Del Estado de las autonomías no queda más que el nombre, esculpido como en piedra, pero en realidad escrito en un tejido vaporoso como el título VIII de la Constitución Española.
Desde que se redactó el texto constitucional hasta nuestros días la forma política española ha sufrido cambios tan importantes que se podrían llamar "mutaciones constitucionales".
El primero, y más importante, es la cesión de soberanía a una institución supranacional.
España, con el paso decisivo de ingresar en la Unión Europea, como el resto de los Estados miembros, dejó de ser un Estado nación al uso para formar parte de una organización muy original que aún está evolucionando.
El nombre se lo pondrán nuestros hijos.
El segundo cambio mutacional ha sido el de las autonomías. Desde el principio fue una fórmula abierta para la organización del Estado. Es decir, como un proceso que podría dirigirse hacia diferentes destinos.
En el momento de la redacción de la Constitución pugnaban el centralismo y la descentralización federal.
El centralismo ha sido siempre una forma más propia de nuestros vecinos franceses que nuestra. Pero con el tiempo se fue imponiendo la tradición borbónica que el dictador Franco consolidó con la construcción del Estado nacional.
Las tendencias regionalistas y federalistas quedaron aparcadas en la cuneta del camino constitucional hasta que la Transición reabrió la posibilidad.
No trato aquí de hacer una historia del constitucionalismo español. Sólo quiero decir que agarrarse a la Constitución para defender una forma pétrea de Estado no es legítimo. La Constitución es un texto vivo, que debe autorizar la vida y el cambio.
No hubo ni siquiera en el origen una forma fija. Mucho menos la hay ahora que han pasado cuarenta años y que tantas cosas han cambiado. No es justo esconderse detrás de la Constitución en un momento que pide decisiones políticas y no resoluciones judiciales.
Aquellas tensiones de antaño hoy tienen portavoces. Vox ya se ha alzado como defensor del Estado nación, sumando su voz a la de sus colegas europeos nacionalistas.
El PSOE apuesta por las tendencias federalistas más radicales de la vieja escuela del krausismo de Castelar y compañía.
El Partido Popular, sin embargo, no resulta transparente. Parece estar condicionado por el peso territorial de los barones y añorar un Senado con más competencias.
La realidad es que hoy las autonomías están en el desguace. Toca saber qué se va a hacer con lo que queda.
En el desguace se venden los coches viejos por piezas.
Esta es la actitud de Pedro Sánchez con un Estado de las autonomías del que ya no quedan más que el nombre y una serie de procedimientos que permiten la venta por partes de los restos. El Gobierno parece no tener ningún escrúpulo para vender por piezas el Estado para reconstruir otros artilugios nuevos con los trozos del viejo.
El cacharro nuevo parece que ya tiene nombre y, bajo eufemismos como el de "financiación singular", esconde un modelo de Estado confederal asimétrico. Que no es otra cosa que dar plenas competencias a algunas regiones, y convertir al Estado en responsable subsidiario de las deudas autonómicas.
Es un modelo radicalmente insolidario.
Los siguientes pasos hacia esta configuración serían, de acuerdo a indicios como el silencio ante el manteamiento de la figura del rey, la reforma de la Corona y de la monarquía parlamentaria.
De acuerdo con la hoja de ruta llegarán después la propuesta de un CGPJ para cada región, que sería el último acto de la tragedia de su renovación frustrada, y la reforma de la Ley Electoral General para consolidar la "representación territorial asimétrica".
Este es un camino más o menos legal, más o menos constitucional, más o menos criminal. Pero es un camino querido, pensado y meditado por un socialismo que sabe lo que hace y que conoce las líneas maestras de su tradición.