La máquina blanca se desajustó en el momento menos esperado, tras un primer cuarto de brillantez prometedora. El Panathinaikos honró su historia, y Ataman su fama de mercader de las Final Four, capaz de negociar con cualquier naipe en la mano.
La falta de acierto en el tiro (10/35 en triples) liquidó las esperanzas madridistas, quebrados ante un panorama que nadie había imaginado. Más que nunca, el Real Madrid echó en falta la contundencia de Gabriel Deck, en un encuentro marcado por el contacto de la dura defensa griega.
Y eso que el encuentro no pudo comenzar mejor para el equipo de Mateo. Su plan parecía complicarse tempranamente con la segunda falta de Tavares apenas comenzada la final. Un contratiempo inesperado que vino a confirmar que los planes son para el papel, y que la excepción fue la primera parte excelsa de la semifinal.
No importó demasiado porque Poirier cumplió en la sustitución y Ndiaye anotó ocho puntos sin fallo, dando vida a un viejo axioma madridista: los actores de reparto toman protagonismo cuando menos se espera. Campazzo dirigía las operaciones con serenidad precisa y Musa mostraba su versatilidad ofensiva. Mientras, el equipo rotaba rápido en defensa y el banquillo se movió con agilidad: once jugadores entraron en acción en un primer cuarto que hubiera sido memorable.
Porque a partir de aquí el ecosistema de la final cambió de color. Lo que había sido netamente blanco, un juego ágil y preciso, se fue tornando verde de forma paulatina, con la defensa predominando y el cuerpo a cuerpo imponiéndose. Al tiempo, el Panathinaikos encontró a su héroe, Sloukas, que concluyó el encuentro de su vida, en el papel que tantas veces han representado Llull o Rudy.
Aun con todo el Madrid luchaba por volver a dominar, no ya el marcador, que lo hizo durante muchos minutos, sino el factor que decanta los títulos: el control del juego. No importa lo acertado que estés: si el ritmo está en manos ajenas, el título termina por volar.
El Real Madrid se resistió contra su suerte, intentó desenredar la telaraña ateniense. Sin embargo, el segundo tiempo transformó el panorama del encuentro por completo, atascado en la querencia griega: ataques lentos, contactos continuos. El ánimo cambió de bando, y cierto desconcierto se apoderó de los blancos que no atinaban a convertir un partido de botes en un partido de pases, mientras sus rivales atesoraban confianza.
Nada que sea ajeno a las alternativas de una final, pero que apremia a quien pasa de dominador a dominado. Y ni siquiera el Chacho pudo desatascar el lío blanco: siete puntos en el tercer cuarto. El partido se había convertido de un festival anotador en una sequía prolongada, más notable en el Real Madrid que empezaba a sentir que la Copa podría escaparse.
Y así continuó la final, con los madridistas intentando volver y estando a punto de conseguirlo, aunque la suerte les esquivó, pues sus tiradores no concluyeron las jugadas bien hiladas. Tampoco apareció el hombre que cambiara el destino, aunque Sergio Rodríguez y Llull estuvieron muy cerca de hacerlo. Pero las finales se deciden en jugadas que marcan tendencias anímicas, y no siempre se pueden retomar las oportunidades perdidas.
A los blancos les pesó el viraje del encuentro, demasiado brusco, demasiado inesperado, y quizás su condición de favorito. Al contrario, el Panathinaikos fue afirmándose en sus principios, en la idea que Ataman había concebido: maniatar la fuente de producción madridista, los directores blancos para que el juego no fluyera. Y fluyó sólo a medias, a ráfagas luminosas, insuficientes para derrocar la solidez de quienes supieron anclarse al parqué berlinés. Porque, además, las torres blancas tampoco tuvieron su noche.