La querella de Sánchez se basa en un privilegio decimonónico
La posibilidad de declarar por escrito para el presidente del Gobierno, según una norma desfasada con visos de inconstitucionalidad, no tiene base jurídica y atenta contra la igualdad.
La querella de Pedro Sánchez contra el magistrado Juan Carlos Peinado ha sido un efecto jurídico sorprendente de la declaración del presidente como testigo en el procedimiento en el que se investiga a su mujer, Begoña Gómez, al empresario Carlos Barrabés y al rector de la Universidad Complutense, Joaquín Goyache por presuntos delitos de tráfico de influencias y corrupción entre particulares.
Esta querella y la que —como la réplica de un terremoto— ha interpuesto su mujer son aún más sorprendentes para aquellos que recordábamos haber leído en su famosa carta a la ciudadanía de abril pasado que "Begoña defenderá su honorabilidad y colaborará con la Justicia en todo lo que se la requiera para esclarecer unos hechos tan escandalosos en apariencia, como inexistentes".
Evidentemente, entendimos otra cosa distinta a que ambos, primero, se acogerían a su derecho constitucional de guardar silencio y, después, interpondrían sendas querellas contra el magistrado instructor. Ambas acciones, más que ser muestras de colaboración, recuerdan la estrategia obstaculizadora del PP en 2009, cuando se querelló contra el juez instructor de la Audiencia Nacional Baltazar Garzón por su investigación en el caso Bárcenas.
Los treinta y cinco folios de la querella que la Abogacía del Estado ha interpuesto en el Tribunal Superior de Madrid, en representación del presidente del Gobierno, intentan explicar por qué el magistrado ha cometido una prevaricación al no aceptar que el presidente declarara por escrito y obligarlo a hacerlo de palabra en su despacho.
Sin duda, se trata de una tarea hercúlea.
Porque, primero, no conocemos las preguntas, de tal forma que no hay elementos fácticos para saber si se referían a cuestiones conocidas por Pedro Sánchez "por razón de su cargo" o no. Dado ese silencio, empeñarse en que la declaración tiene que ser por escrito porque "es notorio que mi comparecencia resulta inescindible de la condición de presidente" más parece una afirmación apodíctica que un razonamiento jurídico que demuestre la injusticia de una resolución.
En segundo lugar, difícilmente cometerá el delito de prevaricación un juez al elegir entre las varias propuestas que le hacen las partes (las acusaciones públicas, la declaración del presidente en su despacho; la investigada y el fiscal, por escrito). Más difícil todavía si se recuerda que la resolución presuntamente prevaricadora del magistrado Peinado, la providencia de 19 julio, fue posteriormente ratificada el 26 de julio por un juez distinto al querellado, el juez sustituto Carlos Valle y Muñoz-Torrero.
Pero como mis conocimientos de Derecho Penal y de Derecho Procesal son limitados, dejaré este asunto a los especialistas, como el profesor Jesús Zarzalejos, que ha publicado un certero artículo sobre el tema.
También guardaré silencio sobre si para la interposición de la querella del presidente se han seguido los cauces exigidos por el Real Decreto 649/2023, por el que se desarrolla la Ley 52/1997, de 27 de noviembre, de Asistencia Jurídica al Estado e Instituciones Públicas, en el ámbito de la Abogacía General del Estado.
Por mi parte, me gustaría reflexionar no tanto sobre este caso concreto, sino sobre las dos formas de regular el deber de declarar como testigo del presidente del Gobierno, los ministros y otros altos cargos que establece la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que mantiene el texto original de 1882 con pequeñas variaciones. Por escrito, "sobre los hechos de que tengan conocimiento por razón de su cargo", y de palabra, "en su domicilio o despacho oficial" sobre cuestiones de las que "no haya tenido conocimiento por razón de su cargo".
"No veo problemas constitucionales en que la ley procesal establezca la declaración en su despacho para las máximas autoridades, pero sí en la declaración por escrito"
No veo problemas constitucionales en que la ley procesal establezca la declaración en su despacho para las máximas autoridades del Estado, pues se trata de una mínima modificación del sistema general de declaración de los testigos en el juzgado. Diferencia que parece admisible por deferencia hacia la institución que el testigo ostenta.
Como ahora no es tema de debate, no me detendré en lo sorprendente que es que la parca enumeración de autoridades que el Estado liberal decimonónico establecía en 1882 haya aumentado exponencialmente en el Estado social y democrático de Derecho, que tiene en la igualdad uno de sus valores superiores: diputados, senadores, magistrados del Constitucional, vocales del Consejo General del Poder Judicial, secretarios de Estado, delegados del Gobierno, miembros de los Consejos Ejecutivos de las Comunidades Autónomas, etcétera.
Ahora bien, más complicado veo admitir la constitucionalidad de la declaración por escrito, que supone no sólo una excepción a la igualdad de los ciudadanos, sino también al mandato constitucional de que el procedimiento judicial sea predominantemente oral "sobre todo en materia criminal" (art. 120 CE).
Por eso, las pruebas se rigen por el principio de inmediación que en el interrogatorio de los testigos se concreta, primero, en la necesaria participación del juez y el letrado de la Administración. Y, después, en el derecho que tienen los investigados, el fiscal y los querellantes de estar presentes y hacer "cuantas repreguntas tengan por conveniente, excepto las que el Juez desestime como manifiestamente impertinentes" (art. 448 LECrim).
Si las partes no pueden ejercer su derecho de preguntar a los testigos que declaren por escrito, no cabe duda de que se está limitando su derecho a la tutela judicial efectiva. ¿Cuál puede ser la razón constitucional de esta limitación excepcional?
"Resulta extraño que quien ha usado la antigüedad de las normas como razón para cambiarlas ahora alegue la antigüedad de otra como prueba de su bondad"
No parece muy convincente que la razón jurídica de la declaración por escrito sea —como dice reiteradamente la querella— que es una garantía para "respetar las instituciones representativas de nuestro país", lo que el propio presidente ha traducido en su rueda de prensa del 31 de julio (con poco acierto terminológico) en un "derecho de la institución de la Presidencia que está desde 1886. No 2006, no 1996, no 1906: 1886".
Pero dejando al margen que ni las instituciones tienen derechos ni la Ley de Enjuiciamiento Criminal es de 1886, lo cierto es que la permanencia de un precepto legal en el tiempo no es una prueba de su constitucionalidad. Nada diré de lo extraño que resulta que la misma persona que ha usado la antigüedad de las normas como razón para cambiarlas (recordemos la derogación de la sedición), ahora alegue la antigüedad de otra como prueba de su necesidad.
Evidentemente, la razón de la declaración por escrito no puede ser "el respeto a la institución". Porque entonces ni existiría la opción de que el presidente declarara en su despacho —sería irrespetuoso, aunque fuera para exponer hechos ajenos al cargo—, ni la LECrim respetaría a todas las instituciones cuyos titulares no tienen esa posibilidad de declarar por escrito.
Incluso los ciudadanos de a pie podríamos sentir que se nos trata de forma irrespetuosa al exigirnos declarar oralmente. El viejo Decreto de 1882 no da ninguna razón de su existencia y la justificación de la Ley Orgánica 12/1991 —que amplió el número de beneficiados de esta excepción— es claramente inapropiada, por no escribir inconstitucional:
"La presente Ley tiene la finalidad de adecuar a la nueva configuración constitucional del Estado aquellos artículos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que regulan la concurrencia de determinadas personas a los llamamientos judiciales por razón del estatus que ocupan dentro de la estructura del Estado" (el subrayado es mío).
O sea, ad pompam vel ostentationem, podríamos decir en forma culta, si no queremos referirnos a la casta, los postureos y otras expresiones populares.
"La excepción a favor de altos cargos del deber de testificar oralmente es incompatible con la igualdad y el derecho a la tutela judicial efectiva"
Es más, el Derecho comparado demuestra que es suficiente con la declaración en el despacho —o por videoconferencia— para garantizar ese estatus y ese respeto institucional, sin lesionar el derecho a la tutela judicial efectiva de todos los intervinientes en un proceso judicial y con una mínima afectación de la igualdad.
Así, el Codice di Procedura Penale italiano establece que el presidente del Gobierno, los de las cámaras y el del Tribunal Constitucional (cuatro en total; no tropecientos como en España) podrán solicitar ser interrogados en sus despachos, solicitud que el juez podrá rechazar si considera que su comparecencia en el juzgado es indispensable "para realizar un acto de reconocimiento, o careo o por otra necesidad" (art. 205).
Por tanto, el artículo 412 de la LECrim crea una excepción a favor de determinados titulares de altos cargos del deber ciudadano de testificar oralmente —incluso después de cesar en ellos— que no tiene base jurídica suficiente más allá de ser una prueba de estatus.
Por eso, es un privilegio incompatible tanto con la igualdad de los españoles como con el derecho a la tutela judicial efectiva que proclama la Constitución de 1978. Viejo privilegio decimonónico, ya no tiene razón de ser. Está tan desfasado como la obligación de los testigos de jurar "en nombre de Dios" (art. 434 LECrim).
Su destino debería ser su próxima derogación. De paso, nos evitaría polémicas tan poco edificantes como la que hemos visto estos días sobre cuál de las dos formas de declarar era la legalmente correcta en este caso concreto del presidente Sánchez.
De esa forma, no solo adecuaríamos la ley procesal a la Constitución, sino que también seguiríamos el sabio consejo de Montesquieu: evitemos las normas inútiles, que debilitan a las necesarias.
*** Agustín Ruiz Robledo es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Granada y autor de 'El Derecho fundamental a la legalidad punitiva'.