido con una camiseta de la selección española, unas gigantescas gafas de buzo y una cortadora colgada al pecho con una suerte de arnés naranja. El 'extranjero' se presenta con voz grave y gutural, con el rostro asaltado por pequeños brotes de tiernos herbazales recién podados, y desvela que se llama Cirilo. Es uno de los pocos hombres que han dedicado parte de su vida al cultivo de tabaco CDL en estas tierras. Sí, el tabaco de mascar, cuyo tratamiento es, a su vez, distinto al del rubio, el negro y el Kentucky.
"Dicen que he nacido en el surco", asegura Cirilo mientras se ríe a carcajadas. "La cosa está complicada, pero yo creo que vienen buenos años. Los precios parecen haberse estabilizado y los pagos han subido. El año pasado lo mío se pagó a 2,50 € y este año a 3,00 €. Se trabaja por 50 o 60 céntimos de margen por kilo. Si sacamos 1.200 € por hectárea, y hablamos de 5 hectáreas... son 6.000€. No es mucho, pero con lo que me pagan de la PAC algo me queda". El hombre se aleja, cortadora en mano, para continuar con su tarea.
José Luis Robles retoma la palabra. Con la ayuda y el arrojo del gerente Rubén Martín, el joven veinteañero se ha atrevido a producir su propio cultivo de tabaco Kentucky. Su cuidado y secado es muy diferente del rubio porque el suyo debe recolectarse y secarse de forma artesanal, como antaño se hacía con el negro. El Kentucky, además, necesita más abono y unos cuidados especiales, como dejar una mayor separación entre los marcos de plantación debido a que sus hojas son muy grandes, mucho más que las del rubio, lo que reduce considerablemente la cantidad de plantas por hectárea.
Además, si el tabaco Virginia de Susi se recogía con las cosechadoras por pisos y de abajo a arriba, este se recoge a mano de arriba a abajo, porque los folios superiores impiden a los inferiores que les lleguen los rayos de sol. El secado también es distinto: el Kentucky necesita mucha temperatura y una mayor humedad. "Llevamos dos años produciéndolo y el resultado, de momento, es espectacular en cuanto a calidad", aduce Robles. "Pero la mayor diferencia es que mientras el rubio se vende este año a 4 €, una buena producción de Kentucky puede subirte a 10 € u 12 €. Para un minifundio de unas 10 hectáreas que te produce 2.500 kilos... hablamos de que podemos llegar a sacar 25.000 € por hectárea".
El proceso de secado, no obstante, es más laborioso, porque además de recolectarlo a mano se tiene que colgar en los mencionados secaderos con unas lumbres inferiores que generan un humo tan denso que impide ver más allá del palmo de una mano. "El humo le da ese olor y ese sabor tan característico", continúa Rubén Martín. "Si, además, las hojas no están rotas ni tienen imperfecciones, también pueden servir como envoltorio para puros. Esas se compran a 18 € el kilo. Una barbaridad. Ese es, precisamente, nuestro objetivo: perfeccionar la cosecha para aspirar al máximo precio. Por eso no podemos cosecharla de forma mecánica: si se rompen, las hojas sólo valen para tabaco de puro, pero no para envoltorio".
Tengo la tentación de preguntarle a José Luis Robles qué hace un joven prometedor, de 25 años, dedicándose en cuerpo y alma a un negocio que, aparentemente, tiene tan poco futuro. ¿Qué le llevó a ello? "Bueno, un día un hombre mayor con una borrachera me dijo: '¿Quieres poner tabaco por 20€?' Así, como te lo cuento. 'Este hombre está loco', pensé. Se lo comenté a mi padre, que no se lo creía, y a Virginia, mi novia".
"El tipo tenía razón. Al principio no te lo crees, porque estás acostumbrado a 1,40€, a 3 €. No sabemos cómo saldrá esto del Kentucky, porque es una prueba, pero podemos sacarle hasta 10 € de media: yo puedo poner tabaco, quiero agrandar mi explotación y hacer más infraestructuras. Quiero hacer un centro de secado, una nave para almacenar, tener más herramientas. Mi padre tuvo que dejarlo para dedicarse a la hostelería. Pero yo quiero esto. Esta es mi tierra y quiero quedarme".
El sol comienza a caer sobre estos valles. Es hora de partir. El humo del tabaco nos acompañará en el viaje a Madrid impregnado en los ropajes. Atrás quedan las historias de Susi, José, Kiko, Julián, José Luis, Rubén y Cirilo y su dédalo de técnicas agrarias de cultivo, de secado, de consumo de tabaco, cada vez más difíciles de seguir y comprender. ¿Qué futuro les deparan los tiempos? ¿Qué pasará cuando sus hijos, o sus nietos, ya no quieran, o no puedan, sobrevivir a la sombra de la presión burocrática, climática y económica que se cierne, como un eclipse de sol, sobre estos gigantescos parterres a escala natural?