Este año no habrá ningún árbol de navidad en la Plaza del Pesebre de Belén. Tampoco habrá peregrinos. Nadie visitará el lugar donde nació Jesús. Estas Navidades se parecerán mucho a las primeras.
El pesebre es ahora una hermosa basílica construida por el emperador Justiniano en el siglo VI d. C. cuando ya no se echaba a los cristianos a los leones. La Plaza del Pesebre es un monumento humano a la victoria de Dios. Pero este año ese rincón del mundo en el que Dios se hizo hombre está vacío, igual de frío que entonces, y rodeado de la violencia que devora la humanidad.
La pregunta que entonces se hicieron los primeros judíos hoy se presenta con mayor crudeza porque, tras dos mil años de historia, no sabemos en qué ha mejorado el mundo. ¿La religión ha venido para salvar a los hombres o para condenarlos a una violencia aún peor?
En la época de Jesús algunos perdieron la paciencia ante el dominio de los romanos y el sometimiento de Jesús y sus amigos al ordenamiento jurídico vigente. ¿Cómo era posible que el Mesías se dejase matar? Surgieron sectas como la de los "sicarios" o los "fariseos apocalípticos" que, o bien se organizaron clandestinamente para resistir violentamente contra los romanos, o bien esperaban inactivos una intervención directa e inapelable de Dios. Las dos posiciones sectarias enmendaban la plana al método elegido por Dios para salvar al mundo y lo acusaban de ineficiente.
Era como si Jesús, en la cruz, le pidiese al padre que se lo pensase un poco mejor, no fuese a ser que se estuviese equivocando. Hacer nacer en un pesebre a un niño sabiendo que iba a morir de la forma reservada a los peores criminales podía no ser el mejor remedio contra la opresión romana y el mal del mundo.
Algo así pensaron los "curas metralleta" de los años 70 del siglo pasado que alumbraron los Movimientos de Liberación Nacional. No dudaron en empuñar las armas para liberar a los pueblos oprimidos por el imperialismo. Eran la secta de los "sicarios" de hace dos milenios, pero con sotana y pistola.
Ninguna desesperación de lo humano es nueva. El sentimiento de que los tiempos de Dios son demasiado lentos es tan antiguo como el mito de Sísifo. Subir y subir para volver a caer. No hay mayor desesperación que la del que ha tocado la cima con los dedos y de pronto se ve en el abismo para tener que volver a empezar. Pero ¿acaso no hay también una gran esperanza en volver a empezar?
Hoy, la Plaza del Pesebre se ha convertido en el foro donde se debaten a muerte las viejas tensiones religiosas del mundo.
La religión es uno de los vectores que marcan el posicionamiento político e ideológico de la era posliberal. "La próxima guerra mundial no será de civilizaciones, sino de religiones", profetizaba Cristian Campos. Sentaba así un problema muy real y para el que no estamos preparados.
Hay un hastío visible en las promesas liberadoras de un socialismo que ha pasado de la lucha por un mundo libre (Marx) a un mundo limpio (Greta). Y, como respuesta a este vaciamiento de la utopía, una legión de defraudados que acuden a las religiones en busca de valores auténticos.
En Bélgica, algunos hijos de tercera generación se hacen yihadistas porque sienten la traición de la sociedad liberal. Curiosamente era el mismo argumento que utilizó Hitler para invadir Bélgica: la pureza de los valores debía vencer a la corrupción de la moral liberal-burguesa. Y no solo en Bélgica. Por todo el mundo se reconfigura una "derecha global" estrechamente vinculada a un nacionalismo inspirado por los valores tradicionales de la religión. No forman partidos, forman un "movimiento", porque la política se les ha quedado corta y necesitan abarcar la vida en su totalidad, con todos los anhelos, empeños y fragilidades de la existencia.
Los partidos son asociaciones políticas, mientras que los movimientos son propuestas de vida omnicomprensivas. El problema de los movimientos políticos es que, como la secta de los "sicarios", tienen el sentido religioso desarrollado, reconocen la trascendencia, los falsos ídolos, pero desesperan de los medios lentos de la fe.
Entre el término medio y los extremos media un abismo cada vez más insalvable. ¿Cómo explicar que el partido y el Estado no pueden satisfacer la necesidad que todos tenemos de ser amados? ¿Y cómo explicar que arrojarse en brazos de los valores es una solución aún peor porque desata el nacionalismo más fanático? El vacío de la utopía socialista no puede llenarse con valores cristianos. No es un vino para ese odre.
El dilema está planteado con crudeza. Veremos el despertar de un deseo cada vez mayor de incendiar los templos, y el furor nacionalista pidiendo al Estado que defienda los mal llamados "valores religiosos". Netanyahu lo ha planteado con toda claridad: Israel será judío o no será. Putin ha dicho algo parecido sobre la gran Rusia.
No es lo mismo echarse a los brazos de la Iglesia por rebote de las papanatadas de la ideología progre, que abandonarse en los brazos de un Cristo que se ha conocido personalmente. Y no, no es lo mismo, porque los rebotados de izquierdas que se entregan a la religión de los valores son peores que los conversos.
Se puede ver la religión como la causa de todas las violencias, o como un valor seguro, pero la verdad es que no es ni lo uno ni lo otro, y es muy difícil explicarlo. Si se pusieron a discutirlo a los pies de la cruz, con Cristo de cuerpo presente, y hoy la Plaza del Pesebre está vacía, ¿quién soy yo para inventar nada nuevo? No hay mayor novedad que el misterio del nacimiento del hijo de Dios, y una plaza vacía, rodeada de muerte, es la mejor ocasión para recordar Quién vino a salvarlos, cómo quiso hacerlo y, sobre todo, de qué nos salvó.