Se crió al calor de los fogones de un restaurante de barrio, en Taialà, saliendo casi ya de Gerona. Su infancia huele a arroz caldoso de conejo, a ternera con setas o a sepia con albóndigas y guisantes. Así, tradicionales, eran los guisos que la madre de Joan Roca preparaba para los obreros que se dejaban el lomo en las cercanías. Él la ayudaba: su primera tarea en la cocina fue picar hígado de conejo con ajo y perejil para aquellos arroces. Y pelar cebollas, muchas, por sacos, como en el ejército, para sofreírlas después muy lento, durante casi dos días, como se hacen las pocas cosas que verdaderamente nos importan en esta vida.
En el año 86, decidió abrir su propio restaurante, el Celler de Can Roca, a apenas 300 metros del de sus padres, con la única ambición de llenarlo. 37 años después puede decir que lo ha conseguido, llenarlo a diario y tener lista de espera, aunque no ofrezca comida a la carta sino dos menús: el degustación por 230 euros y el festival por 270. Maridaje opcional aparte. Para la travesía subió al barco a sus dos hermanos, así que Josep riega el ambiente con las más de 4.000 referencias de vino que maneja y Jordi lo endulza. No pelean, no mucho: ayuda al equilibrio de este "triángulo equilátero muy particular", como el mismo Joan lo define, que cada uno tenga una misión bien distinguida. Juntos han conseguido que el Celler sea elegido el mejor restaurante del mundo hasta en dos años distintos.
Entre los tres suman anécdotas que harían las delicias de André Breton, maestro del surrealismo. Una vez recibieron una reserva de la Embajada de Japón para tres comensales. Se presentaron dos personas y un osito de peluche bien elegante, pues allí todo el que come acostumbra a llevar sus mejores galas. Jordi lo atendió, por petición de los dos clientes humanos, y lo hizo con la misma hospitalidad que dispensan al resto. Al úrsido le sirvieron macarrones, filete con patatas y un helado. Al parecer, disfrutó mucho de la experiencia, si bien no llegó a llorar, como afirma Joan que sucede a menudo en el local, cuando alguien "tiene una conexión emocional con algo que se probó hace mucho tiempo o en algún lugar concreto".
Con él hablamos al filo de las tres de la tarde, la hora en la que los clientes ya están servidos y todo rueda sobre las mesa del Celler: el tuétano de brócoli y encurtido de cítricos con leche de nuez pecana, puré de brócoli y flor de brócoli (uno de los platos de temporada), el vino, la mística, el aroma de celebración, las ganas de experimentar. Lo diferente. Empezamos hablando de La gamba roja (Editorial Planeta Gastro), el libro que ha escrito al alimón con otros dos chefs de renombre, Quique Dacosta y Benjamín Lana, y en el que han dirimido un conflicto vetusto: ¿qué gamba roja es mejor, la de Denia o la de Palamós? Y ciertamente las gambas serán nuestro aperitivo, pero la conversación es larga como su menú y llena de matices. Que aproveche.
P.- ¿Cómo está, Joan? Acaba de terminar un turno, ¿no? ¿Cómo ha ido hoy?
R.- Bueno, está todavía en funcionamiento, pero todo está en orden. Tenemos un ratito tranquilo para hablar.
P.- Genial, empezamos, entonces. Vaya libro interesante han escrito sobre la gamba roja. He aprendido muchas curiosidades, yo que la como habitualmente porque veraneo en Denia.
R.- Ah, ¡caramba! Es un sitio maravilloso.
P.- Desde luego. Quería preguntarle, a propósito: ¿se disfruta más comiendo cuando se sabe qué se come, o esto es como el enamoramiento, que es más intenso cuanto más misterio hay?
R.- (Joan se ríe con afabilidad, un sello propio). Yo estoy absolutamente convencido de que se disfruta más algo que conoces o que te han contado bien. De hecho, nosotros hicimos un estudio con el hospital Vall d’Hebron de Barcelona sobre la importancia que tiene contar adecuadamente el plato. Y quedó avalado que, si lo cuentas bien, se disfruta más y hasta se digiere mejor.
Y, más allá de eso, cuanta más información tienes de un producto concreto, como en este caso la gamba, y sabes cómo se pesca, dónde y la dificultad que tiene, más lo valoras. A veces no somos conscientes del valor que tienen las cosas. Ahora sabemos más cosas de las gambas y seguro que disfrutaremos más comiéndolas.
P.- A mí por ejemplo me ha dejado alucinada que las hembras sean hasta un 70% más grandes que los machos. ¡En la gamba roja hay un matriarcado!
R.- Sí, sí, sí. Las gambas rojas éstas hermosas, grandes, son hembras en su mayoría. Y cuando están en el mar no son rojas, son blancas y después se produce un proceso de transformación con la descompresión.
P.- Con la descompresión, ¿no?
R.- Eso es.
P.- En el libro se cuenta el pique sano entre Palamós y Denia, entre Quique Dacosta y usted, como si de un clásico Madrid-Barça se tratara, pero en versión gamba. ¿Ya han dirimido cuál es más sabrosa?
R.- Yo creo que este libro pone fin al pique. Siempre nos planteábamos si eran distintas, si comían lo mismo. Hace años que nos conocemos con Quique y siempre nos picábamos con ‘son mejores las de Palamós’ o ‘son mejores las de Denia’. Y después de consultar con biólogos, científicos, pescadores y toda la gente que hay alrededor del mundo de la pesca de la gamba, nos hemos dado cuenta de que es la misma variedad de gamba. Está en dos zonas concretas del Mediterráneo, puede variar algo según la alimentación, pero es la misma. La única diferencia la marcan, en primer lugar, los pescadores y cómo tratan el producto nada más subir a la barca, y obviamente después cómo las cocinamos.
P.- Su historia con la gamba roja comienza, como su pasión por la cocina, en Can Roca, el restaurante de sus padres. ¿Qué recuerdo tiene de ese primer encuentro con este manjar?
R.- Las gambas que usaba mi madre inicialmente, porque nuestro restaurante es un restaurante sencillo, de barrio, eran gambitas congeladas incluso. No podíamos permitirnos el lujo de tener gamba fresca, pero poco a poco fueron llegando y, movidos por nuestra búsqueda de la calidad y del producto, buscamos la gamba de Palamós.
P.- Qué historia más bonita la suya, Joan. Su vocación culinaria se forja en esos fogones. Muchas personas rehuyen de la tradición familiar o se dedican a otra cosa totalmente distinta a la de sus padres sólo por alejarse de ellos o por buscar su propia identidad. En su caso, el de los tres hermanos, ha sucedido todo lo contrario. ¿Qué recuerdos tiene de su infancia y adolescencia en Can Roca?
R.- Es cierto lo que dices. Los tres crecimos jugando en el bar de mis padres, en su cocina, y de hecho viviendo allí, porque vivíamos justo encima. Fue una infancia entrre mesas, clientes, cocinas… Con mi abuela, madre y tías. Y tanto a mí como a mis hermanos eso nos enganchó y nos dejó anclados a este oficio con el que hemos evolucionado. Y seguimos aquí, ¡seguimos juntos! Esta mañana sin ir más lejos mi madre ha cocinado, de forma excepcional, para una grabación (estos últimos meses estaba recuperándose de una caída) y ha hecho sus calamares a la romana, sus caracoles al jerez, y ha cocinado a los 87 como si nada. Y nosotros seguimos yendo diariamente a comer a Can Roca, al restaurante de mis padres, ese bar de barrio que se convirtió en una fábrica de sueños y que hizo que el Celler de Can Roca (a cien metros de donde nacimos y crecimos) continúe la historia.
P.- Cuál es el plato de su madre que tiene más clavado en el corazón…
R.- Seguramente los arroces, que son muy caldosos, como los hacemos en Girona. Son muy distintos a cómo los hace Quique Dacosta por ejemplo en Denia. En el Levante son mucho más secos. Y mi madre hace uno buenísimo con una picada de conejo que preparaba yo cuando era pequeñito, los hígados de conejo con ajo y perejil. Ésa fue una de las primeras tareas que hice yo en la cocina, junto a los sofritos. Cada martes por la tarde pelábamos dos sacos enteros de cebolla, los picábamos y nos poníamos a cocinarlos lentamente: estábamos casi dos días cocinándola hasta que quedaba casi caramelizada, y con eso hacíamos el sofrito como base para todos los guisos. Ternera con setas, sepia con albóndigas y guisantes, o unas acelgas con garbanzos en primavera.
P.- ¡Pero qué vivo lo tiene todo! Porque la cocina es sentimiento, ¿no? Como no lo es, por ejemplo, o no tanto, la ropa que vestimos. ¿Por qué mezclamos el alimento, que es algo tan aparentemente práctico, y la emoción?
R.- Porque la comida es memoria, y la memoria es emoción. En la medida que tú vives y comes y bebes y archivas recuerdos, cuando estos vuelven al comer algo especial, vuelves a ese lugar de tu recuerdo que te emociona. La comida, los aromas y los sabores construyen el edificio imborrable del recuerdo, como decía Marcel Proust, porque ciertamente estamos hechos de vivencias. Nuestra memoria atesora esa cantidad de registros que configura nuestra personalidad, y cuando esos aromas y sabores aparecen son como el billete de un viaje. Y ésa es de las cosas bonitas que los cocineros podemos aportar al cliente, esa experiencia. Hay cosas que comemos a menudo y tenemos más presentes, pero cuando comemos algo que hace tiempo no comíamos se produce una emoción maravillosa llena de nostalgia.
P.- Es súper evocador. Y más: me sucede que, cuando estoy triste, la comida me consuela. Espero el momento de comer y el de cenar. ¿Cree que la cocina nos cura?
R.- Sí, la comida reconforta, restaura. Los restaurantes se llaman así porque restauramos fisiológicamente al saciar el apetito, pero la comida también restaura el alma y la emoción. Te hace sentir bien, no sólo por dentro, sino también esa parte intangible de nuestras emociones. La comida es muy poderosa, de hecho es muy potente todo esto de lo que estamos hablando.
P.- En Can Roca sus padres servían comidas a trabajadores, a obreros… Y de ahí pasó usted a montar el considerado como mejor restaurante del mundo hasta en dos años distintos, por algo así como los Oscar de la gastronomía. Es un giro de guion de gran cineasta. ¿Lo deseó así?
R.- Francamente, no. Nuestra única ambición, en esa aventura que iniciamos al abrir el Celler de Can Roca en el año 86, era llenarlo, que viniera gente a comer. Éramos felices cuando lo teníamos lleno. Pero es verdad que los tres somos inconformistas y fuimos interpelándonos para hacer cada día mejor lo que hacíamos cada uno, sin prisas pero sin pausa. Esa ambición sana por mejorar nos hizo mejorar hasta llegar a tener el restaurante que tenemos hoy.
P.- ¿Cómo fueron esos comienzos?
R.- Hacíamos muchos viajes para ir a comer a los mejores restaurantes de Francia y nos fuimos enamorando de esa cocina compleja, evolutiva, creativa. Luego conocimos a los mejores cocineros de aquí, e incluso con Ferran mantuvimos una muy buena relación desde el inicio de El Bulli, y todo esto ha hecho que el Celler tenga una personalidad propia muy particular y muy vinculada a las miradas de los tres hermanos: el mundo dulce, el mundo salado y el mundo líquido. Es un triangulo equilátero muy particular el nuestro, pero sobre todo fruto de unos valores heredados de nuestros padres que nos han acompañado todos estos años.
P.- Oye, ¿y cómo es eso de trabajar con los hermanos? Tiene que ser bonito, pero entre los hermanos siempre se suelen dar muchos piques… ¿Ayuda que cada uno tenga una misión muy diferenciada en el restaurante?
R.- Claro, que cada uno tengamos una misión ayuda a que no haya piques porque ninguno se mete en el terreno del otro, pero sobre todo lo que hay entre nosotros es mucha capacidad de escuchar y ponernos en el lugar del otro para resolver las cuestiones problemáticas que obviamente surgen en el día a día. Porque a nadie se le escapa que esto no es fácil, pero también es verdad que es muy bonito vivirlo con armonía. En este tipo de restaurantes a veces la gente está contando los años para parar, y nosotros todo lo contrario: lo único que queremos es seguir tanto como podamos.
P.- Sabe, Joan, que cuando se escribe en Google ‘Celler de Can Roca’ una de las preguntas prefijadas del buscador es "cómo hay que vestir para comer en el Celler de Can Roca". ¿Hay una forma? ¿Hay etiqueta?
R.- No, no hay un dress code, pero la gente viene elegante… No es fácil conseguir una reserva, hay mucha lista de espera, así que la gente cuando viene lo hace con ganas de celebrar y de vivir una experiencia gastronómica especial. De hecho, lo agradecemos. Es una forma de respeto ir elegante, aunque cada uno lo hace a su forma: vienen asiáticos con sus kimonos a veces, o incluso algún escocés con su falda. ¡Cada uno con su traje de gala!
P.- ¿Y existe algo así como un retrato robot de quién come en el Celler de Can Roca, o es algo inclasificable de todo punto?
R.- No, no, no. Mira… Tenemos clientes que proceden de 60 países distintos del mundo, con lo cual es una clientela muy cosmopolita y multicultural. Para nosotros es un reto constante porque vemos que la gente viene con una gran expectativa y se va con ganas de volver: eso es lo más maravilloso que nos sigue pasando tantos años después. Pero no hay un cliente tipo, es un cliente sobre todo sensible por la gastronomía, que disfruta comiendo y bebiendo y que entiende que detrás de este tipo de restaurantes hay un hecho cultural que va más allá de alimentarse. Además, le vamos a ofrecer dos menús, no hay carta, con lo cual hay un ejercicio de generosidad y de confianza hacia nosotros que también agradecemos.
P.- Joan, yo lloré de la risa la primera vez que oí la anécdota del osito de peluche al que dieron de comer porque sus acompañantes así lo demandaban. ¿Alguna la supera?
R.- Nooo, ese tipo de cosas pasan en este tipo de restaurantes, pero que supere esto no, fue muy surrealista. Pero en general la gente viene muy entregada, y lo más bonito es ver que a veces la gente se emociona y llora. Esto nos pone la piel de gallina.
P.- ¿Lloran mientras comen?
R.- Ahhh, sí. Hay emociones muchas veces, sobre todo como hablábamos antes cuando se produce esa conexión emocional con algo que probaron hace mucho tiempo o en algún lugar concreto. Ayer mismo hubo una señora que cuando fui a verla -siempre intentamos saludar a todos los clientes- me dijo: he llorado tres veces durante la cena.
P.- Qué fuerte. Qué bonito hacer llorar de esa forma.
R.- Sí, sí… Es muy bonito.
P.- He leído los menús de este año, el degustación y el completo. ¿Cuál es el plato o bocado del que está más orgulloso o más prendado ahora mismo?
R.- Ahora mismo hacemos una versión de unos calamares de anzuelo. Nos los traen los pescadores jóvenes que pescan en la zona de L’Escala y los preparamos con diferentes gradaciones de cebollas (que cultivamos en nuestra finca) y de hongos, como el boletus edulis que ya empieza a salir en los bosques de Girona. Los hacemos a la parrilla, en la brasa de leña de encina y es una combinación que, aunque parte de una idea muy clásica, tiene una nueva dimensión espectacular, y está gustando mucho.
P.- Es un menú larguísimo (cualquiera de los dos) y yo no entiendo muchos de sus conceptos, al menos leyéndolos. ¿Para apreciar una cocina como la suya es necesario ser culto, gastronómicamente hablando?
R.- No, es necesario venir con el corazón y la mente abierta. Lo que sí tenemos es un equipo de sala con una profesionalidad y preparación altísimas, que atiende las dudas sobre los procesos, elaboraciones o incluso por qué se hace cada plato de una manera. Tienen toda la información y la van transmitiendo en la medida en que es necesario hacerlo, y según lo que prefiera cada cliente. Hay quien prefiere una información más escueta y otros quieren toda la información posible. Hay que saber leer psicólogicamente esa demanda del cliente.
P.- Su menú, si bien no es barato, cuesta siete veces menos (he hecho la cuenta) que el del restaurante más caro de España, que está en Ibiza. ¿Hacia dónde va la alta cocina en este sentido? ¿Tienen futuro los menús de 200 euros hacia arriba?
R.- Sí, yo creo que sí, pero es obvio que va a haber pocos restaurantes en el futuro de este tipo, porque son muy difíciles de gestionar, de mantener y de hacerlos rentables, aunque no es imposible. Es difícil también aventurarse en esta respuesta, pero va a seguir habiendo interés por la alta cocina. Es un modelo que sigue vigente y seguirá, teniendo en cuenta estas dificultades.
P.- Sus cifras son tremendas: tienen 30 cocineros por turno -una ratio de un cocinero por cada dos comensales- y manejan hasta 400 ingredientes. ¿El margen de beneficio es alto?
R.- No, es muy pequeño. Es por esto que en el Celler de Can Roca hemos articulado en torno al restaurante pequeños modelos de negocio: Rocambolesc, que es una heladería. La Bikinería, Casa Cacao, que es una fábrica de chocolate y un pequeño hotel también llamado Hotel Casa Cacao. El restaurante de mis padres, que ahora lo gestionamos nosotros, y un restaurante de eventos que se llama Mas Marroch donde hacemos bodas, caterings y eventos. Y todo esto configura un ecosistema económico que hace que la cuenta de explotación sea más o menos razonable. Pero en ningún caso es un súper negocio: ningún negocio de restauración lo es excepto las grandes marcas de fast food, que trabajan con otros parámetros. En otras ligas.
P.- A propósito de toda la espectacularización de la cocina, Joan: ¿por qué cree que ha sucedido? Es decir, los programas de la tele han influido muchísimo, pero está claro que la audiencia responde porque ve glamour en el oficio. ¿Lo tiene?
R.- Sí, yo creo que la sociedad está fascinada por la cocina: la gente se aficiona a cocinar, ve programas de cocina, muchas películas optan por la temática de la cocina... Seduce porque es algo muy cotidiano, todos comemos varias veces al día, y hemos descubierto en esa comida la posibilidad de establecer un mundo de fantasía. Y los cocineros, contra pronóstico, nos hemos convertido en embajadores de toda esta cultura culinaria. Eso es bonito, creo que está bien que la sociedad preste atención a la alimentación por todo lo que implica para la salud, la economía y la sostenibilidad. Si comemos adecuadamente y con información podemos mejorar nuestra salud y la salud del planeta. Y también puede ayudar a recuperar la convivencia: comer juntos en una mesa y no cada uno por su lado mirando la tablet.
P.- Función social tiene, no cabe duda. Y creatividad. ¿Usted escribe, pinta, o cultiva alguna otra actividad artística?
R.- No, no, apenas escribo. No es fácil escribir bien, tengo mucho respeto por los escritores. Me gusta leer y el cine. Y tampoco creo que la cocina sea un arte, sino un oficio artesano. Es muy bonito cuando alguien nos dice que somos artistas, porque eso quiere decir que alguna vez comiendo se ha emocionado, pero yo pienso que es más orfebrería. Un artista hace una obra que queda, y nosotros hacemos algo muy efímero e íntimo.
P.- Bueno, puede perdurar en el recuerdo un plato.
R.- Eso sí. Exacto. Eso sí, eso es lo más bonito que puede quedar de nuestro trabajo.
P.- Lee entonces y ve cine. ¿Cuál es la última película que ha visto, Joan?
R.- La última película… (Joan hace memoria, bucea entre la información ingente de su disco duro y responde con entusiasmo pasados dos segundos). Pues mira, El menú, una película gastronómica un poco gore, un poco bestia, que ofrece una cruda visión de todos los perfiles de la gastronomía actual. Es muy crítica con la alta cocina, pero la recomiendo, porque es muy interesante desde el punto de vista culinario. Y me gusta mucho ver pelis clásicas también, volví a ver hace poco El apartamento.
P.- Vaya peliculón. ¿Y cuál es esa cara B de los fogones que muestra la película? ¿Hay mucho ego en la cocina, por ejemplo?
R.- Sí, en El Menú sale el chef egocéntrico, déspota, que maltrata a su equipo. Sale el crítico gastronómico engreído, sale el foodie que piensa que sabe y no tiene ni idea, esa gente que va al restaurante porque sabe que está de moda pero no le interesa nada lo que va a comer... (Joan ríe con desparpajo tras la enumeración).
P.- Todo eso tiene su eco en la realidad, ¿no?
R.- Sí, sí, sí… (contesta con prudencia). Es una peli que tiene muchas lecturas pero es recomendable si te interesa la gastronomía porque hay mucho que comentar, es de esas pelis que no te dejan indeferente.
P.- Tu hijo dejó la carrera de Ciencias Políticas para meterse a la cocina… ¿Dónde hay más cuchillos?
R.- ¡Ahhh! No lo sé… No lo sé… En la cocina hay más cuchillos, pero en la política hay más complicaciones y complejidades. Él estudiaba Políticas para ser diplomático, y al final es verdad que la cocina es una forma de viajar, de visitar países distintos, de enriquecerte con ese conocimiento y luego interpretarlo y cocinarlo. Y hacer feliz a la gente siéndolo tú. En algún momento se dio cuenta de que la cocina no era una mala idea. Él pasaba por el Celler sin prestarle mayor atención hasta que un día dijo ‘voy a probar’, y ya lleva cinco años trabajando con nosotros.
P.- ¿Y está feliz?
R.- Está encantado de la vida. Viaja conmigo en la medida que podemos. Estuvimos juntos en un evento gastronómico hace poco en Estámbul: es una manera de representar también a tu país.
P.- La diplomacia del fogón.
R.- Exactamente.
P.- No quiere saber nada de política. Sigue los pasos de su hijo, entonces.
R.- Sí… Porque la cocina es un lenguaje universal que une, la mesa hace que la gente se siente y comparta. Y también que los problemas se solucionen así, comiendo. Ojalá se pudiera arreglar todo en una mesa.
P.- He leído que tienen el propósito de continuar al menos diez años más. ¿Por qué esa cifra y qué habrá después?
R.- Exacto. No hace mucho volvimos a hablar un día los tres y en esa conversación planteamos si alguno de los tenía intención de jubilarse o parar en un momento determinado, y la respuesta de los tres fue que queríamos seguir al menos diez años más. Así que nos conjuramos para seguir como mínimo ese tiempo, si la salud nos acompaña.