Cada vez que un famoso publica un libro y a la gente le da por preguntarse cómo es que, después de años dedicados al tenis o a cantar o a dirigir un país, ahora también le da por escribir (y encima por escribir bien), yo recomiendo echarle un vistazo a la película de Polanski, The Ghost Writer.
No sólo porque sea un thriller con buen ritmo y una trama bastante entretenida, ni porque salgan Pierce Brosnan y Ewan McGregor. También porque sirve para hacerse una idea aproximada de cómo funciona el negocio de las memorias. Y, en particular, el de las memorias políticas.
Igual que el personaje interpretado por Brosnan, Pedro Sánchez muy probablemente no ha escrito Tierra firme, la última obra que firma y que estará disponible este 4 de diciembre en librerías.
Pero lo que me llama la atención es que siga habiendo quienes, llevándose las manos a la cabeza, se sorprendan de que Sánchez no escriba sus libros. Y no porque tampoco haya escrito su tesis (que también), ni porque resulte extraño que entre desmontar ladrillo a ladrillo un país y hacer el ridículo a nivel internacional le quede algo de tiempo para escribir unos cuantos folios cada tarde sobre cómo es ser él (que también). Sino porque hay un secreto a voces en la industria: casi ningún famoso escribe su libro.
Ni Britney escribió sus memorias, ni Spare el príncipe Harry, ni tantos otros, cuyos nombres figuran en las portadas de los libros, han escrito lo que firman. Incluso se comenta que hay novelistas superventas que cuentan con servicios de terceros para darle a la manivela y producir libros como churros. No serían los primeros, ya mostró el camino Alexandre Dumas.
Algunos los llaman eufemísticamente asesores literarios. Otros, arquitectos de la palabra. Los más despiadados, mercenarios de las letras. Podríamos decir que el cliente pone los ladrillos y los fantasmas el trabajo albañil.
Independientemente de cómo se les quiera llamar, escribir libros por encargo es un trabajo tan antiguo como la misma industria del libro. Siempre en el anonimato (o casi), los escritores fantasma son camaleónicos. Hábiles intérpretes de palabras y silencios, de detalles, husmeadores de secretos, descodificadores de gestos y movimientos. Escriben sobre lo que se les pida y en el formato que sea: discurso, novela, manifiesto, autobiografía. Memorias.
Y mientras que unos y otros discuten sobre la farsa que supone publicar un libro que ha escrito una persona cuyo nombre no figura, yo ando fascinada con la figura de los ghostwriters. Y, en particular, con el fantasma de Sánchez.
Porque ¿cómo tiene que ser meterte durante horas y días y meses en la mente de una personalidad tan particular como la de nuestro presidente del Gobierno? ¿Cómo tiene que ser ese ejercicio de imitación total? ¿Desteñirá?
¿Cómo tiene que ser asomarte a su vida, preguntar y escuchar las respuestas que esgrime (seguramente prefabricadas) y tener que discernir si repreguntar para rascar algo de verdad, o saltar a otro tema que pueda tener más jugo? ¿Cómo tiene que ser imitar a alguien que se cree sus propias mentiras con esa cara de hormigón?
¿Y ese momento en el que se detecta inesperadamente —porque ha bajado la guardia por unos segundos o porque ha empleado una sintaxis diferente a la habitual o porque ha movido la mandíbula un poco hacia la izquierda— una rendija de luz, algo de verdad, un punto de presión? ¿Querer contar esa verdad y saber que te será imposible?
¿Cómo tiene que ser conocer al personaje maquiavélico y a la persona privada, y darte cuenta de que no hay diferencia, de que son una y la misma?
Después de este ejercicio literario, seguramente haga falta ir a hacerle una visitilla al psicólogo, pero tiene que ser una experiencia tremenda. Esquizofrénica, pero tremenda.
A mí no me interesan las memorias de Pedro Sánchez. A mí me interesan las memorias (verdaderas) de quien ha escrito las memorias de Pedro Sánchez.