El desprestigio de la buena educación
El autor repasa el progresivo olvido de la cortesía en nuestra sociedad a lo largo de la historia.
En diciembre de 2018, como imbuido del espíritu navideño, Pablo Iglesias rectificaba por fin sobre Venezuela: "Dije cosas que no comparto. La situación política y económica es nefasta".
Aquel mismo mes, Íñigo Errejón alababa un artículo de Juan Manuel de Prada, Patriotismo.
Y, para cerrar el morado círculo de los buenos sentimientos, Alberto Rodríguez le dijo uno de aquellos días a un diputado del PP en el Congreso de los Diputados: "Es usted una buena persona y le pone calidez humana a este sitio".
Dos años después, Iglesias defiende naturalizar los insultos, Errejón se ha convertido en uno de los mayores críticos de Podemos y el Tribunal Supremo va a investigar a Rodríguez por agredir, presuntamente, a un policía.
Cuatro días antes de morir, quien fuera presidente del Congreso, Landelino Lavilla, se lamentaba de la pérdida de modales: "El significado de la cámara se ha extraviado. Eso genera un espectáculo nocivo que deteriora gravemente las instituciones".
De tal modo se han impuesto la crispación y la vulgaridad que ni siquiera la benevolencia navideña puede ya solucionar el problema. La propia Meritxell Batet, la actual presidenta del Congreso de los Diputados, llegó a pedir "por el bien de la imagen de esta Cámara, respeto, contención, educación y saber escuchar al discrepante".
Nos hemos habituado a ver a muchos diputados ignorando a los representantes de los otros partidos, más pendientes de los móviles que de escuchar a quien piensa lo contrario. Sosa Wagner explica con ironía que se hallan en un Parlamento, no en un Escuchamento.
Don Quijote era un personaje muy educado (escuchaba tan bien como hablaba). Al subir al cadalso, María Antonieta, luego de pisar sin querer al verdugo, le pidió perdón. En las cartas que Moratín escribía a Paquita siempre le hablaba de usted. En la relación epistolar que mantuvieron durante diez años, Ramón J. Sender y Carmen Laforet tardaron tres en pasar del usted al tú. En la correspondencia que mantuvieron durante 30 años, Friderike tardó cinco meses y medio en pasar del Querido señor Stefan Zweig a tutearle por primera vez ("a punto estuve ayer, a pesar de todo, de correr junto a ti"). En su exilio mexicano, Dolores, la viuda de Azaña, siempre se refería a él como don Manuel.
Sánchez-Albornoz, a quien se le escapaban algunos tacos castellanos sin darse cuenta, creía que los hispanos éramos mal hablados desde la Prehistoria.
En esa línea, Camilo José Cela defendía que la pudibundez léxica del español actual (mostrada, por ejemplo, en los eufemismos) es una determinante judía, pues el cristiano viejo, al no tener que justificarse ante nadie, era mal hablado.
Para don Camilo, que consiguió que la Academia admitiera la voz coño, la buena educación consistía en no descomponer jamás la figura: "El hombre mejor educado de la Historia de España fue el general Diego de León, que fue a caballo al lugar donde lo iban a fusilar. Iba saludando a las señoras que estaban en los balcones".
La educación debería empezar con el respeto: a nuestros mayores, a nuestros referentes, a quien piensa diferente.
Los 60 fueron la década en que la grieta cultural entre padres e hijos parecía más profunda. Unos hijos que no querían saber nada de las guerras de sus papás (la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial) ni siquiera les agradecían que les hubieran regalado el Estado del bienestar.
Fue la década en que hombres y mujeres acudían a las universidades en un contexto de pequeñas revoluciones (sexo, drogas, rocanrol y televisión) que derribaron el gran concepto de autoridad.
Y como corolario de ello, mayo del 68, que consagró la idea de que los grupos asamblearios tienen más prestigio que los catedráticos.
En la segunda mitad de los 60, la palabra joder fue admitida por un diccionario británico y por uno estadounidense, y la cantante Marianne Faithfull la pronunció en una película por primera vez.
Hace un siglo, en Francia, igual que en España, los niños como George Steiner se ponían de pie cuando el maestro entraba. Hace dos años, un adolescente, antes de entonar los primeros acordes de La Internacional, le espetó al presidente de la V República: "¿Qué pasa, Manu?". Emmanuel Macron replicó: "Me llamas señor presidente de la República o señor".
La primera generación que tuteó a los profesores universitarios es la generación que no acepta, por ejemplo, los dictámenes de la Real Academia Española de la Lengua. Cuando el Gobierno de Sánchez encargó a la RAE un estudio para adecuar la Constitución al lenguaje inclusivo, la respuesta fue que nuestra Carta Magna no necesitaba adaptarse a dicho lenguaje, apoyando el uso del masculino genérico. Como Carmen Calvo no compartía la opinión de los sabios, respondió a su vez: "El lenguaje inclusivo no hay quien lo pare".
Es cierto que la buena educación a menudo esconde sanguinarios. A Franco estaba obligado a llamarle Excelencia incluso Carrero Blanco. Con Hitler, como reconoció Rudolf Hess, no era prudente una familiaridad excesiva ("yo jamás usaba el tú familiar cuando me dirigía a él, siempre decía usted"). Para Josep Pla, Mussolini era un hombre muy bien educado.
Otras veces, se amparan en la educación los cínicos. Como Jordi Pujol, que mandó redactar un código ético para los altos cargos porque, según él, las nuevas generaciones no sabían comportarse.
También es cierto que puede haber intereses bastardos. Durante la Guerra Civil te detenían por tratar de usted a un miliciano. Sin embargo, en la Transición, los guardias de Carabanchel pasaron de tutear a Carrillo a llamarle don Santiago en cuanto advirtieron que iba a ser alguien importante.
En todo caso, si no aceptamos un mínimo de educación y cortesía, por más ciencia y tecnología que consigamos, habremos fracasado como sociedad.
Cuando Pablo Iglesias se reúne con Felipe VI en mangas de camisa, o cuando no responde a su saludo en el Palacio Real, no está reforzando la república, sino la mala educación. Al monarca, los republicamos le debemos respeto no porque sea el Rey de los españoles, sino porque es jefe de Estado.
Ese mismo criterio deberían aplicarse los nacionalistas periféricos, que suelen ser muy maleducados con el Rey. Es el mismo criterio que deberán aplicarse los monárquicos cuando tengamos un jefe de Estado republicano.
En este páramo de los buenos modales, iniciativas como la que tuvieron Luis Carandell y Miguel Ángel Aguilar son loables: crear el Club del Usted "para contener el tuteo degenerativo". También es loable que la obsesión número 29 de EL ESPAÑOL sea Contra la mala educación.
Los únicos que no merecen nuestro respeto son quienes no condenan de manera explícita la violencia. Como dijo el alcalde de Vigo: "Con EH Bildu, ni buenos días".
*** José Blasco del Álamo es escritor y periodista.